lunes, 21 de enero de 2019

EL RÍO Y YO.


           
Imagino el desahogo infinito de las aguas de un río al verter su caudal en el océano. No porque su esencia sea líquida o moldeable a los avatares de su recorrido, el camino es menos intenso. Si su cuerpo posee la elasticidad y la facultad de adaptarse no es en menoscabo de los accidentes del terreno, que bien permanecen inalterables, sino en perjuicio de sí, pues, de otra forma, hubiera embarrancado sobre el primer promontorio y, sin embargo, esa facultad de disimulo de su cuerpo líquido, le obliga de continuo a proseguir se interponga lo que se interponga.
            No puede hacer más que seguir su natural destino, sin ninguna libre voluntad por imponer. Lucir el brillo cuando un alto sol se desparrame, o ennegrecer sus escamas al caer la oscuridad, revolver la cadera en el codo angosto del montículo, o descansar en la ensoñación de un lago manso. Mas si de tal suerte de fatalidad está templado, aún es peor saber lo que vendrá. El surco de su viaje está marcado y cada golpe reclama su atención anticipada. Es el precio por desembocar limpio.
            Este chocar, arrastrar, salpicar o caer desde el lecho plácido y previsible por un salto encrespado, o reventar su textura en un millar de partículas contra una roca, por más que hermosee el paisaje y sea estímulo de arrullos y paraísos, supone la momentánea herida que ha de sanar después al retomar el apacible cauce. Pero en lo más íntimo del agua, la memoria guarda el troquel de cada trauma y, aunque lánguida y extendida señoree en los remansos del camino una suave lentitud de paz o un leve gorjeo de juvenil desenfado, en los espejos de sus entrañas se ven las cicatrices.
            El fluir de la corriente no compone oratoria alguna, ni se desvela por su boca la salvaje trayectoria que va mojando. Su discurso está en los ojos de quién lo observa, y, a fuerza de mirarse, está mirando.