jueves, 23 de febrero de 2012

La cadera de Manuel Alcántara

A Don Manuel Alcántara, articulista de los de mayor cintura periodística y literaria, se le ha quebrado la cintura; es decir, la cadera. Son cosas del directo que nos deja cojos a los lectores. A partir (no es un sarcasmo) de este traspiés el Señor Alcántara funda el deconstrucionismo de contraportada. No otra cosa sucede cuando cae una columna. Con este derrumbe episódico no hay paisaje ni paseo de lectura que se sostenga, ni hábito que no se avenga al síndrome de abstinencia. Don Manuel, no solo escribe un vacío en la última página, sino que nos pone en la pista de que la realidad es lo que queda de una antigua imaginación, sus artículos han sido partículas de una enorme explosión de artificios lingüísticos preñados de un sentido sabio, como corresponde al sabor de un vino de reserva. Nos está sometiendo a la indagación, a la pregunta y, en definitiva, a la retórica. ¿Qué hubiera dicho?
La secta judía de los Hasidim,  cuando trata el asunto de los maestros, cuenta la anécdota de un hombre que fue a Mazeritz, no para escuchar al maestro, sino para ver de qué modo se ataba éste los zapatos. Entiéndase que no es maestro quien enseña cosas, porque una enciclopedia sería, en tal caso, mejor maestro que un hombre. Maestro es quien enseña una manera de tratar con las cosas, cada maestro es un estado vital. Los sucesos incesantes, bajo la pluma del maestro Alcántara, acostumbran al giro inteligente de la perspectiva.  Los lectores de Don Manuel viajamos a la última página a ver cómo se ata los zapatos; aunque la suspicacia de la cadera rota nos desluzca la metáfora. Quiero decir por último, parafraseando al gran poeta chino Li Po, que hasta que nos vuelvan a servir el vino de reserva, nos beberemos la luz de la luna, que es lo único que le hace sombra al maestro.

En la espera.

He querido hilvanar infinitos romances,
galopando ebrio sobre lomos de un lenguaje bellísimo,
palabras bordadas y frágiles,
envueltas en cristal sonoro o sentidos abisales,
desnudas unas veces y otras adornadas
de vuelos y cendales.

He querido soñar a horcajadas de un renglón sin final
mil jardines femeninos, dulces,
pensados para rodear la hermosura de un encuentro,
y un escuadrón de poesía escoltando el viento
que te despeine el corazón.

No he puesto dorados todavía,
ni sinfonías modélicas que llamen a los mitos
a danzar un baile principesco.
Tan solo estoy esperando en la esquina de un verso
a que salga tu nombre.

Surge.

Surge, de nuevo, en la forma difusa de las palabras.
Dice que el aire está pintado de una gama de grises espontáneos,
Que el pincel arrebata la esencia melancólica y la muerte
Para transportarla en cubos rebosantes al centro mismo de todo.

Renace y crece, de nuevo, en explosión y en batalla.
Trae un ramillete de lloros también grises y espontáneos,
Una levedad de olvido, un cuidado, un mimo.
Y trae una convocatoria a sus brazos, a su boca, a su misterio.

Compone, de nuevo, la esperanza en un silencio de baile.
Disimula una masacre de colores exiliados
Que volverán triunfantes al arco iris y a sus ojos,
Y entonces, con versos decapitados, recitaré lo que pueda.   

Poemilla para los alumnos de Valencia.

Si vieras cómo cruza la calle la primavera.
Al llegar al chaflán le da patadas a una lata
y, mientras termina el último bocado del recreo,
me mira con el asombro del otoño.
No es nada del otro mundo, pero en su mochila trae
los veranos de los castillos de arena y las ahogadillas de sus primos,
un estuche lleno de jardines y el frío del aula,
que es invierno sobre sus juguetes.
Si vieras, digo, cómo la primavera cruza la plaza
y, de golpe, queda cubierta por todas las estaciones.
Si lo vieras, a lo mejor, entonces, no sólo dispararías la cámara de fotos.

lunes, 20 de febrero de 2012

En Valencia la policía tiene porras.

            De cómo en los extremos de una porra del Estado pueda condensarse el cúmulo de mala sangre, hablarán los sociólogos severamente, que ahora lo que urge gritar es referente a la carga y descarga policial en Valencia y a la última mano que lo ejecuta. Toda motivación que justifique la saña y la cólera con que se arrea un golpetazo a un menor se fuga por la línea recta al cesto de la basura, y cuesta mucho entender qué razones, si el término es aplicable, llama a un asalariado enclenque, de sueldo adelgazado y sometido a impuestos engordados, al uso de tanta fiereza indómita contra adolescentes. Puede encontrarse cierto sentido freudiano en el simbólico uso de la porra: cada palo una cópula y cada herida una inseminación. Lo que ocurre es que, una vez más, se engendra odio, rencor  y resabio; deberían haber leído. Después el parto trae lo que puede. La reivindicación es femenina y la represión es masculina, siguiendo el símil. El dulzor del cambio y la creación está en las entrañas del grito y la denuncia. La juventud viene, el nuevo sistema se está anunciando y al viejo orden no le queda más que un ejército de porras que se están volviendo flácidas y les queda poco que derramar.
            Cambiar la palabra por el rayo sólo es asunto de Júpiter, después de sentirse cansado de saber tantas cosas y aún explicarlas. Nadie cree que les valga el ejemplo, como tampoco es creíble que anden entrenados en pensar lo que hacen; les basta una orden ejecutiva para desfogar un estado de frustración vital que debieran dirigir en sentido inverso, al tiempo, para dar luminosidad a la esperanza; aunque de momento todo sigue como una fotografía en sepia, antigua estampa de las viejas ataduras, qué triste, y cada cual en su particular pesadumbre y un tanto de colectiva indolencia. “El rico a sus riquezas, el pobre a sus pobrezas y el señor cura a sus misas”. Ni las armas ni las letras mueven un palmo su sitial del curioso discurso que pronunció Don Quijote sobre ellas; pero de eso el policía no sabe o no contesta y tampoco quién los manda, porque no se puede encontrar nobleza donde se da un porrazo a un joven que está pidiendo –aquí el bucle- que no le recorten más sueldo al que pega. No se explica, quiero decir, que por lo que cobran no pasen de descargar las porras en sus propias manos.