miércoles, 10 de julio de 2019

Cuando la flecha está en el arco, tiene que partir.


Extraño mundo el de la distancia que hay entre tú y yo. Por más que un engranaje mental medie como espacio entre ambos, entre los dos siempre hay una conjunción copulativa y la más copulativa de las conjunciones. Un espacio y un tiempo, nos es dado compartir. Sin quererlo, la simple consciencia de que estás tiene muchísimo más poder que las distancias. Ellas, las distancias, carecen de significación si tú no estás, mucho menos si tú no existes. De hecho, la extensión de su campo afianza tu presencia que, como aspiración o como destino, se hace majestuosa y hechicera, altiva, desde la cumbre oscurecida de una noche ingrávida con tus ojos clavados mágicamente en los míos, ya los tenga abiertos o cerrados. Estás, desprovista de eufemismo, lenguaje o metafísica, porque no hay varios espacios, sino uno solo que nos envuelve a todos. Así que ocupas la intimidad y la extimidad, como bañada en las aguas del tiempo y a sabiendas de que nada circunstancial sucede, tan sólo la existencia a modo de consuelo completo.
              Extraña, también, la versatilidad del tiempo que nos contiene, pues siendo el tuyo, es el mío. El tiempo es el arco tensado del guerrero que prepara el destino de la flecha, y tú y yo nos parecemos mucho a la flecha preparada: estética de una potencia latente y desconocida. “Cuando la flecha está en el arco, tiene que partir”. Es indiferente el destino; nos basta con “ser” y “tener que ser” para el mismo arco, para el mismo brazo que lo tensa, para el mismo guerrero y para el mismo tiempo del guerrero que, a su vez, es flecha del mismo arco. Pero nos divierte el lenguaje y sus laberintos, escombro del pensamiento y hacedor de confusiones tan hondas que parecen leyes o dogmas. A nuestro tiempo, al tuyo que es el mío, le sobran las costuras que la filosofía le cose porque estamos, porque somos, porque partimos…   

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