martes, 30 de marzo de 2021

La elegancia de Lisístrata.

Mi concepto de elegancia tiene mucho que ver con la decadencia o con la estética del vencido. Los perdedores son gentes que salen victoriosas, al menos en el ámbito de la compasión o en la órbita de la lástima. ¿Cómo tenerle lástima a un ganador? ¿Y esa elegancia de los muertos? ¡Son inimitables! “Los que mueren son siempre los demás”, decía Duchamp, y también decía que “la posteridad es una de las formas del espectador”. ¿Pero qué mira el espectador, sino una representación perfecta de la pérdida; es decir, de la derrota? Y, aunque no esté muy claro que la muerte sea derrota alguna vez, no hay nadie que consiga quedarse vivo en la posteridad. Y si lo hiciera, sería un insulto a la elegancia de los muertos.

Por fortuna no es imprescindible morir para investirse del glamour de la decadencia o del vencido. Por descontado que la elegancia de la que hablo no es visual al modo que tienen las estatuas de mármol de serlo en medio del jardín de un Palacio de Versalles, ni es sonora como lo puede ser la Misa en Si menor de J. Sebastian Bach. Más bien es una elegancia moral.  Es un donaire que emana de la actitud doblegada y desprovista de estima.

Me resulta muy elegante Casandra, una belleza de la mitología griega a la que el dios Apolo ofreció el don de la profecía a cambio de su virginidad. Casandra incumplió su trato y Apolo la maldijo escupiéndole en la boca. Conservó su don profético, pero también recibió la maldición de que nadie creería jamás en sus profecías. Porque me siento a menudo Casandra, cuando se cumplen los vaticinios que nadie creyó, puedo valorar la belleza que encierra callar a tiempo un “yo lo sabía”, que tiene un añadido moral sobre el “ya te lo dije”. El añadido moral es a la elegancia lo que los complementos a la alta costura.

O la elegancia de Plácido, ese personaje de Berlanga que caricaturizó y fustigó la campaña franquista que tenía por eslogan, “siente un pobre a su mesa”. Una obra maestra que destapa las sucias conciencias burguesas de la época y que, aparte de las excelencias cinéfilas, enseña que la dignidad tiene siempre mejor porte que el dinero o la posición social. Basta estar en posesión de la “mirada estética” para darse cuenta de que la estética es moral o no es. De ahí que poco valga la elegancia del preso ajusticiado por un motivo razonable, ya que la justicia en ese caso no derrota, sino que se limita a castigar sin que tal condición alcance mínimamente a disminuir o aniquilar la fechoría o el delito cometido. Tal agresión campa a sus anchas, vagando a través del tiempo, cuando no a través de los otros, quitándole dignidad y, por tanto, elegancia al reo.

La obra “Lisístrata” de Aristófenes, convertida en el doble símbolo del esfuerzo organizado a favor de la paz y exponente del primer alegato feminista, contiene a mi juicio el paradigma de otro símbolo de elegancia sublime. Lisístrata, cansada de no ver a su marido porque siempre está guerreando, propone al resto de las mujeres de la polis la solución perfecta que consiste en la abstención sexual. A pesar de las reticencias iniciales, esa propuesta se propaga a las mujeres de ambos bandos. Los hombres, acostumbrados a la exaltación de la moral al final de la batalla en el lecho conyugal, entienden que su vida ha cambiado y, su moral es tan baja durante la huelga, que ni siquiera hay batallas. El clima es tan tenso entre los hombres como entre las mujeres. Finalmente se firma la paz entre Atenas y Esparta. Las mujeres –según es costumbre interpretar- han ganado. Sin embargo, he aquí la elegancia suprema: la prevalencia de la naturaleza a la par que la de la paz. En los hombres de esta obra se da una mera apariencia de derrota, porque su dignidad es ser manifiestamente portadores de la victoria definitiva de las leyes naturales. No han sucumbido a las mujeres, sino a la naturaleza y, por complemento del vestido, la paz. No digo más, pero es bellísimo.  

 

viernes, 26 de marzo de 2021

Ejercicios de libertad.

A veces hago ejercicios de libertad de pensamiento por el corredor de mi casa. Tengo que decir que se quedan en meros ejercicios de calentamiento. No tengo memoria de haber jugado nunca de titular. En esos entrenamientos puedo pensar en la derogación de las vanguardias como si, de verdad, hubieran sucedido. Pero puedo pensar, también, que las características de un tiempo se limitan a ser simplemente un relato y todas las vanguardias están presentes, con o sin relatos. El sistema feudal, por ejemplo, no cuenta nunca para referirse a las compañías energéticas o a las de comunicación. Parece que la épica haya cedido terreno a la burocracia, pero a mí me da por pensar, en mis ejercicios, que sólo ha cambiado la lanza del héroe por el gris marengo del traje de chaqueta. O que el terrible duelo del que sólo podía quedar uno vivo, ahora, en lugar de en campo abierto, se practica en hoja de reclamación abierta y las pistolas o las espadas son los hilos de razones que unos y otros esgrimen sobre el terreno.

Lo mismo que hay que equilibrar los ejercicios de elasticidad, tonificación, fuerza, agilidad, coordinación, etc., yo hago esfuerzos por abolir la intransigencia del pensamiento único y permito, con cierta sorna intelectual, que se diviertan mis neuronas pidiendo divorcios a granel de las muchas otras con las que están en matrimonio “sináptico”, o entonando el “son tus cacúmenes, mujer los que me sulibellan”. Una neurona, en cuanto se queda libre, se pone que da gusto verla. Por eso es solicitada y abordada desde otras muchas pretendientes y se puede observar cómo son constructoras de otras realidades hasta ahora invisibles. Yo nunca había pensado –por falta de soltura neuronal- que lo único que se ha hecho vírico de verdad es el virus, cuya apabullante solidez espero que haya relegado por mucho tiempo al término “viral” a su sitio. Así que pongo el pensamiento a correr por la banda y, en cuanto suelto rigideces, me percato de que, a la sombra de algunas neuronas, brillan otras verdades muy ocultas que nos demandan luz y voz.

Como en todas las épocas, una cosa es calentar y otra muy distinta es salir al campo a jugar. Yo, cuando estoy preparado y completamente sudado, me doy cuenta del cansancio y de la suerte de no haber corrido el peligro de una partida oficial. Dejar el pensamiento al aire libre y ventilado, sólo puede hacerse en el corredor de la casa, cargando con el peso de la paradoja, que es un ejercicio de halterofilia filosófica. Me da por dejar libre la idea de que la mentira tiene muy mala prensa, o que vivimos un tremebundo acoso contra la naturaleza humana, sin percatarnos de que la yerba acaba siempre rompiendo el ladrillo. Pienso que “el Señor de estas tierras” nunca ha descabalgado. El surrealismo convive –no hace falta mucho esfuerzo para verlo- con el romanticismo, con el simbolismo, con el expresionismo y sin abandonar un momento el realismo. Se me ocurren consejos sin estrenar y sin avales de ninguna agencia mundial de homologación de consejos. Un día tuve una idea oficial, pero no quise contarla para no perderla. Dedico tres días a la semana a hacer abdominales con los tres pesas civilizatorias tan denostadas: “sentido común”, “buen gusto” y “cultura general”. Otro día diré para qué; hoy no es bueno atreverse, como siempre.     

  

 

domingo, 14 de marzo de 2021

PRISA Y LEVEDAD

La vida va más deprisa. Una generación no son treinta años como dijo Ortega. Los postes del tendido eléctrico viajan a más velocidad que el propio tren. La rapidez es la moda que más está durando. Recordamos el futuro como si fuera ayer. El pasado queda por delante y, en lugar de ser memoria, es destino. El ámbito temporal de la ley coincide con su derogación. Hay libros de menor vigencia que un diario. El medicamento se toma antes de la enfermedad y la tristeza es ya un síntoma de una vida sin preocupaciones. Veinte años no son nada sólo en los tangos y cualquiera puede dejarlos pasar entre desayuno y desayuno. La ley de la gravedad no es tan grave. Mañana no será así.

El discurso es el eslogan, la cultura un espasmo. La opinión es un tratado, la verdad es un tic. El aprendizaje es arcaísmo, porque la vanguardia es saberlo todo sin apenas haberlo aprendido. Las respuestas están huérfanas de preguntas. El éxito es un aplauso con su correspondiente fracaso al final del mismo acto. Pasar por la vida es ir dejando muescas en el espacio virtual; así nadie renuncia a su propia ausencia. La tabla de multiplicar corre un peligro inminente. La ley de la levedad y la fuga designa a cada persona como un “o lo que surja”, que es la desaparición del propósito y el triunfo, por fin, de la bagatela.

Borges imaginaba, con un diáfano optimismo de ciego, una época futura, muy futura, en la cual todo hombre produce su propio arte o el arte que necesita. Cada persona produce su filosofía, su pintura, su religión, su música y, después, cuando se muere, se destruye todo. Se entiende que cada persona es perfecta y puede cubrir sus anhelos sin recurrir al pasado. Cada hombre es su propio Shakespeare, decía, o su propio Rembrandt, eso sería lo ideal. No cabe pensar en Borges sin suponerle imbuido en un tiempo laberíntico repleto de parsimonias al estilo hindú. Tener el poder de imaginar una época muy futura es, a todas luces, una obra de lentitud, que hace con el tiempo lo que el alfarero con la arcilla.

La gravedad o la levedad, según el lado del que se mire, es la costumbre de la prisa. Al igual que el último rey de Portugal, don Manuel, cuando supo que un embajador a quien debía recibir en palacio se apellidaba Porras y Porras (“porra” significa en portugués el pene) podríamos exclamar: “¡Lo que molesta es la insistencia!”. Es decir; hay una fogosidad atmosférica que propicia el salto de un pensamiento a otro sin hilo que lo conduzca y, claro, una idea sin el consiguiente baño de muchas otras, una idea a secas, no moja. La prisa y la sequedad no son buenas compañeras del cultivo y lo que vivimos es una insistente impregnación de ambas.

Ninguna estalactita se da prisa en acabar su columna, a pesar de la claridad de sus fines. En cambio, va construyendo el relato gota a gota, cediéndole a cada una de esas gotas el protagonismo colaborativo que debe, sin menoscabar la profundidad que el abismo de su existencia requiere. Se trata de una estrategia que tiene el tiempo para evitar que la fragmentación sea hegemónica. Y también es una estrategia de la estalactita para evitar que se pierda la gota; todo un ejemplo. Por eso “nunca tengo prisa, no tengo tiempo”.   

 

martes, 9 de marzo de 2021

Belchite-Serrat


 

Zaragoza también fue mi tierra. De allí proviene el grueso de mi aprendizaje como persona independiente. Guardo recuerdos que, a pesar del tiempo transcurrido, están tan pegados a mí como los de ayer mismo. El aprecio que siento por mis amigos de entonces y que hice allí es indestructible. A la circunstancia de la juventud se une la personalidad nobilísima del maño.

Tengo grabada en la retina la imagen de la Plaza del Pilar, el parque grande, la Lonja o La catedral de La Seo. De sus pueblos, Calatayud y El Monasterio de Piedra o Caspe. De todo eso ha quedado en la memoria el sedimento tranquilo de un tiempo pasado que, a mi parecer, siempre fue mejor. Pero me traje, y ya para siempre, el revolcón de una historia tremenda que muestra Belchite, el pueblo fantasma que se asienta sobre los escombros de sus paredes. Quedan intactas las ruinas que le propició la guerra civil. Sobrecoge el peso monocolor que, a no ser por una torre que permanece erguida, camuflaría todo el pueblo en el paisaje recio donde se asienta.

Al espectro leproso de sus paredes hay que sumarle un escaso muestrario de pequeñas reliquias de lo que fuera realidad un día. El ojo sucio de una muñeca con el color de la tierra, la mitad de un pomo de alguna mesita o de algún cajón, la correílla de un zapato, una hebilla, un ladrillo pintado de verde y sobre el verde una mano de blanco. Todo está bañado por el silencio ominoso de bombas y gritos sordos adheridos a cada piedra. Y, mientras transitaba, más en espíritu que por mi propio pie, un enorme monstruo invisible no me quitaba ojo de encima. Han querido dejar el cadáver al socaire de la modernidad y ni un soplo de la nueva época le alcanza.


Hace años se lo leí a Manuel Vicent y ahora quiero contarlo yo. Es una de las muchas historias reales que podrían contarse de los habitantes de Belchite. El pueblo fue tomado por los dos bandos durante la guerra, ganado y perdido puerta a puerta y cuerpo a cuerpo. Próxima a la última batalla, unos padres mandan a su niña, que se llamaba Ángeles, a decirle a sus tíos que están tomando el pueblo los nacionales, pero cuando llegó a la casa de sus tíos, muy cerquita de su propia casa, el bando de los nacionales ya los habían fusilado, a ellos y a otros. Frustrada y aterrorizada volvió a su casa y se encontró con que sus padres también habían sido matados. Desolada y con toda su familia exterminada salió corriendo bajo el fuego, dejó atrás el pueblo, siguió el camino que los raíles del tren le marcaban hasta llegar a Barcelona.

Años más tarde, esa adolescente se casó con un catalán anarquista y represaliado. Se llamaba Josep Serrat, y vivieron entre gentes vencidas. Tuvieron un hijo que se les haría artista y muy famoso. Joan Manuel Serrat, lleva décadas cantando a Hernández, a Machado, a la paz, al amor, a la belleza, a la mujer que yo quiero, al Mediterráneo, a Penélope y hoy puede ser un gran día; plantéatelo así.