Extraño mundo el de la distancia que hay entre tú y yo. Por
más que un engranaje mental medie como espacio entre ambos, entre los dos siempre
hay una conjunción copulativa y la más copulativa de las conjunciones. Un
espacio y un tiempo, nos es dado compartir. Sin quererlo, la simple consciencia
de que estás tiene muchísimo más poder que las distancias. Ellas, las
distancias, carecen de significación si tú no estás, mucho menos si tú no
existes. De hecho, la extensión de su campo afianza tu presencia que, como
aspiración o como destino, se hace majestuosa y hechicera, altiva, desde la
cumbre oscurecida de una noche ingrávida con tus ojos clavados mágicamente en
los míos, ya los tenga abiertos o cerrados. Estás, desprovista de eufemismo,
lenguaje o metafísica, porque no hay varios espacios, sino uno solo que nos
envuelve a todos. Así que ocupas la intimidad y la extimidad, como bañada en las
aguas del tiempo y a sabiendas de que nada circunstancial sucede, tan sólo la
existencia a modo de consuelo completo.
Extraña,
también, la versatilidad del tiempo que nos contiene, pues siendo el tuyo, es
el mío. El tiempo es el arco tensado del guerrero que prepara el destino de la
flecha, y tú y yo nos parecemos mucho a la flecha preparada: estética de una
potencia latente y desconocida. “Cuando la flecha está en el arco, tiene que
partir”. Es indiferente el destino; nos basta con “ser” y “tener que ser” para
el mismo arco, para el mismo brazo que lo tensa, para el mismo guerrero y para
el mismo tiempo del guerrero que, a su vez, es flecha del mismo arco. Pero nos
divierte el lenguaje y sus laberintos, escombro del pensamiento y hacedor de
confusiones tan hondas que parecen leyes o dogmas. A nuestro tiempo, al tuyo
que es el mío, le sobran las costuras que la filosofía le cose porque estamos,
porque somos, porque partimos…
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