viernes, 28 de febrero de 2020

AGUSTÍN DE FOXÁ -lectura para las izquierdas-.


Acabo de salir del trabajo. He venido a casa caminando y es costumbre de mi mente vagar por entre las galerías de la memoria sin dirección ni propósito.  Hoy me ha dado por recordar a Agustín de Foxá. Otras veces la caminata tiene peores sarcasmos y me he llegado a sorprender pensando muy severamente sobre Marifé de Triana. No crean que es plato de gusto tanta extravagancia. Un día, cuando me percaté de que tarareaba a José Luís Perales, tuve que coger un taxi para poner fin a tanta crueldad. A lo que iba; Agustín de Foxá  fue un escritor del franquismo, novelista, poeta, periodista, diplomático y con algún título nobiliario. Fue un franquista sobrevenido, aunque un tanto díscolo. Su fama de “vividor” fue suficientemente fundada y, curiosamente, tolerada. Sencillamente hacía gracia. Fueron muchas sus veleidades y muchos los perdones que tuvo que pedir, pero era un hombre mimado gracias a su poca vergüenza. Siempre me ha llamado la atención esa gente que tiene un don especial para hacer o decir lo que le venga en gana y caer maravillosamente a todo el mundo. Este era Agustín de Foxá.
El anecdotario franquista es riquísimo. El hecho de la existencia de censura, de penuria económica y de un dictador que concentraba todos los poderes y nadie podía hacerle sombra, es una circunstancia abonada para las anécdotas de toda clase. Si además, en ese ambiente, colocas a una persona como Foxá, la casuística se dispara. Voy a contar una de tan eminente escritor que no, por trasnochada, carece de vigencia en el sentido más sociopolítico de la actualidad. Cuentan que Franco dio una recepción en el Palacio del Pardo. Agustín fue invitado. Las copas deambularían como es costumbre en saraos y cócteles. Agustín se puso “ídem”. Se hicieron corros de próceres de la curia política que, al hilo de la relajación etílica y vanidosa, servirían a la conspiración y a la intriga como en cualquier Palacio. Foxá ya era un renglón suelto cuando le dio por acercarse a uno de esos corros en los que se encontraba el mismísimo Franco. Con voz de beodo y sin venir a cuento soltó: ¡“Su excelencia, que sepa que yo odio a los comunistas!”. Seguidamente y sin recibir atención alguna, continuó en sus tumbos alrededor del salón hasta que, de nuevo, se acercó otra vez al mismo corro: “¡Su Excelencia, que sepa que yo odio a los comunistas!”. Se dio media vuelta y siguió rondando entre espejos y tapices hasta que, una vez más, se acercó al corro y gritó. “¡Su excelencia, que sepa que yo odio a los comunistas!”. Entonces, cansado ya de lo mismo, Franco se volvió y le dijo: “Vamos a ver, Agustín, aquí todos odiamos a los comunistas”. Y Foxá, le miró fijamente y le espetó: “¡Pero yo más, Excelencia!”. “A ver, Agustín, por qué tú más”, preguntó Franco. “¡Pues porque me obligaron a hacerme falangista, Excelencia!”, y se dio media vuelta torera dejando tal lance allí en medio.
Las cosas han cambiado y por mor de las circunstancias democráticas, tal vez, estas anécdotas no se pueden repetir con la misma sabrosura. Sin embargo, en el fondo –miremos siempre en el fondo de las cosas- hay algo en esta anécdota que no es folklore y que representa perfectamente la responsabilidad que cada cual tiene para no provocar desengaños ni frustraciones que acaben engrosando, sabe Dios qué filas, sabe Dios qué bandos.  

 

 

miércoles, 26 de febrero de 2020

ANTINOTICIA


Estoy convencido de que la antinoticia constituye la realidad. Y que esta realidad es justamente lo que no se ve, lo que no se piensa, lo que no se tiene en cuenta, sino la que nos tiene en cuenta. Una antinoticia es que, con el desaire y la indiferencia de los indolentes, presiono el interruptor y se enciende la luz. Una y otra vez al cabo del día (el día es otra antinoticia), hago este gesto y muchos otros que vienen a ser el contexto de una vida corriente. Una antinoticia es Galdós, que retrata la realidad sin salirse de ella, ni por el lado de los accidentes ni por el de la imaginación. Una antinoticia es también ese Galdós fuera del foco de los aniversarios, ese que anduvo al alcance de miles de lectores mientras la actualidad no le prestaba la más mínima atención, pero que era realidad viva, contante y sonante.
Apabulla la realidad igual que al boquerón le apabulla el océano. ¿Qué será el agua?, le decía un boquerón a otro. Y nosotros andamos como los boquerones en medio de una realidad de la que conocemos partículas aisladas, pero que no dan medida del medio en el que respiramos. Cada una de esas partículas lleva en su corazón la fuerza abolicionista de la realidad y se impone su parcialidad ocultando todo lo demás, que siempre es más grande y más importante. Tal vez, para lo que estamos desentrenados es para mirar detrás de cada acontecimiento el lado antinoticia que lleva adherido. El mundo de la comunicación nos está venciendo como jamás había ocurrido, porque lleva la diabólica aspiración de convertirse en océano cuando sus límites no lo hacen más grande que una charca. El coronavirus, si algo tiene de bueno es que ha paralizado el cambio climático. Es una parálisis virtual, se entiende, porque la realidad sigue su curso al margen de los focos y los taquígrafos. Es más, la fuerza de la antinoticia viene dada por la noticia misma, que una vez se proclama anomalía da fuste a la realidad: “la excepción confirma la regla”. Y la “regla” es el contexto, la realidad, el océano.
Situados en esta perspectiva, toda la crónica política, social, cultural, etc., se erige en distracción, más o menos intencional sobre la gran masa de consumidores. Probablemente, nunca han ejercido esa función derogatoria de la realidad como en este tiempo, cuya característica ordena que, nada que no esté en las redes o en los medios existe. Y, sin embargo, la mayor cantidad de existencia, es la que queda fuera, a la espalda de la noticia o, quizás, lo que verdaderamente existe es lo que queda derogado por la virtualidad. La antinoticia es contrapunto dialéctico que se subyuga, es la pugna vigorosa que la naturaleza plantea contra la sociedad y queda aparentemente derrotada. Pero no es así. Lo que consumimos es realidad, no virtualidad. Lo que nos contiene es la parte no visible de las cosas: la salud como presupuesto de enfermedad, la paz como cubículo de cualquier alteración, la seguridad como ley conculcable, la solvencia como estatus vulnerable, la alegría como superficie serena donde pueden caer las piedras de la tristeza. Y, para tristeza, saber que, como boquerones, no nos es dado saber lo que es el agua si no nos sacan de ella y morimos de pura asfixia porque nos falte la realidad para respirar como respiramos.  
  

lunes, 17 de febrero de 2020

INTERNET


En el tiempo que fui estudiante de bachillerato y billar, las asignaturas propias del curso limitaban al norte con los libros de texto y al sur con la enciclopedia doméstica. El resto de límites cardinales, si acaso, propiciaban algún auxilio a la asignatura, pero Castilla no era ancha. Recuerdo que nos mandaron hacer un trabajo sobre “el discurso del método” de Descartes. Mis herramientas se reducían a cinco páginas aproximadamente del libro de filosofía, una entrada más bien pequeña de la enciclopedia que había en casa y el propio libro del autor a estudiar. Tuve la suerte de contar con el trabajo que había hecho mi hermana que me llevaba dos cursos de adelanto. Mi trabajo quedó perfectamente cerrado en tres folios escritos en la extraordinaria “Olivetti Studio”. Ahí quedó Descartes. Creo que me permití presumir de haber ampliado estudios, incluso.
A los efectos derivados de la obtención del título de Bachiller Superior, mis conocimientos sobre “el discurso del método”, se suponen suficientes. Tal vez, estos y otros estudios reglados no tengan otra misión que la de situar al individuo frente a una idea general de todas las asignaturas que se imparten, así lo creo. Son suficientes, por tanto, aquellos conocimientos que constituyan ventanas por donde poder asomarse y ver la larga distancia hasta el horizonte. Tampoco cabría mucho más, si entendemos que hay que dejar sitio al billar, por ejemplo. Ortega decía algo así como que hay que enseñar lo que se puede aprender. Por fortuna no se puede aprender todo y por fortuna siempre se puede aprender más. Ambas fortunas, cuando se es consciente de ellas, conforman la antesala de la actitud frente al conocimiento al mismo tiempo que da la medida de la humildad.
Hoy escribo “discurso del método” en un buscador de internet y aparecen 35.200.000 entradas encontradas en 0,48 segundos (advierto, de antemano, que mi conexión a la red es de las más lentas del mercado). Podríamos decir, haciendo malabares contables que tanto gustan al respetable, que si dedicáramos un solo minuto por entrada, estaríamos pegados a la pantalla unas 585.000 horas o bien, unos 66 años, sin apenas detenernos en el estudio de nada, sin dormir, sin comer, sin hacer otra cosa. Por eso, quizás, sea tan satánico el número de años resultante. Lo cierto es que a mi disposición tengo un volumen inabarcable de información sobre este libro en concreto. Podría dedicar, si así lo quisiera, el resto de mi vida a su estudio.
Lo realmente revolucionario es que poseo la libertad de situarme ante el inabarcable conocimiento de cualquier cosa que se me ocurra. Puedo encontrar guías que me orienten, profesores que me hablen sea la hora del día que sea, prácticas visualizadas, monografías de todas las universidades del mundo, foreros especialistas que opinan en tiempo real, textos descatalogados, descubrimientos o avances recientes o inmediatos, por no mencionar que resulta bastante fácil ponernos en contacto con autoridades de cada materia en cuestión como no había sido posible antes. O sea, que “ancha es Castilla”. Tan ancha es, que cuesta vislumbrar los límites o los efectos de este hito histórico.
Es muy visible que mi generación y la siguiente (hoy el tiempo que marca una generación es bastante reducido) no hemos asimilado todavía la parte del método que consiste en el descarte, valga el juego de palabras. Si aprendemos a desbrozar la maleza, vamos a dar de bruces en campo abierto; es decir, en una libertad jamás soñada hasta ahora, lo que nos va a resituar frente a los demás miembros de la sociedad que, a su vez, se tendrán que resituar. Los alumnos van a poder saber más que los profesores, los clientes pueden saber más que los profesionales, los títulos pueden ser papel mojado frente al conocimiento autodidacta. Estamos, pues, ante una riqueza incalculable que nos obliga a todos a hacer mejores carambolas en los billares del mundo, eso creo.  

lunes, 3 de febrero de 2020

PEREZAS


No pretendo mucha originalidad porque de febreros está el mundo lleno. Si aciertas a afinar la vista a lo largo de la historia, es como una plaga que, año tras año, invade una parte del tiempo, aunque sin muchas pretensiones porque es el mes mínimo. También de febrero se sale, como de Europa se sale. Inglaterra está que se sale y el coronavirus está que se entra. Inglaterra era el país mínimo y era a Europa como febrero a los meses restantes. Entre el aburrimiento de lo incomprensible y la angustia antiviral, no se da pie a una mínima promiscuidad deseable. Debatidos entre un “brexit” que nadie entiende y un miedo inoculado, (a saber si por algún Dios de laboratorio, o algún laboratorio de Dios) campamos de bostezo en bostezo y por ahí nos entran los virus. La mezcla de aburrimiento y angustia en la población está por estudiar. Sabemos que hay un tipo de entretenimiento que lleva en el tuétano el propósito de aburrir por más paradójico que sea. No es un aburrimiento fecundo, sino de holganza y desidia.
Vivimos confundiendo pereza y holgazanería cuando la primera –que es el pecado capital- descansa en la mayor de las desesperaciones y es, por encima de todo, hiperactiva. La pereza, corre que se las pela para huir de la cumbre de la lucidez, que es la locura. Le resulta terrorífica la contemplación y la calma creadora porque allí anida el arte, la poesía, el pensamiento y demás elevadas funciones humanas que, atisbándose, asustan a espíritus débiles. La pereza es hacer algo práctico para dejar de hacer algo importante, mientras que la vulgar holgazanería, si tiene algo que ver con la desesperación y la angustia, es porque la provoca. No hace nada práctico porque no se ha dado cuenta de lo importante y no tiene que huir de sí mismo porque todavía no se ha encontrado. Es un acierto hacer de la pereza un pecado, porque huir de lo importante, una vez descubierto, clama al cielo, aunque se propicie desde la tierra. Un pecado “civil” y un cielo “agnóstico”, naturalmente, porque lo único verdaderamente religioso es el arroz con leche que hace mi madre: es divino.     
La filosofía antigua distinguía entre el conocimiento logrado con esfuerzo (ratio) y el que es recibido por el alma atenta (intellectus) que sabe escuchar la esencia de las cosas y puede comprender lo maravilloso y lo trágico. Triste es reconocer que la sociedad nos educa para la distracción y acaba colonizando nuestra conciencia. ¡Qué más da el febrero anecdótico del calendario si lo importante es el tiempo que somos! ¿Seremos, también “tiempo mínimo? Es decir: ¿Polvos de estrella o escombros del universo? Lo más importante suele ocupar las últimas páginas de la prensa, donde se suele mostrar el despertar del alma con los suaves trazos de algún columnista que ha entendido que nada de “lo otro” tiene eternidad, y lo serio de verdad es lo que se sugiere y queda insinuado precisamente para el “intellectus”, allí donde se comprenden las razones que la razón no entiende. La humanidad ya no sabe dormir, entre otras cosas porque no despierta, que es el destino del dormir mismo. La comprensión suprema se acerca mucho al borde de los sueños, pero hay que preparar el despertar antes de dar la cabezada y, para eso, tenemos que acallar los ruidos. No nos lo ponen fácil y somos perezosos hasta en febrero. Por eso, los periódicos hay que empezarlos a leer por el final, porque es ahí donde están los principios. No se líen.