H. D. Thoreau, el autor del maravilloso texto “Walden”,
escribió unas frases finales a modo de testamento. Dicen así: “Quiero decir
unas palabras a favor de la naturaleza, de la libertad total y del estado
salvaje, en contraposición a una libertad y a una cultura simplemente civiles;
considerar al hombre habitante o parte integrante de la naturaleza, en lugar de
un miembro de la sociedad”. La idea no abandona una nítida dualidad
constitutiva; la natural y la social. Sin embargo, hay una decantación sobre la
dimensión salvaje para Thoreau. Ese deslinde entre lo natural y lo social en el
ser humano es complicado y polémico. Pero no es complicada una distinción
aproximada de ambos contextos y convendría entrenar algunas competencias
analíticas para diseccionar una realidad predominantemente “social”.
Entre las acciones generales contra el carácter hegemónico
del civismo frente al salvajismo, la más acuciante, es discriminar el “caldo
mediático”. He llamado así al denso entorno que asfixia cualquier perspectiva o
la condiciona, propiciando un modo negligente de evadir las cuestiones de
fondo. En nuestro entorno se acumulan, con mucho más desorden que método,
esquirlas minúsculas de realidades amontonadas puestas al servicio de un
vértigo tertuliano que alcanza, como un
líquido oleaginoso, incluso a las comunicaciones personales. La característica
más visible de ese “caldo mediático” es la conversión en categoría de la pura
anécdota. Llama la atención, alerta, predispone e indigna la excepción y, con
ello, queda en la más absoluta oscuridad la regla.
Hay que admitir que, lo más acertado, es pensar que ser hoy
un ciudadano del mundo es ser un sujeto entrenado en la anomalía. Deberíamos,
como también dice Thoreau, vivir en todas las épocas del mundo durante una hora
y en todos los mundos de cada época. La invención tecnológica del libro como
depósito del tiempo, ha sido una prodigiosa trampa contra el olvido que nos ha
acercado bastante a esa propuesta, pero no va a ser completamente fiel. En
realidad, las personas trabajadoras y esforzadas que han protagonizado la
historia verdadera, han carecido de tiempo libre para contárnosla. Con tal
circunstancia sobrevolando, la civilidad, lo que llamamos civilidad, ha estado
imbuida en todos los tiempos de un cierto “caldo mediático”, que no es más que
el relato de cómo se vive, en lugar de lo que verdaderamente se vive.
A pesar de esa constante histórica, que debería empujarnos a
la prudencia en cualquier caso, lo moderno hoy es el dominio absoluto de la
anécdota que, no solo se constituye en el eje director de la mentalidad
colectiva, sino que en sus mismas entrañas alberga una vocación aniquiladora de
las categorías y de los portadores de ellas.
La relación entre anécdota y categoría, es aquí análoga a la
que hay entre dimensión natural y social. No se podría explicar, por ejemplo,
cómo la fuerza de la naturaleza impone al ser humano una renovación y una
evolución (intelectual, espiritual y física) a través de la juventud o de cada
generación nueva, contra todo pronóstico. La idea fuerza transportada en el “caldo
mediático” es, en todas la épocas con respecto a la juventud, una objeción
radical (anécdota-civilidad), cuyo devenir se resuelve siempre en derrota
absoluta. Y la victoria le pertenece al lado salvaje de lo humano
(categoría-naturaleza). Según la narrativa anecdótica e influyente, la juventud
misma es una catástrofe, un evento súbito y devastador en la historia del
planeta. Pues es justamente lo contrario, pero no lo vamos a encontrar en el “caldo
mediático”.
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