sábado, 27 de febrero de 2021

Se subrayan libros a domicilio.


 

Cuando empiezo a escribir este texto, no sé muy bien si hablar de libros o de lectores. Quizás un libro sin lector no sea libro, y hablar de lo primero es hablar de lo segundo, se quiera o no. Puede pensarse, -muchos lo están haciendo- que en realidad sólo existe un libro en el mundo y esos volúmenes que se venden o caen en nuestras manos son advocaciones. Es una idea casi religiosa del libro que tiene proporciones de verdad muy altas. Lo que me interesa de ellos en este escrito, es su munición. Todo libro lleva su tambor repleto y, más aún, de principio a fin sus páginas no son más que cananas y cananas de palabras. Toda palabra espera su momento adecuado para convertirse en disparo y, no siempre lo hace a la primera. A veces hay que salir a cuerpo de la trinchera mental en la que todos estamos a cobijo y exponerse con los brazos en cruz al fuego a discreción.

A mí los libros que me gustan son los que me disparan desde el principio. Los hay que me acribillan y todos me matan. Por eso adopté desde muy joven la manía de subrayar lo que iba leyendo. En la montaña, en el paredón, sobre todo en la carretera, suele señalarse con placas, con cruces o con flores el lugar donde alguien, injusta o accidentalmente, encontró su muerte. Mis subrayados también sirven, tiempo después, para saber dónde tuvo lugar el disparo, la herida o la muerte. Todas esas cicatrices que marcan las páginas, dan testimonio del estilo de mi lectura; van escribiendo otro relato encima del libro y es un relato que habla de mí. Queda reproducido un diálogo entre el autor y yo que se circunscribe al tiempo exacto en que tiene lugar la lectura. Pero en la relectura lo que los subrayados propician no es tanto un diálogo como una tertulia, donde nos sentamos varios. Mis subrayados representan un yo antiguo que habla a través de sus marcas y se defiende frente a un yo nuevo que también ha tomado asiento. Pero es que el autor tiene la osadía de desdoblarse en función del desdoble del lector y, a lo que dijo en aquella lectura, añade lo que dice en esta nueva. Somos cuatro en la sala.

Lo que quiero defender es el subrayado como apropiación debida y no sólo del texto. Es cierto que cada raya proviene de un criterio diferente, porque cada proyectil entra por un sitio distinto y no siempre se está en disposición de exponer la misma parte de uno. Los que entran por la razón, al cabo de un tiempo, no se reconocen como disparo y es que, lo que fue una refutación novedosa o la instalación de una nueva idea hasta entonces desconocida, no nos pilla descuidados en la relectura, y la sorpresa o la emoción desaparecen. A veces tuvimos la suerte de encontrar el argumento que nos descabalgó de alguna certeza equivocada, pero transcurrido un tiempo, esa idea se instala y se hace tan nuestra que, en el subrayado, no encontramos más que una confirmación o un refuerzo de lo que pensamos.

Otras balas entran directamente por el corazón. Las líneas que provienen de ahí, a poco que se observen, muestran el temblor del estremecimiento en el mismo trazo y, lo común es volver sobre el mismo sentimiento una y otra vez, tantas veces como se lea.  No queda en ese punto la cuestión porque, como sucede con la poesía, lo que nos conmovió un día, si torna a herir de nuevo, delata que el núcleo de lo que somos permanece inalterable, a pesar de los continuos cambios de ideas y de pensamientos. Todo lo más, es que, el cúmulo de vida que media entre una y otra lectura, haga sus estragos e intensifique lo que experimentamos aquella primera vez. Es la ubicación en el paso de nuestra vida la que hace crecer al libro en este caso. Por eso, los libros leídos y subrayados, van adquiriendo importancia con los años y nos van hablando de lo que un día fuimos, ahí alongados en el diván de sus páginas.

lunes, 22 de febrero de 2021

La soledad del cero.

Las palabras contienen una misteriosa soledad en sus entrañas. Cada una es una terrible desolación en espera de compañía. Nacen por consenso de otras palabras que convienen en la necesidad de la nueva. Es entonces la consecuencia de una natural sociabilidad, no se sabe muy bien si de la frase o de la idea. Nacen gracias a la determinación de otras y lo hacen preñadas de definición o historia. Nada más ven la luz, precisan de la compañía que las explique, que las justifique y que las destine con una misión más o menos precisa a nombrar, matizar, complementar, etc. Son entes sociales que, desprovistos de su natural vínculo, aguardan con la paciencia de una piedra el muro en el que encajar.

Una palabra, en el cercado de la cláusula de un contrato, es un punto más de apoyo para el contexto, y no tiene entidad más que por colaboración de sus compañeras. Sin embargo, aislada, está desposeída de materia sin que por ello haya perdido esencia. Una esencia que se deshace tristemente por no encontrar vasija en la que verterse. Pero en esa jurisdicción no está sola, por más que no tenga compañía, y de encontrarnos con, por ejemplo, la palabra “herencia”, no se hace visible ninguna tensión lingüística. No sucede igual para el poeta porque, para él, cada palabra es el fragmento de un verso por escribir. La palabra, así encontrada, contiene todas las vocaciones y conserva en potencia todos los sentidos, incluso los contrasentidos, pero ¡está tan sola en su misterio! Y para la palabra misma, cuando vive en la mente de un poeta, el ansia terrible de encontrar su poema es la causa de su soledad enfermiza.

Nietzsche medía el valor de cada individuo por la cantidad de soledad que pudiese soportar. Ninguna palabra que se precie soporta ninguna soledad porque desaparece. Sólo aquellas que en sí mismas contienen un poema completado o una narración ultimada, resisten el atormentado aislamiento. La palabra “muerte”, por ejemplo, es una poesía acabada, también es una biografía redonda o una novela con su presentación, su nudo y, sobre todo, su desenlace. La cortesía y el bien hacer del poeta consiste en llenar de soledad estas palabras tan plenas. Lo debe hacer con la ayuda de otras palabras que, en lugar de acompañar, asolan. De ahí su grandeza.

De algunas palabras se dice que, en su caminar, conocen la soledad del cero. Es un monstruoso vacío más allá de sí misma que, al buscarse, no solo no encuentra al objeto buscado, sino que tampoco al sujeto que busca. No es ni siquiera la “nada” porque la “nada” tiene nombre, es algo más o muchísimo menos. Son las que conocen la soledad ontológica en el desierto de las eternidades, así escritas en plural. Por eso anhelan la lírica y no para ser leídas, ni pronunciadas, ni significadas, ni mucho menos concretadas, sino para “ser nada”, propiamente sentida. De procurar que cada palabra se acerque a la soledad del cero vive el poeta, cuyo denuedo persigue sin descanso el colosal encuentro entre la nada y el sabio. Mientras, la palabra mundana, unas veces próxima al arte y otras a la vida corriente, lleva en sí sus soledades también, pero son soledades del uno o, crueles soledades del dos, y no están tan solas en su misterio, que diría yo.

 

 


domingo, 14 de febrero de 2021

CUÑALADA TRAPERA

Es conocida la mordacidad con que respondió Borges a la pregunta de cómo se llevaba con su cuñado Guillermo de Torre: “Muy bien, ni yo lo veo ni él me oye”. Con esa extraordinaria disfuncionalidad, el embroque se perfecciona, -válgame la metáfora del embroque-. En una democracia cuñadológicamente plena, tiene un sentido muy ajustado la genialidad de Borges. Lo mejor para llevarse bien es una forzosa  desconexión de algún canal de trato, y enraíza muy bien en un tiempo en el que los cuñados han arribado en la cima de la mala prensa, desbancando al “suegrerismo” clásico. Ahora es mucho peor tener un cuñado que un suegro y tiene su porqué: tener un suegro te dejaba en yerno, pero tener un cuñado te convierte en lo mismo y eso duele. Es una concreta relación emponzoñada por la política. Si tengo un hermano, lo quiero mucho; pero si al hermano le pongo detrás la palabra “político”, ya no lo quiero tanto.

Lo cierto es que hay una cuñadología institucional muy acusada. Lo normal es referir el término a las relaciones particulares, donde, a mi juicio, no cabe una simplificación de tanta enjundia. Las personas suelen relacionarse entre sí con una profundidad muy entrenada y competente. Incluso cuando las naderías “nadean” entre ellos, siempre se establecen conexiones en múltiples niveles y suelen propiciarse convergencias de cuyos hilos se entreteje la gran madeja que es la sociedad. Sin embargo, en las relaciones institucionales, para llevarse bien, uno tiene que hacerse el sordo y el otro el ciego o viceversa. La cuñadología, en este circuito por donde se va y se viene de la Administración al ciudadano y del ciudadano a la Administración, es un juego de roll, en el que cada cual pretende saber más que el otro y quedar por encima.

Lo peor del sistema no consiste en tener que “hacerse” el sordo o el ciego, sino en que la sordera o la ceguera son el “status quo” y de ellas pende el programa político en las democracias cuñadológicas. Es obvio que las opiniones mayoritarias se forman, cada vez más, sobre informaciones imprecisas y vagas. El grueso de las presiones multitudinarias tiene causas viscerales, impulsivas y deformadas. Los expertos a duras penas consiguen intercalar sus conocimientos y, cuando lo hacen, se arriesgan a un descrédito popular y a un linchamiento despiadado. Pese a que la insolencia del ignorante ha existido siempre, lo esperpéntico es que, ahora, la suma de esos insolentes conforma una opinión general que, ciegamente, será escuchada por el poder.  Y se ha pasado de un poder que era totalmente consciente de esto, a otro que actúa de oídas, siendo como es, totalmente sordo a tanta ceguera visionaria.

El culmen de esta feria de atrocidades, es la “cuñalada” trapera. Las personas somos los fundadores del Estado, los artífices de la creación de Instituciones, Leyes, Poderes, etc., que responden a la necesidad de convivencia, de protección y armonía. Lo normal sería confiar en lo que, en ningún caso, perseguiría volverse contra quienes lo gestaron. Pero la casuística doblega ese supuesto y a la entrada de cada institución han colgado la leyenda que había en el Infierno de Dante: “Abandonad toda esperanza”. No contentos con que el poder nos haya robado el poder, cerramos los ojos para no tener que verlo y, mientras tanto, él se pasea con un cubata en la mano mascullándole a la oreja de la suegra, que también se hace la sorda: verás tú qué risas. Para llevarse bien, lo mejor es no ver a quien no nos oye, y leer a Borges, siempre leer a Borges. 

 

domingo, 7 de febrero de 2021

CALDO MEDIÁTICO


H. D. Thoreau, el autor del maravilloso texto “Walden”, escribió unas frases finales a modo de testamento. Dicen así: “Quiero decir unas palabras a favor de la naturaleza, de la libertad total y del estado salvaje, en contraposición a una libertad y a una cultura simplemente civiles; considerar al hombre habitante o parte integrante de la naturaleza, en lugar de un miembro de la sociedad”. La idea no abandona una nítida dualidad constitutiva; la natural y la social. Sin embargo, hay una decantación sobre la dimensión salvaje para Thoreau. Ese deslinde entre lo natural y lo social en el ser humano es complicado y polémico. Pero no es complicada una distinción aproximada de ambos contextos y convendría entrenar algunas competencias analíticas para diseccionar una realidad predominantemente “social”.

Entre las acciones generales contra el carácter hegemónico del civismo frente al salvajismo, la más acuciante, es discriminar el “caldo mediático”. He llamado así al denso entorno que asfixia cualquier perspectiva o la condiciona, propiciando un modo negligente de evadir las cuestiones de fondo. En nuestro entorno se acumulan, con mucho más desorden que método, esquirlas minúsculas de realidades amontonadas puestas al servicio de un vértigo tertuliano que alcanza, como un  líquido oleaginoso, incluso a las comunicaciones personales. La característica más visible de ese “caldo mediático” es la conversión en categoría de la pura anécdota. Llama la atención, alerta, predispone e indigna la excepción y, con ello, queda en la más absoluta oscuridad la regla.

Hay que admitir que, lo más acertado, es pensar que ser hoy un ciudadano del mundo es ser un sujeto entrenado en la anomalía. Deberíamos, como también dice Thoreau, vivir en todas las épocas del mundo durante una hora y en todos los mundos de cada época. La invención tecnológica del libro como depósito del tiempo, ha sido una prodigiosa trampa contra el olvido que nos ha acercado bastante a esa propuesta, pero no va a ser completamente fiel. En realidad, las personas trabajadoras y esforzadas que han protagonizado la historia verdadera, han carecido de tiempo libre para contárnosla. Con tal circunstancia sobrevolando, la civilidad, lo que llamamos civilidad, ha estado imbuida en todos los tiempos de un cierto “caldo mediático”, que no es más que el relato de cómo se vive, en lugar de lo que verdaderamente se vive.

A pesar de esa constante histórica, que debería empujarnos a la prudencia en cualquier caso, lo moderno hoy es el dominio absoluto de la anécdota que, no solo se constituye en el eje director de la mentalidad colectiva, sino que en sus mismas entrañas alberga una vocación aniquiladora de las categorías y de los portadores de ellas.

La relación entre anécdota y categoría, es aquí análoga a la que hay entre dimensión natural y social. No se podría explicar, por ejemplo, cómo la fuerza de la naturaleza impone al ser humano una renovación y una evolución (intelectual, espiritual y física) a través de la juventud o de cada generación nueva, contra todo pronóstico. La idea fuerza transportada en el “caldo mediático” es, en todas la épocas con respecto a la juventud, una objeción radical (anécdota-civilidad), cuyo devenir se resuelve siempre en derrota absoluta. Y la victoria le pertenece al lado salvaje de lo humano (categoría-naturaleza). Según la narrativa anecdótica e influyente, la juventud misma es una catástrofe, un evento súbito y devastador en la historia del planeta. Pues es justamente lo contrario, pero no lo vamos a encontrar en el “caldo mediático”.