lunes, 22 de febrero de 2021

La soledad del cero.

Las palabras contienen una misteriosa soledad en sus entrañas. Cada una es una terrible desolación en espera de compañía. Nacen por consenso de otras palabras que convienen en la necesidad de la nueva. Es entonces la consecuencia de una natural sociabilidad, no se sabe muy bien si de la frase o de la idea. Nacen gracias a la determinación de otras y lo hacen preñadas de definición o historia. Nada más ven la luz, precisan de la compañía que las explique, que las justifique y que las destine con una misión más o menos precisa a nombrar, matizar, complementar, etc. Son entes sociales que, desprovistos de su natural vínculo, aguardan con la paciencia de una piedra el muro en el que encajar.

Una palabra, en el cercado de la cláusula de un contrato, es un punto más de apoyo para el contexto, y no tiene entidad más que por colaboración de sus compañeras. Sin embargo, aislada, está desposeída de materia sin que por ello haya perdido esencia. Una esencia que se deshace tristemente por no encontrar vasija en la que verterse. Pero en esa jurisdicción no está sola, por más que no tenga compañía, y de encontrarnos con, por ejemplo, la palabra “herencia”, no se hace visible ninguna tensión lingüística. No sucede igual para el poeta porque, para él, cada palabra es el fragmento de un verso por escribir. La palabra, así encontrada, contiene todas las vocaciones y conserva en potencia todos los sentidos, incluso los contrasentidos, pero ¡está tan sola en su misterio! Y para la palabra misma, cuando vive en la mente de un poeta, el ansia terrible de encontrar su poema es la causa de su soledad enfermiza.

Nietzsche medía el valor de cada individuo por la cantidad de soledad que pudiese soportar. Ninguna palabra que se precie soporta ninguna soledad porque desaparece. Sólo aquellas que en sí mismas contienen un poema completado o una narración ultimada, resisten el atormentado aislamiento. La palabra “muerte”, por ejemplo, es una poesía acabada, también es una biografía redonda o una novela con su presentación, su nudo y, sobre todo, su desenlace. La cortesía y el bien hacer del poeta consiste en llenar de soledad estas palabras tan plenas. Lo debe hacer con la ayuda de otras palabras que, en lugar de acompañar, asolan. De ahí su grandeza.

De algunas palabras se dice que, en su caminar, conocen la soledad del cero. Es un monstruoso vacío más allá de sí misma que, al buscarse, no solo no encuentra al objeto buscado, sino que tampoco al sujeto que busca. No es ni siquiera la “nada” porque la “nada” tiene nombre, es algo más o muchísimo menos. Son las que conocen la soledad ontológica en el desierto de las eternidades, así escritas en plural. Por eso anhelan la lírica y no para ser leídas, ni pronunciadas, ni significadas, ni mucho menos concretadas, sino para “ser nada”, propiamente sentida. De procurar que cada palabra se acerque a la soledad del cero vive el poeta, cuyo denuedo persigue sin descanso el colosal encuentro entre la nada y el sabio. Mientras, la palabra mundana, unas veces próxima al arte y otras a la vida corriente, lleva en sí sus soledades también, pero son soledades del uno o, crueles soledades del dos, y no están tan solas en su misterio, que diría yo.

 

 


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