sábado, 27 de enero de 2024

En defensa del cartel de Sevilla.

“Mi Cristo luce joven y bello. Joven, como metáfora de pureza: así se ha mostrado a la Virgen María en la historia del arte, casi como una adolescente. Y bello porque me remito a Platón, belleza y bondad son la misma cosa”. Con estas escuetas palabras describe Salustiano García su obra para cartel e imagen de la Semana Santa de Sevilla en 2024. Se acaba de conocer y ya ha marcado su impronta en los órganos emotivos de los puristas clásicos que polemizan abiertamente contra los rupturistas. A mí, que ignoro casi todo del Arte Sacro, lo primero que me ha creado es una sensación de ternura en lugar del terror tradicional que me inspiran los otros. Me acerco a la imagen y no soy capaz de hacer descubrimientos irreverentes. Lo que se antoja blasfemo es el temor a la sensibilidad que las manifestaciones contra el cartel indican.

Por fin irrumpe una sagaz apuesta que se sube sobre los hombros del clasicismo y lo supera, pero fijémonos en que no lo destruye, sino que lo evoluciona, lo hace humano, que era el programa teológico de Dios para con su hijo. No cabe mayor insulto de los profesantes que no reconocer al Hijo de Dios en esa obra, es decir; en el prójimo. Porque lo que el autor nos cuenta es que en el distinto está el prójimo. Y acerca el concepto al sujeto y nos lo presenta bello por desnudo y desnudo por bello. Puede ser entendido como un cartel abolicionista, desde luego. Deroga la severidad sin dulzura y la sacralidad sin humanismo. Añade una delicadeza amanerada en la figura que, a mi entender, muestra el mensaje de la ley natural que nos ha enseñado que el poder de crear es femenino antes que masculino.

Si se quiere, es un Jesús que posa para ganarse unos cuartos después de salir de las clases de economía política, o bien de trabajar como becario en una multinacional. No parece que haya tenido tiempo de pasarse por el botellón, donde seguramente tendría que difundir su magisterio. En sus ojos conserva la mirada cándida del que aún no ha sido devorado por el mercado, que es la versión moderna de los romanos manejando lanzas y látigos. Pero nada más asomarse a la balconada de las redes, la villanía ha empezado a escupirle y a tirarle piedras, duchas en seguir siendo pléyade y populacho, ignorantes de la profundidad del mensaje de amor que encarna. No parecen que sepan qué reclaman exactamente, cuando fustigan, condenan y crucifican un rostro y un cuerpo que es mucho más nuestro que los de costumbre.

El cartel intenta revocar el tiempo que nos aleja del Dios antiguo y nos propone un Jesús del presente, que tiene a bien cruzarse con los creyentes en la puerta del ascensor, en la parada del autobús, o en la ventanilla de inmigración. Presenta un rostro con expresión suave y gesto amable conforme con la condición de un Dios más comprensivo que justiciero y, por ello, más confiable. Es un hombre, sí, con relativos aspectos ambiguos que, tal vez, representen y deseen confirmar la complejidad inherente a toda condición sexual, pero tal sutileza del espíritu humano no hace más que enriquecer las perspectivas que todo Dios, por el mero hecho de serlo, está necesitado de poseer dentro de sí.

Con la sencillez profana de un lego en Arte podemos contemplar la obra sin entender muy bien qué de admirable tiene, pero no es posible sentirse ajenos a una cierta revolución explícita que promueve la obra. Y lo hace con el respeto absoluto a la naturaleza canónica del mensaje cristiano. Inserta y encaja a la perfección con todos los elementos de la tradición cofrade de Sevilla, señalando el instante de la resurrección como un nacimiento nuevo; de ahí la juventud de la imagen. Una imagen que emerge casi desprendida de las heridas del mundo terrenal, y sale hacia la luz siendo luz Él mismo. Es mucho más razonable pensar que se trasciende sin portar las heridas de la vida mortal, que arribar en la Gloria hecho un Ecce Homo, derrengado y sufrido. No en vano supera la muerte como para no superar las heridas. Incluso el “perizonium” o “paño de pureza” ha dado un giro sevillano adornando el pudor con un cierto aire Victorio y Lucchino que redunda en humanización de diseño, pues no estamos para menos.

 

martes, 23 de enero de 2024

Determinismo de las gafas.

“Nada es verdad ni es mentira, todo es según el color del cristal con que se mira”. Esta es la osadía de las gafas, su valiente función de proporcionar la realidad nítida a quienes, por su alterada visión, tienen otra perspectiva. De un instrumento que corrige la forma personal de visión -con lo que eso enriquecería el perspectivismo- a un complemento de la personalidad. De Machado y su “el ojo que ves no es ojo porque tú lo ves, es ojo porque te ve” a la filosofía de “el cristal por el que miras, te define más a ti que a la imagen que por ellas te llega”, es el siguiente paso que ya dieron algunas personas. El mundo está lleno de personas que llevan gafas, pero muy pocas gafas son las que llevan personas.

A veces te cruzas por la calle con unas gafas aisladas e independientes, rebeldes gerundios que van caminando y, sólo haciendo un gran esfuerzo, sospechas que detrás de ellas existe alguna criatura que las porta, cuando la verdad es que son ellas las portadoras. No se habla apenas de las enseñanzas coreográficas que nos imparten. Sólo quienes las han usado disfrutan del placer de mirar por encima de sus bordes, un gesto entre cómplice e inquisidor, entre seductor y asertivo que nos saca un momento del universo acristalado para darnos un respiro fuera de él. Nadie que mira por encima de las gafas se queda mucho tiempo fuera, arrecia una realidad desapacible allí, así que con rapidez vuelve el sujeto tras su escaparate.

Esa es otra de sus funciones desapercibidas, la de servir de escaparate al espejo del alma. Ya sabemos que hay ojos autosuficientes, pero no son todos. Algunos se exhiben y otros son para exhibirlos. Acostumbrados como estamos a la estrecha relación que hay entre las gafas y los ojos, olvidamos que en algunos casos muy cuidados las gafas combinan mejor con los zapatos y el bolso que con las pupilas. Tienen esa extraña virtud de trasladar su estética, cuando no su arte, al último rincón de la imagen. Pensemos en la rara grisura que nos inspiraban las gafas de Calvo Sotelo o las de Martín Villa, sin las cuales hubiera sido imposible la transición o hubiera sido mucho más divertida. O en la frescura intelectual de las gafas rosas de Fernando Savater, sin las que no hubiera difundido su magisterio, ni Amador hubiera comprendido la ética. Pensemos en toda la literatura que se debe a la mirada redonda de, por ejemplo, Valle Inclán o Unamuno, sin cuya perfección circular ni se ven los esperpentos, ni el sentimiento trágico de la vida. Hay incompatibilidades manifiestas entre el existencialismo y las gafas de Rappel, cuya estética sólo aspiraría al vitalismo, como igualmente hay una férrea sintonía entre el estoicismo y Salvador Illa o el histrionismo y el sobrinísimo Figaredo.

Hay un universo por escribir sobre la filosofía de las gafas y sobre cómo su irrupción en la historia introduce cambios trascendentes para el devenir físico de los cuerpos humanos dentro de la sociedad. Ningún intelectual que se precie puede evitar morder la patilla de vez en vez, con un gesto a medias entre la reflexión y una atención exagerada. Detrás de este paso de baile viene siempre una sentencia o una duda. Hay gafas que te visten de etiqueta como para un cóctel en Mónaco y otras son el armazón de un patíbulo de donde pende la soga que te ahorca. Tales atrevimientos del artilugio no son otra cosa que su vocación de pertenecer por derecho propio a la personalidad. Y, no sólo a la personalidad individual, sino a la personalidad del momento histórico o de la corriente artística que represente. Hay gafas que han construido al personaje mucho mejor que toda su experiencia acumulada. No hay más que verlos para llegar a la conclusión de que son personajes de autor, obras maestras detrás de los cristales y por gracia de ellos. Y barrunto que hay un campo abierto en las galerías de arte donde algún día expondrán estos útiles como expresiones de época o, tal vez, de modos de mirar la vida. Y en las escuelas de psicología se estudiarán estereotipos de temperamento, de carácter o de identidad en función de las gafas que haya usado el individuo. Junto con las corbatas, que están en claro declive moral (casi todos los ladrones la llevan al cuello) las gafas, para el hombre, son la última coquetería y, quizás el último bastión al que aferrar un amaneramiento sin estridencias. Veremos un amplio abanico de gafas terapéuticas recetadas para curar la melancolía o el descrédito logrado a base de mentir sin ellas. Hay, sí, un mundo delante de las gafas y otro mundo detrás. Del lugar en el que situemos la lupa, depende que miremos un rato por encima de ellas o que mordamos la patilla.  

 

 

domingo, 21 de enero de 2024

Yo me entiendo.

Se acepta como un hecho común la idea de que las decisiones y los actos vienen básicamente impulsados desde ámbitos emocionales. Génesis que hunde sus raíces en lugares remotos, tan dados a la indagación psicoanalítica. Estos comportamientos, una vez que la voluntad los determina, no se conforman sin acudir en búsqueda de algún argumento que los justifique. La búsqueda es en todos los casos fructífera. La necesidad de apoyar todo acto en una razón, hace el milagro de encontrarla. Lo que no quiere decir en absoluto que sea una razón irrefutable. En la mayoría de las situaciones incluye un interés personal por no someterla a falsaciones y, en la práctica, persiguen exclusivamente una validación, por simple que sea, del acto en sí. Para nada nos suena rara la expresión coloquial con la que se protegen estas razones frente cualquier ataque eventual: “yo me entiendo”. Con esta frase se intenta detener cualquier intromisión que arriesgue mínimamente el fundamento en el que se basa el comportamiento o la decisión. Siendo, en cierto sentido, verdad que el sujeto se entiende, no se escapa que se trata de un entendimiento consciente de su debilidad.

 

Pero, demos por bueno que, en el ámbito personal, la fuerza de las emociones, los sentimientos o las intuiciones, poseen un carácter argumental anclado en las leyes de la biología de tal manera que en sí mismo tienen razones que la razón no entiende. El hecho de que la naturaleza ande en medio de todos los impulsos humanos merece una confianza, así como el beneficio de la duda. Se comprende que la importancia de estos hallazgos argumentales tengan predicamento sobre el individuo que los necesita, cuando sus actos no rebasen el ámbito de lo personal.

 

Lo que, a mi juicio, carece de entidad es acudir al “yo me entiendo” para sustentar decisiones políticas. Expresión que, por otra parte, adopta fórmulas variadas, como “olfato político”, “razón de estado” o “realpolitik” entre otras. No es necesario explicar que, cuando las acciones políticas remiten a tales expresiones, llevan dentro la voluntad de eludir toda confrontación argumental. Tampoco se desea decir con ello que, en los tiempos corrientes, el método de argumentación y contraargumentación sea una práctica habitual. De hecho, rara vez asistimos a un razonamiento político que se someta a objeciones serias para cada una de sus premisas. Que se pueda aducir que todo mandatario ha de poseer un pensamiento relativo, no significa que todo pensamiento lo sea. Significa, más bien, que toda razón que motive una acción política debería haber salvado, dentro de su jurisdicción racional, las críticas necesarias que persigan seriamente su refutación y que acometan con solvencia intelectual un combate imprescindible para la validez de sus motivaciones.

 

Siempre se ha insistir que mencionada lucha de argumentos tenga lugar dentro del ámbito racional en el que se engendran. Los ámbitos racionales son círculos acotados, fuera de los cuales el argumento pierde las referencias y decae en un espacio donde queda aislado y al pairo de contraargumentos desorientados. El ámbito racional que valida el resultado de dieciséis como la suma de ocho más ocho, no puede ser atacado cuando la suma es en un sistema binario. Del mismo modo que un razonamiento que fundamente un programa político concebido para la solidaridad con otros pueblos, no puede confrontarse oponiéndole el bienestar del propio, pese a que toda acción tenga efectos no pretendidos derivados. Estos últimos tienen su ámbito de discusión aparte y, por sí mismos, requieren de atención independiente. Como la práctica política acostumbra a apoyarse en un prolijo conjunto de razonamientos, que olvida, por otra parte, que la cuantía de motivos resta siempre fuerza al principal, dando la impresión de que no es bastante uno solo, pues otorga opciones a que se suscite la controversia sobre el más débil de todos ellos. Cuando lo aconsejable, en aras de un verdadero sistema que propicie la salvación y la prosperidad de un buen fundamento, sería centrar la atención sobre la base del mejor de ellos y, sobre él, construir si ha lugar el andamiaje de objeciones.

 

La vía de comunicación que une una determinación con un razonamiento en el que apoyarse, varía de sentido, como vemos, cuando la acción es personal de cuando es política. En el primer caso, la pulsión humana busca refugio en una razón, mientras que en el ámbito político ha de ser al contrario: un razonamiento, un pensamiento o una idea debe buscar su acción que la honre. Yo me entiendo.        

 

 

viernes, 12 de enero de 2024

NADA.

 

No diré nada. Que nadie espere el cuento de la nube juguetona, ni el de la sinfonía de ningún viento entre las hojas. No diré nada de las narraciones que los dedos escriben sobre los renglones de la piel. Esto no es ningún ensayo, ni la vocación adaptativa de unos labios al lecho de otros labios. Ni siquiera el culmen luminoso de una meditación en el centro mismo del caos. No hablaré de los balbuceos infantiles de un alma enamorada. No serán pálpitos adivinatorios, ni elocuencia líquida de ninguna lágrima. No diré nada de la profundidad satánica en el salón de estar de las comodidades, ni del aire meditativo de los bosques o de la memoria de ninguna enfermedad. Nadie espere que hable el idioma de las cumbres o el de la lentitud. No diré nada del papel pautado de los cuerpos, ni del vapor que imita la quietud del espíritu. No hablaré con los dedos, ni con las escuchas. Esto no tiene sentido ni vuelta, ni siquiera es una negación o un secreto, no es para el entendimiento, ni para la verificación. No habrá búsqueda ni intrusismo, ni partículas amorosas que vayan cayendo sobre la alfombra. Nada es realidad o sombra, nada es lo escrito y no respirarán “sin embargos”, ni “aunques”, ni “peros”, ni tampoco “síes”, ni tiernas afirmaciones etéreas que huyan a través de las páginas por la persecución de un anhelo con sombrero de sustantivo. Nada es tan explícito ni tan recortado como el misterio de la nada que ama a otra nada. No diré nada, ni se intuirán poéticas encerradas llamando a la puerta de las flores, ni el café estará caliente, ni el amanecer tendrá sus hadas remetiéndose por los postigos, no habrá bailes bajo ninguna lluvia, ni el vuelo del halcón acechará las pupilas del futuro. No diré con maternal condescendencia nada de un país lejano, ni “érase que se era” a ningún galope, ni Dulcineas ni molinos, ni sabidurías hindúes, ni sabores de abuela, ni cáscaras de naranja. No trazaré renglones, ni dibujaré languideces al filo de ninguna espera, ni al filo de ninguna lectura de los mapas que las cicatrices despliegan. No diré nada de los bordados de la saliva en el roto de ninguna boca, ni del rayo que enciende la plegaria. No diré nada como “siempre” o como “nunca”: voces que abarcan el territorio imposible que invocan los amantes cuando habitan el cenit de la transustanciación. No hay nada que decir, para que no se escuche. No escribiré hoy nada como un cuerpo tangible y sólo tangible. No hay literatura en eso, ni en esto, ni en aquello, salvo que virutas sentimentales de la lectura hagan salazones que un día vengan al paladar como el recuerdo sabroso de un engaño. Nada diré del paisaje de los desconchones, ni del océano, ni de la explosión de estrellas, porque no tengo el fundamento ni la fórmula de los carpinteros, no tengo a mano el fajín de poeta, ni el birrete de los holgazanes, ni me basto con mi ignorancia, ni me sobra la belleza de veros. Por eso, no es que no quiera, es que una maldición indecible no ha dicho, que es su forma de ser maldición. No diré nada por obediencia al destino y a los sabios –si es que no son la misma cosa- y sobre el hilo de las letras se podrá caminar como un funambulista entre dos precipicios o dos vacíos, cuidando de que el anhelo se concentre en la punta de los pies y la meta no sea otra cosa que mirar el camino recorrido. No diré nada, a conciencia cierta de que la nada no es ninguna precipitación, ni invento azaroso de los eruditos con gafas académicas, sino un preparado místico de las olas bajo las faldas de la grandes montañas que continua guisándose en los pucheros del refectorio. Para cuando el guiso esté servido, ya nos habrán quitado el alambre y los vacíos no tendrán fronteras, ni la esperanza se concentrará en la punta de los pies. No diré nada decible, cuyo sentido posea el más mínimo sentido, ni por colorido, ni por intensidad, ni por hondura, ni por musicalidad, ni por ser festivo el día que se ve desde la ventana. Quizás es el hueco la razón de las cosas, mientras persiste el afán por taparlos dejando la ceguera a la intemperie. No se dirá nada porque la nada no puede decirse, pese al alambique de las peroratas y los verbos de bisutería colgados de los expositores viperinos. No hay nada que decir de esto ni de aquello, ni lo esperes de la orilla de tus ojos con sus pestañas corintias, ni de la sed inversa de querer ser bebido para alivio de tu cansancio o de la pesadumbre de no entender nada, comprendiéndolo todo. Nada.