Las palabras contienen una misteriosa soledad en sus
entrañas. Cada una es una terrible desolación en espera de compañía. Nacen por
consenso de otras palabras que convienen en la necesidad de la nueva. Es
entonces la consecuencia de una natural sociabilidad, no se sabe muy bien si de
la frase o de la idea. Nacen gracias a la determinación de otras y lo hacen preñadas
de definición o historia. Nada más ven la luz, precisan de la compañía que las
explique, que las justifique y que las destine con una misión más o menos
precisa a nombrar, matizar, complementar, etc. Son entes sociales que,
desprovistos de su natural vínculo, aguardan con la paciencia de una piedra el
muro en el que encajar.
Una palabra, en el cercado de la cláusula de un contrato, es
un punto más de apoyo para el contexto, y no tiene entidad más que por
colaboración de sus compañeras. Sin embargo, aislada, está desposeída de
materia sin que por ello haya perdido esencia. Una esencia que se deshace
tristemente por no encontrar vasija en la que verterse. Pero en esa
jurisdicción no está sola, por más que no tenga compañía, y de encontrarnos
con, por ejemplo, la palabra “herencia”, no se hace visible ninguna tensión
lingüística. No sucede igual para el poeta porque, para él, cada palabra es el
fragmento de un verso por escribir. La palabra, así encontrada, contiene todas
las vocaciones y conserva en potencia todos los sentidos, incluso los contrasentidos,
pero ¡está tan sola en su misterio! Y para la palabra misma, cuando vive en la
mente de un poeta, el ansia terrible de encontrar su poema es la causa de su
soledad enfermiza.
Nietzsche medía el valor de cada individuo por la cantidad
de soledad que pudiese soportar. Ninguna palabra que se precie soporta ninguna
soledad porque desaparece. Sólo aquellas que en sí mismas contienen un poema
completado o una narración ultimada, resisten el atormentado aislamiento. La
palabra “muerte”, por ejemplo, es una poesía acabada, también es una biografía
redonda o una novela con su presentación, su nudo y, sobre todo, su desenlace. La
cortesía y el bien hacer del poeta consiste en llenar de soledad estas palabras
tan plenas. Lo debe hacer con la ayuda de otras palabras que, en lugar de
acompañar, asolan. De ahí su grandeza.
De algunas palabras se dice que, en su caminar, conocen la
soledad del cero. Es un monstruoso vacío más allá de sí misma que, al buscarse,
no solo no encuentra al objeto buscado, sino que tampoco al sujeto que busca.
No es ni siquiera la “nada” porque la “nada” tiene nombre, es algo más o
muchísimo menos. Son las que conocen la soledad ontológica en el desierto de
las eternidades, así escritas en plural. Por eso anhelan la lírica y no para
ser leídas, ni pronunciadas, ni significadas, ni mucho menos concretadas, sino
para “ser nada”, propiamente sentida. De procurar que cada palabra se acerque a
la soledad del cero vive el poeta, cuyo denuedo persigue sin descanso el colosal
encuentro entre la nada y el sabio. Mientras, la palabra mundana, unas veces
próxima al arte y otras a la vida corriente, lleva en sí sus soledades también,
pero son soledades del uno o, crueles soledades del dos, y no están tan solas
en su misterio, que diría yo.
Ontologia de la palabra
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