miércoles, 19 de enero de 2022

CONTAMINACIÓN PUBLICITARIA

¿Qué cantidad de contaminación publicitaria somos capaces de soportar? ¿Cuánta energía mental se destina a desechar la propaganda que vierten las marcas en el espacio público y privado? ¿Para cuándo un estudio que se interese por el comportamiento cerebral habituado a resistir la carga del torrente continuo de intromisiones en nuestro íntimo pensar? ¿Para cuándo un sistema democrático que permita al ciudadano elegir dónde, cuándo y por quién puede ser abordado?

La expresión de “contaminación publicitaria”, según se ha consagrado en los últimos años, se refiere al tipo de contaminación que parte de todo aquello que rompa la estética de una zona o paisaje. Un concepto que requiere un análisis detenido. Es razonable otorgar importancia a la idea de ruptura en sí misma. La publicidad no sólo invade haciéndose presente, sino que lo hace quitando de en medio o dificultando la atención destinada a otra cosa. Desvía la atención sin pedir permiso. Lo primero que fractura es la continuidad visual o auditiva, pero mucho más importante que eso es la fractura atencional o, dicho de otro modo, interrumpe el desarrollo reflexivo o el diálogo intrapersonal cuando no interrumpe el diálogo interpersonal. Insisto en que se trata de un asalto que nadie ha pedido y, mucho menos, esperado. Observamos que, a diferencia de generaciones pasadas, un nuevo modo de pensar se impone. Es un modo “interruptus”, bien por las intromisiones comunicativas que provienen de los teléfonos móviles, como de la dispersión informativa que generan las redes sociales o el mismo internet. Sin embargo, a estas interrupciones le suponemos un grado de aceptabilidad que dimana de un cierto voluntarismo. Al fin y al cabo, la compra y la tenencia de un Smartphone es relativamente potestativa. La publicidad, en cambio, prescinde totalmente de nuestras voluntades y cercena un espacio de libertad individual, lo que constituye una sencilla y clara falta de respeto. Hay una doble agresividad explícita en los anuncios. Por un lado, las técnicas publicitarias son cada vez más depuradas e incorporan creativos modos de acaparar la atención rápidamente, se esté haciendo lo que se esté haciendo. Por otro lado, además del carácter invasivo, la abrumadora cantidad de estos reclamos comerciales  han convertido las ciudades en auténticos estercoleros visuales, los espacios de internet en basureros sin reciclar, las televisiones y las radios en emisiones publicitarias, y desencadenan tal número de desatenciones por minuto que el resultado, me temo, es que ha impuesto un modelo de pensamiento entrecortado.

De este modelo que nos hace vulnerables, nos está quedando un sesgo cognitivo que nos impulsa continuamente a retomar el punto mental en el que estábamos, pero lo más grave es que en un número de veces muy alto nos hace abandonar la inercia intelectual que teníamos. No cabe duda de que hay una malévola fabricación de demandas espurias y bastardas que basan su eficacia precisamente en el impacto personal que ocasione la técnica publicista, en lugar de basarlas en las necesidades libremente pensadas y elegidas. Lo peor no es que nos tomen por tontos, sino que nos están haciendo tontos. Es decir, tal es su densidad y simultaneidad, que el cerebro experimenta una sobreestimulación innecesaria  por causa de un flujo de datos de tanta magnitud que lo obliga a un esfuerzo permanente para procesar primero y para desechar después. No olvidemos que para separar el grano de la paja tenemos que contar con que hay siempre más paja que grano. Ansiedad, nerviosismo, angustia, estos son sólo algunos de los resultados. Otros pueden ser, falta de concentración, incapacidad para el desarrollo del pensamiento propio o escasa profundización. Limitaciones que, a poco que se observe, se extienden cada día más.

Si queremos ver cine, entramos en una sala en la que apagan las luces, se aíslan todos los sonidos circundantes, casi dejamos de ver a nuestros acompañantes y apenas podemos hablar con ellos, so pena de tener que aguantar algún reproche. Las salas de museo eliminan distracciones superfluas y dejan expuestas las obras en espacios diáfanos dispuestos para concentrar la atención del visitante. En el teatro, en un concierto, en una conferencia, son innumerables los ejemplos que persiguen eliminar, con buen criterio, todo cuanto pueda distraer la atención de su objetivo principal. No sucede así en las ciudades. Un experimento realizado en la ciudad holandesa de Eindhoven concluyó que una persona que quiera dar un paseo por su centro histórico, acaba viendo más publicidad que elementos culturales. No sólo se ha desalmado la idiosincrasia de una ciudad a manos de unos desaprensivos vendedores, sino que se asalta el espacio público por manos privadas y contra la voluntad de quienes no han podido elegir nunca qué es lo que querían. Esta es otra asignatura pendiente de la democracia. Barrunto que para solucionarlo tendremos que recurrir a una buena campaña publicitaria.           

 

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