Te vas un día cualquiera, de esos de calendario, a patearte
una tarde, pongamos de otoño por aquello de las aproximaciones con la
melancolía. Y miras, como se ha de mirar en las tardes de otoño, ya sea con un
proyecto de pasado para soñar a gusto lo que fue amargo, o con una nostalgia de
futuro, anticipando el recuerdo de una alegría por venir. Es, entonces, que el
escaparatismo hace trasbordo desde los ventanales hasta los difusos yoes de los
transeúntes y es cuando te dices que, a ese locuaz e informal sonriente no
puede salirle nada bien en la vida. Una vida que es el costumbrismo de esos
días de calendario, noctámbula por definición del diccionario de otoño. Es como
una literatura de Larra o de Galdós abultando los bolsillos de los paseantes,
donde se ha de guardar lo que no desluzca la apariencia externa, tan atildadita
para salir a la calle.
La vida se
paga con la vida, pero quien sueña demasiado, derrocha lo que luego vive ocultando
como una íntima indigencia de vida que no pudo ensamblar con lo soñado. Te das
cuenta de que en la vida se fracasa menos que en los sueños y, en todo caso, se
fracasa en secreto. Pero hay días en que los secretos, como los harapos
desarreglados de los niños al final del domingo, se salen afuera enseñoreándose,
aunque sólo visibles para los iguales, y sabes perfectamente si son fracasados
de nacimiento o fracasados de profesión. Todos, hay que decirlo, somos una
porción de lo mismo en algunos días, aunque sean de esos de calendario, y, al
comprenderlo te empiezan a señalar como a un locuaz e informal sonriente. Te
vas a casa.
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