domingo, 14 de agosto de 2022

El lado oscuro de las promesas.

Puede ser que, en el final de los días, podamos medir nuestra humanidad por la cantidad de promesas cumplidas. Aceptaremos a priori que cumplir una promesa es un acto externo de una voluntad en guerra contra todas las otras identidades potenciales e incluso nuevas identidades. Aceptaremos, también, que en el paritorio de los compromisos, los empujones felices traen al mundo una criatura que llora. La consciencia, con gran astucia, prescinde en el primer momento de la guerra y del llanto; naturalezas que pervivirán a lo largo del tiempo. La expresión “hacer una promesa” bien pudiera caer en desuso por impropia. La promesa no se hace, sino que se va haciendo y, tal vez, sólo en el final de los días podríamos asegurar que se ha “hecho”. En esencia, el llanto infantil, que la madre escucha como un canto de la divinidad, viene a ser la alarma que clama por hacer entender que toda promesa constituye un acto de desconfianza.  Quien establece un poder para ejercerlo sobre lo más indomable de todo, que es el futuro, y con pretensión de dominio sobre un “uno mismo” que ya no será el mismo, desconfía y desconfía radicalmente. De esa desconfianza nace el lamento que sabe que, el valor moral de la promesa, consiste en seguir y seguir queriendo lo querido una vez, aun cuando no se quiera ya. Entonces, el valor moral es la guerra.   

Asombroso es el carácter especular de la promesa, cuyo reflejo en el espejo, involucra a aquel a quien se promete. Un acreedor que sonríe por anticipado, obviando que, cuando se encuentre en condiciones de ejercer su derecho, el valor de la moneda se habrá degradado tanto que no valdrá la pena. En origen, el mérito de la promesa vale lo que vale el deseo instantáneo de hacerla y nada más. Y, quizás, lo que sea valioso en un futuro es la pervivencia de una personalidad que siga y siga queriendo comportarse igual sin echar mano de una obligación. En el fondo, convengamos, la grandeza moral del sonriente se debe al propósito de no tener que reclamar al deudor otra cosa que no se asemeje al deseo de éste de seguir siendo el mismo que quiere, en este momento, volver a prometer. Por el contrario, toda apelación normativa consigue un desvalimiento y un atentado contra la identidad del que prometió. Y, aunque la facultad de prometer tiende a ser un poder pacificador de la incertidumbre y de la debilidad humana, nada aporta al otro, porque o no lo va a necesitar o, si lo necesita, tampoco le hará sonreír. Esta capacidad de prometer tiene origen y destino dentro del que la profiere y, en contra de opiniones como la de Hannah Arendt, no tiene que ver con los demás en cuanto a “deber”, sino que se queda encerrada en la capacidad propia de reafirmación, de convicción o de promisión como elementos en búsqueda permanente de dar continuidad a un “yo cambiante”. Es la guerra el único valor.

El cumplimiento de una promesa trae consigo la victoria de la voluntad sobre la identidad, a quien somete y avasalla. Lejos de su aniquilación, la deja vivir a duras penas bajo arresto. Y aquella, la voluntad, erigida en poderosa señoría, la suplanta mientras de reojo se percata del destrozo que está haciendo. Curiosamente, todo lo humano que hay en el cumplimiento de una promesa tiene efectos inhumanos. Unos efectos que van desde la despersonalización hasta la esquizofrenia. Hablamos de “cumplimiento” estricto. Sin embargo, cuando la voluntad, en lugar de imponerse “normativamente” se afana en recordar el origen de la promesa, y centra sus actos en la persuasión o la seducción de la nueva identidad con el propósito de modularla y esculpirla a imagen y semejanza de aquella otra que prometió, es que está aceptando el poder apaciguador que le otorga la memoria de su felicidad. Pero aquí no actúa la voluntad como el mecanismo automático y coercitivo que dimana del cumplimiento de una norma. A nadie le interesa eso. Actúa como un ejercicio libre de responsabilidad sobre la propia identidad que, tal vez, sea lo único exigible desde cualquier ética, pero no podemos llamarlo “cumplimiento”. Lo que persigue es el retorno a la identidad con capacidad de volver a hacer la misma promesa. Nietzsche lo llamaba “memoria de la voluntad”. Yo voy a seguir diciendo que es la guerra hasta el final de los días. Lo prometo.   

 

sábado, 13 de agosto de 2022

EL LIBRO DE TODOS LOS AMORES, de Fernández Mallo.

El libro de todos los amores, de Fernández Mallo, concentra en su título todo el valor irradiante que se le exige a un título. La única objeción es que, al incluir la palabra “todos”, cualquier elenco que se consigne va a quedar corto, salvo que irrumpa la clave poética que, al subjetivar la lectura, tiende a cubrir un número infinito de ellas. Es un título “total” que, a cambio, no cierra puertas, sino que las abre, pues a partir de él quedan expuestas las incontables maneras que el amor tiene de manifestarse. Hay que decir que son incontables mientras no se pase del título porque, una vez abierto el libro, el autor va a contarlas. Así que el texto subsiguiente es un estrechamiento de la carretera. Todos sabemos que una carretera estrecha impele al conductor a ir mirando a los lados, a reducir la velocidad, a fijar la vista, a medir mejor las distancias y, en definitiva a concentrarse más. El título invitaba a salir volando y el texto a pisar la tierra. Pueden encontrarse, no obstante, metáforas expansivas o fisuras expositivas por donde desplegar un poco las alas, pero la adjetivación enumerada te devuelve al asfalto de la carretera estrecha. La estructura es como un asfalto bien apisonado y bien señalizado por el que pasear tranquilamente si atiendes correctamente toda la señalización. Ahora toca poesía dialogada, ahora su exégesis, ahora la historia repleta de símbolos atípicos, vuelta a la poesía en la que agarrar la metáfora. Está bien, digamos, si al leer prescindimos de la certeza de que se quieren explicar otras cosas. La carretera y sus meandros proporcionan las curvas, las pendientes, los baches y todo cuanto nos puede sorprender en la carretera. Por eso la estructura viaria –ensayo bastante original- es el libro o, mejor dicho, todo el libro. El autor no se propone llegar a ningún lado, sino describir lo que sale a su encuentro y se abstiene de fantasear o de crear, sucumbe a la metáfora fácil y a la adjetivación aleatoria. Le pregunto a “google”: adjetivos que empiecen por “p” (pacífico, pleno, podrido, polémico, pálido, paciente, etc.), me los da todos. No podemos aceptar sin irritación que se vayan desperdiciando títulos así.

Una cita de Anne Carson ocupa la primera página: “Puedes pasarte el día mirando estas formas verdaderas y no ver el pájaro”. Eso es porque la forma sustantivada del amor no se deja atrapar y, como consuelo, el intento de aproximación es el leve susurro de una melodía que deambula en la memoria remota, cuyo trabajo consiste, al parecer, en invadir con pátina sublime cada hecho guardado y darle una coloración refractaria que pueda hacer patente su forma adjetivada. Es decir; el sustantivo se intuye y es a lo más que se puede llegar. Ese es el pájaro invisible.

Cada una de las contorsiones del amor que se describen están puestas en relación con un aspecto de la sociedad que, naturalmente, comporta un matiz de tantos muchos con los que se pueden expresar, pero contra todas las opiniones escritas en contraportada y fajilla promocional, no se proponen como “única salida ante el colapso de la sociedad actual”. Colapso que no se identifica, salida que tampoco.  De fondo Venecia, que juega el doble papel de estancia y destino. Creo que bien escogida la localización porque Venecia es tan real como imaginaria: cuando vas hacia ella ya la llevas dentro y cuando estás dentro no puedes cesar en el intento de alcanzarla. Sea la metáfora de Venecia una parábola o una ciudad real, lo cierto es que está depositada en el agua con la delicadeza de una ensoñación.

De argamasa estructural, la sucesión de diálogos recuerda “los cuentos de Ise” de Ariwara No Narihira (siglo X), sin embargo, a veces y a diferencia de los cuentos, aparecen diálogos monologados o concatenación de monólogos autistas que, en conjunto, comportan una unidad descriptiva de la potencia que el amor ha de tener como suma de identidades completas. El amor como diálogo, parece decirnos, sólo es posible como resultado de un monólogo previo. Así, la vida separada de los protagonistas cumple con la expectativa de ambos modos: uno espera, el otro tiende a él, uno es el destino, otro el destinado y, en cierto sentido, un monólogo amoroso posee en su tuétano una vocación de diálogo. En el cuento LXXII de Ise: “Lo que de odio es digno / no es el pino de Oyodo / que espera, / sino la ola que huye / en cuanto toca la playa”, (el pino de Oyodo es ella, la ola es él), tiene lugar la quietud y el movimiento donde cada estado no puede sobrevivir sin el otro. En el libro de todos los amores: “Él le dijo: Cuando entro y salgo del surco de tus nalgas, mi piel viene de otro mundo. Ella le dijo: Amar nada tiene que ver con mirar al cielo y quedarse pasmado en las demandas de los dioses. Amar es bajar la mirada y con la punta de la lengua escribir en el orificio del deseo”. Aquí, la misma representación de un cielo que no sobrevive sin tierra y viceversa. El autor, Fernández Mallo, lo llama “amor apofenía” (hallar patrones en un conjunto de datos aleatorios), lugar en el que, seguramente, cae este análisis, pero la interrogante es, ¿No hay en el amor tantos matices aleatorios como patrones?

Que el periplo literario de la obra dedique páginas a la “inteligencia artificial”, al “tubo de ensayo”, al “capitalismo” o a la “tabla periódica”, por ejemplo, afirma que el amor es el nudo gordiano que ata todo con lazos escondidos y que, para que la sociedad pierda el equilibrio, basta con cortar la cuerda. Sin embargo, al concluir la lectura he recordado lo que le dijo Borges a García Márquez una vez leída “Cien años de soledad”: ¿No podían haber sido cincuenta?