Lo que tiene el paraíso no es el olor dulzón de la guayaba
remetido en las costuras de la tierra, ni el despliegue de rayos de luz bañando
las azoteas en cálidas mañanas de invierno, ni la victoria del color azul sobre
el mostaza, ni tampoco el acristalado aire que rechina de limpio en los ojos y
en los metales. No es el verde abrochado en ornamento, ni la altura vigía desde
donde se atisban los veleros antiguos, ni el apego al mar abierto, ni las
columnas de Cerro Gordo y Punta de la Mona como sostén de un frontispicio que
lleva en el tímpano la Sierra de Almijara.
No es que Gabrielico haya hablado bajito con su burra
mientras le daba la buena yerba, ni que Manciolo cante muy jondo sin guitarra,
y con el agua en las rodillas empujando la barca, ni que una raza haya anidado
en cada recodo el abrigo de los extranjeros errantes, ni que suenen campanillas
del medievo en serenatas de cuento. Tampoco es que la edad no recuerde que,
bajo el frescor del sombrado, ellas esperaron y esperaron a que el horizonte
viniera manchado de un lino lejano y un panamá cubriendo un silencio, erguido,
dignificado y lento. No es paraíso por eso, ni porque la playa sea tan profunda
como la memoria que cada piedra se guarda, o que cada china refulge, o que cada
boca se calla. No es porque las mujeres se encaraman a sus voces para querer a
distancia de varias generaciones, ni porque de las parcelas germinen hachos de
luz atávica con que alumbrar la retina y los chambados.
No es paraíso porque las golondrinas vencieran a los tucanes
y de sus nidos de barro se aprendiera a colgar las flores, ni porque los
cadáveres habiten la atalaya desde donde se contempla la ruta que lleva al
ultramar de los muertos para que las almas dispongan del mismo rumbo que los
balandros. No es paraíso porque las cañadas, los pedregales, las caletas, las
huertas, las ramblas, las chozas, las curvas, las esquinas, los rebalajes, a
veces hasta los tejados, defiendan el secreto de los amores logrados, y todo
eso se quede como para ser respirado.
No es por eso –digo- que la dicha adánica se avenga como por
ensalmo a vestir, sin más, los espíritus semovientes, ni es porque hasta con el
olfato sea posible escucharse la música del oleaje los días de poniente, que
eso ya ocurría antes de los aguacates y de la Kasbah. Es porque se sabe que a
Manciolo le basta seguir el compás que las aguas profundas le marcan, y que a
Gabrielico le responde la burra con una metafísica de campo y de vino de
cortijo. A diferencia del paraíso del Génesis, La Herradura lo es, porque ha
sabido esconder las manzanas, todos saben qué ocurre si se muerden.
© foto Maite Parra
Precioso Vicente😘
ResponderEliminarGracias. Me alegra que te haya gustado!
EliminarBellas perlas alegóricas insertadas en un manto cuajado de profundas realidades.
ResponderEliminarSin duda, la transcendencia reside en la sencillez de las pequeñas cosas que se hacen grandes en nuestros corazones.
Grandes como tú, querido amigo.
Gracias, Luís, amigo, grande y trovador! Mi admiración.
EliminarLeer artículos como el tuyo activa la respiración hacia lo cálido y la esperanza de volver a sentir la belleza. Preciosa fotografía. Gracias por compartir. Julia
ResponderEliminarMuchas gracias, Julia. Un honor que te haya gustado.
EliminarGrande tus palabras para tu pueblo y grande tu
ResponderEliminarGracias. No sé quien eres.
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