lunes, 19 de febrero de 2024

Prensa estancada.

Hubo un tiempo, no tan lejano como para que no lo recuerde yo, en que el papel de periódico, saltando por encima de su función de soporte informativo, mostraba su condición polivalente. He visto a mi padre forrarse el pecho, por debajo de la camisa, con amplias páginas de sucesos. No puedo estar seguro de que las páginas de sociedad puedan ser tan impermeables al viento como las de deporte. Algo hace pensar que son igualmente desechables por lo que dijeron, pero aprovechables por lo que solucionan. He visto cómo se envolvían tomates para acelerar su maduración, o liar los arenques para prepararlos “a la puerta”.  ¡Qué maravillosa ocupación la de aquella prensa en el servicio de la causa!

Ya saben que “la constancia es el recurso de los feos”, pero también lo es de la rabiosa actualidad, que ni es rabiosa ni es actualidad más que para hacer el arte de una chirigota. Dicen que fulanito triunfa y que en un país muy lejano tiran bombas los fanfarrones, que ha sacado más votos Romanones y que va a subir la luz. ¿En qué diario no hay un fulanito que triunfe, un fanfarrón que tire bombas, un recibo que no suba?  Me van a perdonar si no acepto aquello de que “no hay nada más antiguo que un periódico de ayer”. Hay días en que, respondiendo a un brote de locura repentina,  me da por echar un vistazo a la prensa. Confieso que encuentro mucha más cantidad de presente en las fechas pasadas que en las actuales. ¡No hay nada importante que contar desde que Andreíta se comió el pollo! Salvando el ejercicio extravagante de algún columnista, cuya literatura hace de obús en medio de una pedrea, todo lo que se escribe es una repetición sin fin como si se hubieran puesto a la orden del eterno retorno de Nietzsche.

A la orden del eterno retorno de Nietzsche, o al consagrado axioma del Príncipe de Lampedusa: “que algo cambie para que todo siga igual”. Las portadas de los diarios anuncian la buena nueva de que el miércoles sucede al martes. Lo anuncian a cuatro columnas porque no tienen neones todavía y porque cuatro columnas hacen una geométrica muy estable para que no se nos caiga el letrero. No puede atacarse tan mayúscula verdad porque viene siendo así desde que se estableció el orden de los días de la semana. El cuerpo social que observan y del que informan está representado en la imagen de la portada del Leviatán, obra de Thomas Hobbes. Allí vemos a un Rey coronado, cuyo cuerpo está compuesto de multitud de personas. La analogía entre un cuerpo biológico y un cuerpo social es pertinente.

Las informaciones nos describen con mucho detalle el proceso digestivo del Rey, desde que mastica el primer bocado hasta que lo excreta. Nos consta la especialización de una prensa para la boca y otra para el culo. Pero esta función o este proceso biológico es siempre igual, pese a que un día ingiera nueces y otro día las uvas de la ira. Nos informan de que la suma de nuestros votos ha propiciado tal o cual digestión o indigestión. Nos vienen a decir que la guerra es el fracaso de las Organizaciones Internacionales, el fracaso de la diplomacia, el fracaso de la política. Cada vez que hay una guerra puedes con total confianza leerte el periódico que informara de la anterior guerra. Encontraremos el mismo escrito, coma arriba o coma abajo, siempre y cuando no haya sido usado para madurar tomates. Pero no encontrarás escrito en ninguno que la guerra es el fracaso de mi voto y, de paso, del tuyo. Eso es lo tremendo. Es como si, abierta la herida, tú y yo que somos glóbulos rojos, nos tangáramos de acudir a cerrarla porque un día fuimos aseaditos y peinados, tan formales, a depositar nuestra papeletita. 

La prensa, que ha contribuido a la creación del cuerpo social y al dibujo del Rey del Leviatán, ciñe su función a un proceso orgánico de consolidación de la figura que se ha quedado dibujada en la tapa. A poco que das un vistazo a las primeras páginas, o a los contenidos si quieres, vuelves una y otra vez a la misma portada. No conozco a nadie que no pueda decir con absoluto acierto qué dirá menganito o fulanito sobre tal cuestión. Estamos ante una previsibilidad de tal hondura, que se puede pensar que las páginas de los diarios se escriben tirando del cajón donde se guardan las páginas de hace dos décadas. A ver si con suerte dan con alguna de Larra. Entonces, el periódico de ayer, es un clásico que hace las veces de tensor para que el presente se nos acople o se nos acune en brazos del pasado. Nada nuevo bajo el sol.

Es la era de la actualidad estancada. Es tanto así como que una burocracia del presente hilvanara los protocolos con los que cualquier acontecimiento se condujera por el poder de turno. Todo anticipado, todo previsto. Lo periodístico de este asunto es el olvido clamoroso de que la democracia no es un sistema de llegada, sino un sistema de partida. Mientras tanto, ya no se usan ni para forrarse el pecho, ni para envolver arenques.  

 

 

sábado, 27 de enero de 2024

En defensa del cartel de Sevilla.

“Mi Cristo luce joven y bello. Joven, como metáfora de pureza: así se ha mostrado a la Virgen María en la historia del arte, casi como una adolescente. Y bello porque me remito a Platón, belleza y bondad son la misma cosa”. Con estas escuetas palabras describe Salustiano García su obra para cartel e imagen de la Semana Santa de Sevilla en 2024. Se acaba de conocer y ya ha marcado su impronta en los órganos emotivos de los puristas clásicos que polemizan abiertamente contra los rupturistas. A mí, que ignoro casi todo del Arte Sacro, lo primero que me ha creado es una sensación de ternura en lugar del terror tradicional que me inspiran los otros. Me acerco a la imagen y no soy capaz de hacer descubrimientos irreverentes. Lo que se antoja blasfemo es el temor a la sensibilidad que las manifestaciones contra el cartel indican.

Por fin irrumpe una sagaz apuesta que se sube sobre los hombros del clasicismo y lo supera, pero fijémonos en que no lo destruye, sino que lo evoluciona, lo hace humano, que era el programa teológico de Dios para con su hijo. No cabe mayor insulto de los profesantes que no reconocer al Hijo de Dios en esa obra, es decir; en el prójimo. Porque lo que el autor nos cuenta es que en el distinto está el prójimo. Y acerca el concepto al sujeto y nos lo presenta bello por desnudo y desnudo por bello. Puede ser entendido como un cartel abolicionista, desde luego. Deroga la severidad sin dulzura y la sacralidad sin humanismo. Añade una delicadeza amanerada en la figura que, a mi entender, muestra el mensaje de la ley natural que nos ha enseñado que el poder de crear es femenino antes que masculino.

Si se quiere, es un Jesús que posa para ganarse unos cuartos después de salir de las clases de economía política, o bien de trabajar como becario en una multinacional. No parece que haya tenido tiempo de pasarse por el botellón, donde seguramente tendría que difundir su magisterio. En sus ojos conserva la mirada cándida del que aún no ha sido devorado por el mercado, que es la versión moderna de los romanos manejando lanzas y látigos. Pero nada más asomarse a la balconada de las redes, la villanía ha empezado a escupirle y a tirarle piedras, duchas en seguir siendo pléyade y populacho, ignorantes de la profundidad del mensaje de amor que encarna. No parecen que sepan qué reclaman exactamente, cuando fustigan, condenan y crucifican un rostro y un cuerpo que es mucho más nuestro que los de costumbre.

El cartel intenta revocar el tiempo que nos aleja del Dios antiguo y nos propone un Jesús del presente, que tiene a bien cruzarse con los creyentes en la puerta del ascensor, en la parada del autobús, o en la ventanilla de inmigración. Presenta un rostro con expresión suave y gesto amable conforme con la condición de un Dios más comprensivo que justiciero y, por ello, más confiable. Es un hombre, sí, con relativos aspectos ambiguos que, tal vez, representen y deseen confirmar la complejidad inherente a toda condición sexual, pero tal sutileza del espíritu humano no hace más que enriquecer las perspectivas que todo Dios, por el mero hecho de serlo, está necesitado de poseer dentro de sí.

Con la sencillez profana de un lego en Arte podemos contemplar la obra sin entender muy bien qué de admirable tiene, pero no es posible sentirse ajenos a una cierta revolución explícita que promueve la obra. Y lo hace con el respeto absoluto a la naturaleza canónica del mensaje cristiano. Inserta y encaja a la perfección con todos los elementos de la tradición cofrade de Sevilla, señalando el instante de la resurrección como un nacimiento nuevo; de ahí la juventud de la imagen. Una imagen que emerge casi desprendida de las heridas del mundo terrenal, y sale hacia la luz siendo luz Él mismo. Es mucho más razonable pensar que se trasciende sin portar las heridas de la vida mortal, que arribar en la Gloria hecho un Ecce Homo, derrengado y sufrido. No en vano supera la muerte como para no superar las heridas. Incluso el “perizonium” o “paño de pureza” ha dado un giro sevillano adornando el pudor con un cierto aire Victorio y Lucchino que redunda en humanización de diseño, pues no estamos para menos.

 

martes, 23 de enero de 2024

Determinismo de las gafas.

“Nada es verdad ni es mentira, todo es según el color del cristal con que se mira”. Esta es la osadía de las gafas, su valiente función de proporcionar la realidad nítida a quienes, por su alterada visión, tienen otra perspectiva. De un instrumento que corrige la forma personal de visión -con lo que eso enriquecería el perspectivismo- a un complemento de la personalidad. De Machado y su “el ojo que ves no es ojo porque tú lo ves, es ojo porque te ve” a la filosofía de “el cristal por el que miras, te define más a ti que a la imagen que por ellas te llega”, es el siguiente paso que ya dieron algunas personas. El mundo está lleno de personas que llevan gafas, pero muy pocas gafas son las que llevan personas.

A veces te cruzas por la calle con unas gafas aisladas e independientes, rebeldes gerundios que van caminando y, sólo haciendo un gran esfuerzo, sospechas que detrás de ellas existe alguna criatura que las porta, cuando la verdad es que son ellas las portadoras. No se habla apenas de las enseñanzas coreográficas que nos imparten. Sólo quienes las han usado disfrutan del placer de mirar por encima de sus bordes, un gesto entre cómplice e inquisidor, entre seductor y asertivo que nos saca un momento del universo acristalado para darnos un respiro fuera de él. Nadie que mira por encima de las gafas se queda mucho tiempo fuera, arrecia una realidad desapacible allí, así que con rapidez vuelve el sujeto tras su escaparate.

Esa es otra de sus funciones desapercibidas, la de servir de escaparate al espejo del alma. Ya sabemos que hay ojos autosuficientes, pero no son todos. Algunos se exhiben y otros son para exhibirlos. Acostumbrados como estamos a la estrecha relación que hay entre las gafas y los ojos, olvidamos que en algunos casos muy cuidados las gafas combinan mejor con los zapatos y el bolso que con las pupilas. Tienen esa extraña virtud de trasladar su estética, cuando no su arte, al último rincón de la imagen. Pensemos en la rara grisura que nos inspiraban las gafas de Calvo Sotelo o las de Martín Villa, sin las cuales hubiera sido imposible la transición o hubiera sido mucho más divertida. O en la frescura intelectual de las gafas rosas de Fernando Savater, sin las que no hubiera difundido su magisterio, ni Amador hubiera comprendido la ética. Pensemos en toda la literatura que se debe a la mirada redonda de, por ejemplo, Valle Inclán o Unamuno, sin cuya perfección circular ni se ven los esperpentos, ni el sentimiento trágico de la vida. Hay incompatibilidades manifiestas entre el existencialismo y las gafas de Rappel, cuya estética sólo aspiraría al vitalismo, como igualmente hay una férrea sintonía entre el estoicismo y Salvador Illa o el histrionismo y el sobrinísimo Figaredo.

Hay un universo por escribir sobre la filosofía de las gafas y sobre cómo su irrupción en la historia introduce cambios trascendentes para el devenir físico de los cuerpos humanos dentro de la sociedad. Ningún intelectual que se precie puede evitar morder la patilla de vez en vez, con un gesto a medias entre la reflexión y una atención exagerada. Detrás de este paso de baile viene siempre una sentencia o una duda. Hay gafas que te visten de etiqueta como para un cóctel en Mónaco y otras son el armazón de un patíbulo de donde pende la soga que te ahorca. Tales atrevimientos del artilugio no son otra cosa que su vocación de pertenecer por derecho propio a la personalidad. Y, no sólo a la personalidad individual, sino a la personalidad del momento histórico o de la corriente artística que represente. Hay gafas que han construido al personaje mucho mejor que toda su experiencia acumulada. No hay más que verlos para llegar a la conclusión de que son personajes de autor, obras maestras detrás de los cristales y por gracia de ellos. Y barrunto que hay un campo abierto en las galerías de arte donde algún día expondrán estos útiles como expresiones de época o, tal vez, de modos de mirar la vida. Y en las escuelas de psicología se estudiarán estereotipos de temperamento, de carácter o de identidad en función de las gafas que haya usado el individuo. Junto con las corbatas, que están en claro declive moral (casi todos los ladrones la llevan al cuello) las gafas, para el hombre, son la última coquetería y, quizás el último bastión al que aferrar un amaneramiento sin estridencias. Veremos un amplio abanico de gafas terapéuticas recetadas para curar la melancolía o el descrédito logrado a base de mentir sin ellas. Hay, sí, un mundo delante de las gafas y otro mundo detrás. Del lugar en el que situemos la lupa, depende que miremos un rato por encima de ellas o que mordamos la patilla.  

 

 

domingo, 21 de enero de 2024

Yo me entiendo.

Se acepta como un hecho común la idea de que las decisiones y los actos vienen básicamente impulsados desde ámbitos emocionales. Génesis que hunde sus raíces en lugares remotos, tan dados a la indagación psicoanalítica. Estos comportamientos, una vez que la voluntad los determina, no se conforman sin acudir en búsqueda de algún argumento que los justifique. La búsqueda es en todos los casos fructífera. La necesidad de apoyar todo acto en una razón, hace el milagro de encontrarla. Lo que no quiere decir en absoluto que sea una razón irrefutable. En la mayoría de las situaciones incluye un interés personal por no someterla a falsaciones y, en la práctica, persiguen exclusivamente una validación, por simple que sea, del acto en sí. Para nada nos suena rara la expresión coloquial con la que se protegen estas razones frente cualquier ataque eventual: “yo me entiendo”. Con esta frase se intenta detener cualquier intromisión que arriesgue mínimamente el fundamento en el que se basa el comportamiento o la decisión. Siendo, en cierto sentido, verdad que el sujeto se entiende, no se escapa que se trata de un entendimiento consciente de su debilidad.

 

Pero, demos por bueno que, en el ámbito personal, la fuerza de las emociones, los sentimientos o las intuiciones, poseen un carácter argumental anclado en las leyes de la biología de tal manera que en sí mismo tienen razones que la razón no entiende. El hecho de que la naturaleza ande en medio de todos los impulsos humanos merece una confianza, así como el beneficio de la duda. Se comprende que la importancia de estos hallazgos argumentales tengan predicamento sobre el individuo que los necesita, cuando sus actos no rebasen el ámbito de lo personal.

 

Lo que, a mi juicio, carece de entidad es acudir al “yo me entiendo” para sustentar decisiones políticas. Expresión que, por otra parte, adopta fórmulas variadas, como “olfato político”, “razón de estado” o “realpolitik” entre otras. No es necesario explicar que, cuando las acciones políticas remiten a tales expresiones, llevan dentro la voluntad de eludir toda confrontación argumental. Tampoco se desea decir con ello que, en los tiempos corrientes, el método de argumentación y contraargumentación sea una práctica habitual. De hecho, rara vez asistimos a un razonamiento político que se someta a objeciones serias para cada una de sus premisas. Que se pueda aducir que todo mandatario ha de poseer un pensamiento relativo, no significa que todo pensamiento lo sea. Significa, más bien, que toda razón que motive una acción política debería haber salvado, dentro de su jurisdicción racional, las críticas necesarias que persigan seriamente su refutación y que acometan con solvencia intelectual un combate imprescindible para la validez de sus motivaciones.

 

Siempre se ha insistir que mencionada lucha de argumentos tenga lugar dentro del ámbito racional en el que se engendran. Los ámbitos racionales son círculos acotados, fuera de los cuales el argumento pierde las referencias y decae en un espacio donde queda aislado y al pairo de contraargumentos desorientados. El ámbito racional que valida el resultado de dieciséis como la suma de ocho más ocho, no puede ser atacado cuando la suma es en un sistema binario. Del mismo modo que un razonamiento que fundamente un programa político concebido para la solidaridad con otros pueblos, no puede confrontarse oponiéndole el bienestar del propio, pese a que toda acción tenga efectos no pretendidos derivados. Estos últimos tienen su ámbito de discusión aparte y, por sí mismos, requieren de atención independiente. Como la práctica política acostumbra a apoyarse en un prolijo conjunto de razonamientos, que olvida, por otra parte, que la cuantía de motivos resta siempre fuerza al principal, dando la impresión de que no es bastante uno solo, pues otorga opciones a que se suscite la controversia sobre el más débil de todos ellos. Cuando lo aconsejable, en aras de un verdadero sistema que propicie la salvación y la prosperidad de un buen fundamento, sería centrar la atención sobre la base del mejor de ellos y, sobre él, construir si ha lugar el andamiaje de objeciones.

 

La vía de comunicación que une una determinación con un razonamiento en el que apoyarse, varía de sentido, como vemos, cuando la acción es personal de cuando es política. En el primer caso, la pulsión humana busca refugio en una razón, mientras que en el ámbito político ha de ser al contrario: un razonamiento, un pensamiento o una idea debe buscar su acción que la honre. Yo me entiendo.        

 

 

viernes, 12 de enero de 2024

NADA.

 

No diré nada. Que nadie espere el cuento de la nube juguetona, ni el de la sinfonía de ningún viento entre las hojas. No diré nada de las narraciones que los dedos escriben sobre los renglones de la piel. Esto no es ningún ensayo, ni la vocación adaptativa de unos labios al lecho de otros labios. Ni siquiera el culmen luminoso de una meditación en el centro mismo del caos. No hablaré de los balbuceos infantiles de un alma enamorada. No serán pálpitos adivinatorios, ni elocuencia líquida de ninguna lágrima. No diré nada de la profundidad satánica en el salón de estar de las comodidades, ni del aire meditativo de los bosques o de la memoria de ninguna enfermedad. Nadie espere que hable el idioma de las cumbres o el de la lentitud. No diré nada del papel pautado de los cuerpos, ni del vapor que imita la quietud del espíritu. No hablaré con los dedos, ni con las escuchas. Esto no tiene sentido ni vuelta, ni siquiera es una negación o un secreto, no es para el entendimiento, ni para la verificación. No habrá búsqueda ni intrusismo, ni partículas amorosas que vayan cayendo sobre la alfombra. Nada es realidad o sombra, nada es lo escrito y no respirarán “sin embargos”, ni “aunques”, ni “peros”, ni tampoco “síes”, ni tiernas afirmaciones etéreas que huyan a través de las páginas por la persecución de un anhelo con sombrero de sustantivo. Nada es tan explícito ni tan recortado como el misterio de la nada que ama a otra nada. No diré nada, ni se intuirán poéticas encerradas llamando a la puerta de las flores, ni el café estará caliente, ni el amanecer tendrá sus hadas remetiéndose por los postigos, no habrá bailes bajo ninguna lluvia, ni el vuelo del halcón acechará las pupilas del futuro. No diré con maternal condescendencia nada de un país lejano, ni “érase que se era” a ningún galope, ni Dulcineas ni molinos, ni sabidurías hindúes, ni sabores de abuela, ni cáscaras de naranja. No trazaré renglones, ni dibujaré languideces al filo de ninguna espera, ni al filo de ninguna lectura de los mapas que las cicatrices despliegan. No diré nada de los bordados de la saliva en el roto de ninguna boca, ni del rayo que enciende la plegaria. No diré nada como “siempre” o como “nunca”: voces que abarcan el territorio imposible que invocan los amantes cuando habitan el cenit de la transustanciación. No hay nada que decir, para que no se escuche. No escribiré hoy nada como un cuerpo tangible y sólo tangible. No hay literatura en eso, ni en esto, ni en aquello, salvo que virutas sentimentales de la lectura hagan salazones que un día vengan al paladar como el recuerdo sabroso de un engaño. Nada diré del paisaje de los desconchones, ni del océano, ni de la explosión de estrellas, porque no tengo el fundamento ni la fórmula de los carpinteros, no tengo a mano el fajín de poeta, ni el birrete de los holgazanes, ni me basto con mi ignorancia, ni me sobra la belleza de veros. Por eso, no es que no quiera, es que una maldición indecible no ha dicho, que es su forma de ser maldición. No diré nada por obediencia al destino y a los sabios –si es que no son la misma cosa- y sobre el hilo de las letras se podrá caminar como un funambulista entre dos precipicios o dos vacíos, cuidando de que el anhelo se concentre en la punta de los pies y la meta no sea otra cosa que mirar el camino recorrido. No diré nada, a conciencia cierta de que la nada no es ninguna precipitación, ni invento azaroso de los eruditos con gafas académicas, sino un preparado místico de las olas bajo las faldas de la grandes montañas que continua guisándose en los pucheros del refectorio. Para cuando el guiso esté servido, ya nos habrán quitado el alambre y los vacíos no tendrán fronteras, ni la esperanza se concentrará en la punta de los pies. No diré nada decible, cuyo sentido posea el más mínimo sentido, ni por colorido, ni por intensidad, ni por hondura, ni por musicalidad, ni por ser festivo el día que se ve desde la ventana. Quizás es el hueco la razón de las cosas, mientras persiste el afán por taparlos dejando la ceguera a la intemperie. No se dirá nada porque la nada no puede decirse, pese al alambique de las peroratas y los verbos de bisutería colgados de los expositores viperinos. No hay nada que decir de esto ni de aquello, ni lo esperes de la orilla de tus ojos con sus pestañas corintias, ni de la sed inversa de querer ser bebido para alivio de tu cansancio o de la pesadumbre de no entender nada, comprendiéndolo todo. Nada.    


domingo, 5 de noviembre de 2023

UNA PARADA DE SEMÁFORO

Me he partido la uña del dedo pulgar de la mano derecha. Intenté desenroscar un tornillo de sujeción de la tiranta de la bandeja trasera del coche. Pensé sin pensar que la uña podría hacer las veces de un destornillador. Al fin y al cabo el cuerpo humano ha servido históricamente como una potentísima herramienta obedeciendo a la mente o, mejor dicho, a la necesidad biológica. Esa simpleza que hiriéndome no termina de hacerlo, pues una uña partida es una pequeña mutilación y a la vez una fruslería indolora e indiferente, tiene alrededor el conjunto de gestos que desencadenan la acción de desenroscar; la pulsión humana contextualizada en un concreto estado de ánimo del que participan un innumerable colorido emocional, sentimental y caracterológico. La bandeja trasera del vehículo es de un paño áspero y un color tosco, aparentemente elegante por el acabado enmoquetado, pero deja de serlo porque todas se parecen y, cuando algo atiende a un modelo estandarizado pierde su originalidad y su elegancia. Colocada en un coche vulgar, muy corriente, que nos llevó a ver el mar a primera hora de la mañana ha sido objeto de una fugacidad del pensamiento. El mar nunca es vulgar; esa es otra fugacidad.

No pude contar cuántos semáforos mandaron que nos detuviéramos, cuántas veces paramos y cuántas arrancamos. En algunos tardamos unos minutos en reanudar la marcha, en otros apenas una detención momentánea. Las pequeñas detenciones pueden asemejarse a pequeños buches de agua que uno toma en los oasis. Sirven para adecentarse el flequillo, mirar de reojo el móvil, observar disimuladamente a los conductores aledaños, mirar las calles por las que uno transita sin tener que descuidar la conducción, acomodar el asiento, vigilar las agujas de temperatura del cuadro de mando, jurar en hebreo si llega uno tarde al trabajo, y un sinfín de pequeñas acciones enmarcadas en el pequeño tiempo que tarda la luz verde en aparecer. Si tenemos que describir ese minuto de reloj despreciaremos detalles de todo tipo. En cambio, si vivimos ese minuto a las afueras de la descripción e insertos en la realidad, los detalles serán inacabables.

Cada instante abarca una inmensidad imposible de detallar hasta el final. La arruga declarada en rebeldía en el pernil izquierdo del pantalón azul marino, la mácula de hojarasca que furtivamente entró sin ser llamada sigue sobre la alfombrilla recién lavada. Tres cotorras juegan sobre una rama a regañarse y huyen al unísono cuando las asusta un claxon. Eran tres verdes iguales que en sus plumas no lo eran gracias a unos pequeños matices de motas blancas. Una de ellas llevaba la voz cantante, las otras dos respondían como alumnos de primaria ante una pregunta facilona del maestro. Creo que era una acacia la rama donde se apoyaban. La acacia es símbolo de perennidad y de vida eterna, eso dicen los masones. Entra un fresco agradable por la rendija de la ventanilla y pienso que ya era hora de que el clima tuviera a bien comportarse amablemente. Mientras tanto, la luz roja del semáforo continua ordenando con luz firme la inacción de los conductores. Los colores no piensan, pero mandan. Es muy parecido a lo que hace un tirano.

He hablado mínimamente de la arruga de mi pantalón y, acaso, uno puede pensar que basta, pero ese pequeñísimo matiz posee su historia y no llega a la existencia sin un transcurso y sin una concatenación de hechos que, tal vez, enlacen con la curvatura de la nariz de Cleopatra. Es la marca de mi coreografía personal, mi modo de poner la pierna cuando tomo asiento en el lado izquierdo del sofá e intento leer un rato. Para quien íntimamente conozca mis amaneramientos, la pequeña arruga en el pernil izquierdo me delataría. Serviría con claridad a un sabueso policía para resolver un crimen. No me puedo permitir estos errores, pienso. Con arrugas así debo abstenerme de asesinar a nadie. Una flexión viciada de mis piernas que, con los años, van adquiriendo aún más vicios en lugar de domeñarlos.

Unos rayos inclinados, y un tanto descompuestos por obra del parabrisas, bañan la superficie del salpicadero y hacen refulgir la indecencia que las motas de polvo guardan para desmentir la creencia de que estuviera enteramente limpio. El sol tiene sus preguntas de la mano de la luz que proyecta y le basta una mirada para desvelar un secreto guardado en la oscuridad. Hay miradas humanas que parecen soles. El cristal frontal transparenta el esbozo de una pintura de Juan Dubuffet y empiezo a creer que la mugre copia al arte cuando se siente despreciada. Ahora tomaría un papel de calcar y trasladaría la obra a un museo contemporáneo, pero no me da tiempo. Se ha puesto en verde la luz y nos tenemos que ir.    

 

miércoles, 25 de octubre de 2023

LENGUAJE FATAL

Al final todas las novelas son de terror. A la vida no le hace falta pensarse como un destino. Ya se encarga la fatalidad de ir alfombrando el pasillo hasta el punto final. ¿Pero cuántos finales tiene una vida? Venimos al mundo poniendo fin a la morada materna. Ahí se acaba una confortable estancia ya para siempre. En cierto modo es un final y, en clave emocional, el bebé lo sabe y por eso llora. La vida como sucesión de acabamientos es difícilmente abarcable. Numerosísimos actos son finales. Unos triviales como dejar cerrada esta frase; otros trascendentes como la innombrable.

De entre todos, hay un acabamiento importantísimo para el ser humano. En los primeros días de vida, el bebé no encuentra ningún modo de comunicarse con eficiencia que no sea el llanto. De repente llega un momento en que descubre que un determinado balbuceo puede sustituirlo. Un simple sonido parecido a una palabra le resulta mucho más eficaz y empieza a decir “ta, ta, ta”. Hasta entonces recurría al llanto para pedir alimento, o para cambiar de postura, o para quitar el dolor de la barriguilla. Ahora se vale de algo mucho más útil: el lenguaje. Desde el primer balbuceo se comenzará una larguísima carrera para adquirir la lengua. Dejemos claro que, desde esta perspectiva, la primera función del lenguaje es sustituir el llanto. Hablamos para no llorar o, lo que es lo mismo, para ponerle fin al llanto.

La primera palabra es el ruego, pero el primer ruego tiene forma y fondo de llanto. La segunda palabra puede ser el amparo y, en cualquier caso, ruego y amparo desvelan una incomodidad, un dolor, un anhelo. El lenguaje va adquiriendo complejidad y, sin embargo, no abandona su origen, es decir; su condición de tapadera de la herida. En algún sentido estamos al corriente de esta función cuando decimos que la palabra es curativa, pero obviamos que lo es de nuestros propios males, pues la palabra es ante todo consuelo de uno mismo porque, de no existir, nos echaríamos a llorar inconsolablemente.

Las palabras tapan y resulta lícito pensar que para una persona feliz, sin incomodidades ni deseos, sin frustraciones ni quejas, no es necesario el lenguaje para nada, porque no precisa sustituir un llanto que no existe. Las personas felices –este es un hecho contrastable- no suelen ser muy habladoras y buscan el silencio en calma. “En todas las cimas hay calma”, decía Goethe, y toda calma es ya una cima se podría decir. Quizás el silencio del bebé es la cima metafísica que se describe como “ataraxia”; un estado absoluto de intangibilidad y de bienestar en cuanto ausencia de males. Pero el ser humano es un ser hablador. En toda suerte de circunstancia se habla como primer modo de consideración del otro. También esta función ha sido eclipsada por la principal, que es la comunicación. Sin embargo, anterior a esta finalidad vemos cómo, mediante el lenguaje, aspiramos a la aproximación con la otra persona. Es, por tanto, el reconocimiento del otro un objetivo de la lengua anterior al objetivo de entendernos. El lenguaje en la persona feliz, cuyo uso no por innecesario suprime, es un amparo, como se dijo. Mediante su uso, se acerca y propicia que el interlocutor pueda hablar o, sustituyendo la expresión por categorías iguales, pueda llorar, llorar locuazmente y así consolar.

A diario vivimos bajo una abigarrada nebulosa conversacional. En la casa, en el trabajo, en la universidad, con los amigos y en esa jurisdicción abrupta que es la política, la palabra cubre el terreno de la desolación. No otra cosa son todas las manifestaciones, sino una expresión compleja de la herida original. Un político no tendría nada que decir si no deseara un mundo mejor a sabiendas de que el mundo en el que vive le molesta, le hace dolerse. Sabe que si no llora, no mama.

Incluso, cuando el uso del lenguaje es necesario para la adquisición de conocimientos, no se hace otra cosa que admitir el enorme dolor que supone la ignorancia. Otra vez tapadera del llanto. Al igual que hacemos con un bebé que llora, lo cogemos, lo abrazamos, le ofrecemos alimento, lo mecemos hasta que damos con el origen, así debemos tratar a los charlatanes, buscando el origen del llanto. ¿Cómo sería el mundo si diéramos con la causa del llanto de todos los hablantes? Hablando se entiende la gente, decimos. No es verdad: hablando se confunde la gente. Es llorando como nos entendemos. Cuando has entendido a alguien es que has entendido su herida. ¿Entonces por qué lloramos? Es sencillo: porque no encontramos palabras.