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jueves, 8 de diciembre de 2022

Exceso de realidad.

Yo creo que estamos a un paso de colapsar por exceso de realidad. Por todas partes y por todas las horas estamos rodeados de grandes y de minúsculas realidades. Es el tiempo de las cosas, de las muchas cosas, ya sean tangibles o no, pero ejercientes existenciales a golpe de presencia. Las hay en todas partes en número que diría infinito si mi mente llegara allí, pero me temo que mi mente se anquilosa ante el reto de contar lo incontable. Quizás habría que sobrecogerse por la desmesura, pero no mucho menos que por la condición totalitaria que exhiben. La realidad es una dictadura que ganó el poder de una sola vez y para toda la eternidad, pese a que nadie sepa bien qué es eso de la eternidad. A veces hay que preguntarse si la realidad mínima debería caber entre las lindes de la mesita de noche sin desbordarse. Ahí nos cabe lo justo para no tener que recuperarnos nunca de un alejandrino. Pero hasta las ensoñaciones viven en modo costumbrista y, antes de llegar al segundo verso, hay que descongelar el pan, con lo que, no sólo se descompone la rima, sino que aprendes de una vez que la vida no es de tu talla.

Ahora que todo el mundo lanza en medio de la mesa su realidad como el que arroja un as de bastos, no es bueno olvidar que el verbo ser, sólo es una forma mal dicha del parecer, cuya irónica entidad está en duda, incluso por la ciencia. Pero es que hoy cunde el hábito de olvidar lo inolvidable, apelando a lo visible de cuanto nos rodea cuando ya sabemos que cualquier partícula posee, sobre todo, una gran nada en sus entrañas. Por eso, una vocación abolicionista de la realidad puede ser tan esperanzadora como salvífica. La cena es una de las cuatro finalidades del hombre, pero hemos olvidado las otras tres. Así no se puede. Por todas partes etiquetas y nombres que no son otra cosa que absolutismos en zapatillas de paño o, peor aún: porciones de realidad que nos convierten en fragmentistas. Los anaqueles de la conversación están repletos de anecdotarios sin categorías y nadie pregunta el porqué de una galleta de chocolate y hasta resultan deprimentes los optimismos.

Lo cierto es que el peso de la realidad nos impide ver el bosque y tal tipo de ceguera solo produce lo que llamo “preguntas muertas”. Preguntas que se parecen a un tigre angustiado que busca la salida en el interior de una jaula. Es como pretender una fórmula matemática con rima asonante, o bien escribir un soneto a base de ir superponiendo raíces cuadradas. Ejemplos que sugieren la pluralidad de los mundos y que las preguntas a las cosas situadas en un mundo han de pertenecer al mismo para que la respuesta no se salga tampoco por los bordes. Otra cuestión es pensar que todas las cosas pertenecen a la vez a todos los mundos, asunto muy probable.

 Hay que trascender la galleta de chocolate, no queda otra. Y salir de la febril “cosabilidad” con la valentía de usar la razón contra uno mismo, es decir; usar la razón contra la razón misma; único viaje posible hacia las “preguntas vivas”. Son esas que planean fuera de la jaula y que comprenden que las cosas solo responden de modo completo a las preguntas que no se le hacen. Porque toda interrogación es parcial mientras no demos con la “pregunta total”.  Todo lo que no es completo es fragmento, y todo fragmento adopta una figura que parece precisa, como un recibo de comunidad o un programa de lavadora, un plazo hipotecario, un mando a distancia, un verbo en futuro simple o la órbita de un electrón. Vivimos, entonces, en medio de abundantes precisiones diseminadas como en un campo de minas, sin orden conocido y sin que nadie detenga su siembra. Al parecer, todavía quedan veredas por donde escapar de tanta realidad. Yo tengo una sobre la mesita de noche que, al abrirse, muestra el alejandrino con el que me duermo y del que no quiero olvidarme ni recuperarme. ¡Pero, caramba, qué agobio de realidad a las cinco en punto de la tarde!   

 

 

miércoles, 26 de febrero de 2020

ANTINOTICIA


Estoy convencido de que la antinoticia constituye la realidad. Y que esta realidad es justamente lo que no se ve, lo que no se piensa, lo que no se tiene en cuenta, sino la que nos tiene en cuenta. Una antinoticia es que, con el desaire y la indiferencia de los indolentes, presiono el interruptor y se enciende la luz. Una y otra vez al cabo del día (el día es otra antinoticia), hago este gesto y muchos otros que vienen a ser el contexto de una vida corriente. Una antinoticia es Galdós, que retrata la realidad sin salirse de ella, ni por el lado de los accidentes ni por el de la imaginación. Una antinoticia es también ese Galdós fuera del foco de los aniversarios, ese que anduvo al alcance de miles de lectores mientras la actualidad no le prestaba la más mínima atención, pero que era realidad viva, contante y sonante.
Apabulla la realidad igual que al boquerón le apabulla el océano. ¿Qué será el agua?, le decía un boquerón a otro. Y nosotros andamos como los boquerones en medio de una realidad de la que conocemos partículas aisladas, pero que no dan medida del medio en el que respiramos. Cada una de esas partículas lleva en su corazón la fuerza abolicionista de la realidad y se impone su parcialidad ocultando todo lo demás, que siempre es más grande y más importante. Tal vez, para lo que estamos desentrenados es para mirar detrás de cada acontecimiento el lado antinoticia que lleva adherido. El mundo de la comunicación nos está venciendo como jamás había ocurrido, porque lleva la diabólica aspiración de convertirse en océano cuando sus límites no lo hacen más grande que una charca. El coronavirus, si algo tiene de bueno es que ha paralizado el cambio climático. Es una parálisis virtual, se entiende, porque la realidad sigue su curso al margen de los focos y los taquígrafos. Es más, la fuerza de la antinoticia viene dada por la noticia misma, que una vez se proclama anomalía da fuste a la realidad: “la excepción confirma la regla”. Y la “regla” es el contexto, la realidad, el océano.
Situados en esta perspectiva, toda la crónica política, social, cultural, etc., se erige en distracción, más o menos intencional sobre la gran masa de consumidores. Probablemente, nunca han ejercido esa función derogatoria de la realidad como en este tiempo, cuya característica ordena que, nada que no esté en las redes o en los medios existe. Y, sin embargo, la mayor cantidad de existencia, es la que queda fuera, a la espalda de la noticia o, quizás, lo que verdaderamente existe es lo que queda derogado por la virtualidad. La antinoticia es contrapunto dialéctico que se subyuga, es la pugna vigorosa que la naturaleza plantea contra la sociedad y queda aparentemente derrotada. Pero no es así. Lo que consumimos es realidad, no virtualidad. Lo que nos contiene es la parte no visible de las cosas: la salud como presupuesto de enfermedad, la paz como cubículo de cualquier alteración, la seguridad como ley conculcable, la solvencia como estatus vulnerable, la alegría como superficie serena donde pueden caer las piedras de la tristeza. Y, para tristeza, saber que, como boquerones, no nos es dado saber lo que es el agua si no nos sacan de ella y morimos de pura asfixia porque nos falte la realidad para respirar como respiramos.  
  

miércoles, 17 de julio de 2019

LA MONÓTONA HUMANIDAD


A menudo se establecen y se institucionalizan categorías de mezquindades humanas que no son capaces de superar la línea de la corrección política. Esta es una suerte de totalitarismo implacable, a modo de censura y autocensura, que van adquiriendo las características de “puritanismos tramposos” y “tabúes lingüísticos”. Posiblemente, asentado este entorno envolvente, el secreto y el silencio constituyan, “una de las más grandes conquistas de la humanidad”. En el fondo de ellos no creo que habite serenamente verdad alguna, sino heroicamente. Son los que Zweig llamó “héroes secretos del espíritu”. No recuerdo exactamente a qué clásico griego atribuir su frase de que “la naturaleza ama ocultarse”. Lo estrambótico de la modernidad es que se haya virado del noble ejercicio de la búsqueda de la verdad al laborioso empleo de esconderla, con el único propósito de no levantar sospecha.
En este clima globalizado, cuando la superabundancia de información y el conocimiento-total están al alcance del bolsillo gracias al móvil, se debería haber consagrado el mayor de los aprendizajes humanos que consiste en haber aprendido a no tener razón. A poco que se observe cualquier cosa de la que digamos que es “verdad”, se desprende que una característica  principal es su movilidad. Las verdades son dinámicas y, por pura constitución, depositarias de infinitos pormenores. Una fantasía o bien una mentira son objetos acabados, terminados, sobre los que ya no caben más preguntas ni indagaciones. En cambio, imaginemos el rayo de luz que cruza del postigo al sillón y veremos con él un número indeterminado de partículas en suspensión, diminutas a nuestros ojos; pero que sometidas a análisis con métodos espectrales exhaustivos se obtiene el anchísimo universo de un continente por partícula y sobre las que eternamente pueden recaer toda clase de preguntas. En la verdad no pueden agotarse los detalles.
Por eso, el perspectivismo, como método de observación que varía la posición del sujeto sobre el objeto, deja a la “cosa en sí” intacta en su formulación estricta de realidad completa. La “hostil cerrazón de los cejijuntos y la derretida secuacidad de los boquiabiertos”, apabullan la verdad de que todos los puntos de vista –quiero decir: puntos desde donde se observa y describe la realidad- instituyen con mayor precisión una verdad que nunca se deja atrapar por un solo costado, por más empeño que le pongan en anular las posiciones que no sean las suyas. En un mundo así, es menos heroico morir por una idea que tratar de comprender las ideas de los demás; más aún cuando las ideas de los demás, por exigencias del guion, quedan expresadas en el silencio o en el secreto.