viernes, 19 de enero de 2018

Los Fracasados


Te vas un día cualquiera, de esos de calendario, a patearte una tarde, pongamos de otoño por aquello de las aproximaciones con la melancolía. Y miras, como se ha de mirar en las tardes de otoño, ya sea con un proyecto de pasado para soñar a gusto lo que fue amargo, o con una nostalgia de futuro, anticipando el recuerdo de una alegría por venir. Es, entonces, que el escaparatismo hace trasbordo desde los ventanales hasta los difusos yoes de los transeúntes y es cuando te dices que, a ese locuaz e informal sonriente no puede salirle nada bien en la vida. Una vida que es el costumbrismo de esos días de calendario, noctámbula por definición del diccionario de otoño. Es como una literatura de Larra o de Galdós abultando los bolsillos de los paseantes, donde se ha de guardar lo que no desluzca la apariencia externa, tan atildadita para salir a la calle.
            La vida se paga con la vida, pero quien sueña demasiado, derrocha lo que luego vive ocultando como una íntima indigencia de vida que no pudo ensamblar con lo soñado. Te das cuenta de que en la vida se fracasa menos que en los sueños y, en todo caso, se fracasa en secreto. Pero hay días en que los secretos, como los harapos desarreglados de los niños al final del domingo, se salen afuera enseñoreándose, aunque sólo visibles para los iguales, y sabes perfectamente si son fracasados de nacimiento o fracasados de profesión. Todos, hay que decirlo, somos una porción de lo mismo en algunos días, aunque sean de esos de calendario, y, al comprenderlo te empiezan a señalar como a un locuaz e informal sonriente. Te vas a casa.

sábado, 6 de enero de 2018

Escrito a ciegas.


           
Voy a intentar escribir a ciegas y a ver qué veo con los ojos cerrados. Mucho me temo que pasará por una vaga excentricidad de criaturita inconsistente en una mañana de reyes. Y quién así lo piense, dará en el clavo. Sin embargo, aquí en lo oscuro, amén de los sinuosos meandros de mis renglones, el asunto se pone muy negro y me está negado leer lo que escribo. “Total, para lo que hay que leer”, me digo justamente cuando la punta del renglón se ha saltado el bordillo del papel. La fatalidad de estos derrapes es que no puedes volver al rescate de las palabras despeñadas; una vez extraviadas hay que darlas por perdidas. Lo importante en la oscuridad no es lo que ves (que no ves nada), sino lo que miras atentamente para que no sea y, así, cuando fijas la vista en lo que no ves, el objeto contemplado recobra una existencia nunca vista, dicho sea con los ojos cerrados, claro.
Lo que me está resultando aleccionador es descubrir que, para hacer visible el otro lado de las cosas, baste con hacerlas invisibles y entonces ellas solas se abren impúdicamente a una luz desconocida que es la oscuridad. A veces hay que cerrar los ojos para no estar a ciegas –acabo de verlo-. Y, mientras a tientas sigo escribiendo en líneas torcidas, sin la posibilidad de volver sobre lo escrito, pienso que lo importante es estar siempre de ida y que estar de vuelta es un fracaso. Eso quería decir, antes de abrir los ojos.