sábado, 4 de diciembre de 2021

ALGORITMO TOTAL

Imaginemos que los avances tecnológicos van a perfeccionarse tanto que podrán extraer del pasado reciente y, tal vez remoto, cuanto haya acontecido. Que la realidad pormenorizada de cada época, de cada espacio, de cada persona, ha quedado cristalizada en mosaicos totalmente ultimados. Fórmulas altamente poderosas accederán a los mapas y a las capas que la historia va sedimentando a lo largo del factor tiempo. Cada esquinita de una calle o de un edificio será una enciclopedia detalladísima de todo lo que sucedió en su entorno. Imaginemos también que la tecnología no sólo descubrirá los aconteceres situándolos en el espacio y en el tiempo, sino que detectará lo que cada individuo ha dicho a lo largo de toda su vida, con quién ha hablado, qué ha pensado antes de hablar, qué ha sentido, cuáles han sido sus emociones, cómo han intervenido éstas en su pensamiento. Podremos saber con una búsqueda sencilla, a golpe de clic, las razones o los elementos que han ido interviniendo con mayor fuerza en la formación de una idea, de un apasionamiento, de un amor. Sabremos desbrozar un abundante trenzado de líneas selváticas que constituyen el amasijo de elementos determinantes de nuestro comportamiento y del comportamiento de los otros y, también, del comportamiento colectivo. A los menos románticos les valdrá la maquinita para ir alejando la culpa de algún ídolo o de sí mismos y se afanarán en seguir alguna línea influyente hasta alcanzar un punto de confluencia que les satisfaga. En cambio, a los más románticos, les valdrá para mostrar el rostro de su alma ante el primer cruce de ojos con su amada o amado. Les valdrá, digo, como artilugio garante de las verdades más elementales del corazón y que, por costumbre siempre han sido abandonadas a la decisión azarosa de las margaritas. Sabremos que nos quiso sin recurrir a los pétalos. Pero sabremos, también, de los sentimientos impostados, de los impuros, de las ideas prestadas y los comportamientos interesados. Sabremos que nos quiso, sí, pero que fue un querer reactivo a la composición bioquímica de una determinada hormona, cuyas emanaciones han venido destilando una suerte de historias bélicas entre familias religiosas, o ideológicas, o étnicas que conforman nuestro ideal reproductivo para el mantenimiento de un equilibrio global que incluye todo el universo. Sabremos que somos presos de un determinismo cerril que, lo mismo que propaga una epidemia, pone toda su voluntad en el embeleco dulce de los ojos que enamoran. De modo que conoceremos que el enamoramiento venía teledirigido desde la misma formación del mundo y que, una vez cuajado en el gesto mínimo que para la historia cósmica es el beso, contendrá, mientras nos abandonamos al entramado de labios, lenguas, salivas y pasiones que tenga lugar, las claves de todo el porvenir. Imaginemos, entonces, que por culpa del “algoritmo total” no habrá cabida para las libres y pequeñas amistades particulares entre tu cuello y mi boca. En ese mismo instante en que quede abolida la libertad a manos de un decreto tecnológico irrecurrible, habrá que inventar una energía subversiva. A mi parecer, esa energía sólo puede provenir del deseo o de la risa. “El deseo florece, la posesión marchita todas las cosas”. La risa, con toda seguridad, desarmará las reglas incalculables de la fórmula sabelotodo, porque la rebeldía de la risa, además de traer otras lógicas superpuestas, es su fuerza expansiva y contagiosa. Aunque esto es sólo el deseo simple de reír que el algoritmo maldito ha descubierto y que, imaginemos, forma parte de una imaginación ordenada por millones de pequeñas circunstancias confluyentes que, si no fueran tan indeseables, darían risa y eso es una cosa muy seria, ¿no creen?     

 

martes, 19 de octubre de 2021

Premio Planeta a Carmen Mola

La realidad no permite hacer descansar una mirada estupefacta. No teníamos bastante con saber que, en cuanto abres los ojos ya no vuelves a cerrarlos nunca más, sino que el asombro es uno y perpetuo. “La Bestia” de Carmen Mola gana el controvertido Premio Planeta con una extravagancia en la barriga. “Extravagante” proviene del verbo latino “extravagari” (errar o vagabundear fuera de los límites). Parece que va a ser indiferente si se trata de unos asesinatos como pretextos para una novela histórica o un ejercicio literario de valor estilístico encomiable. Con estas circunstancias tan prosaicas que merodean el concurso, la novela está sucediendo fuera de la novela. Vagabundea la historia fuera de los límites que el libro marca. Jorge Díaz, Agustín Martínez y Antonio Mercero ya son personajes de una valiosa historia a disposición de cualquier novelista.

Es un relato que, con la excusa del Premio, sacrifica la literatura tanto como reputa el sentido comercial de la firma. Eso no comporta ninguna sorpresa tratándose del Planeta. Que sean tres los autores de una obra hace recordar el chascarrillo de Agustín de Foxá sobre el matrimonio: “es una carga tan pesada que hay que llevarla entre tres”, decía. Para añadir “chicha” al asunto, tres hombres, cuyo número no puede aspirar a la paridad por pura ley matemática, se solapan bajo el nombre de una mujer. Les hacía falta el punto femenino por aquello que no le pasó desapercibido a Goethe: “lo eterno femenino nos impulsa hacia lo alto”. Y, viendo la cuantía del Premio, no podemos decir que no ha sido un gran impulso, aunque dividan un lamento entre tres para recordar a Descartes cuando aseguraba que “una obra escrita por un solo individuo es siempre mejor que una escrita por varios”. Un Premio repartido entre uno es siempre mejor que repartido entre tres, de ahí el lamento.

También habrán querido dejar patente que se necesitan tres hombres para escribir como una mujer, pero el experimento se las trae. Si escribir, como decía María Zambrano, consiste en defender la soledad parece que, en este entuerto, no hay defensa que valga porque la soledad es un paisaje humano que no admite intromisiones. No es concebible que salgan renglones dóricos cuando se lleva ya un párrafo corintio y algún otro jónico.  Y, aunque cada estilo aportara su virtud: fuerza, sabiduría o belleza, con un alma se basta el Arte para ser infinitamente humano. Lo otro es jugar, como han declarado ellos, pero con el arte no se juega como no se juega con ningún parto. Hay en cada obra una extraordinaria exposición humana propia de un tremendo proceso de sangrado, expiación, sacrificio, superación y pensamiento que, a poco que intervenga un mínimo consenso, queda desposeída de autenticidad. Sin esa ingenuidad todo lo que puede quedarnos es pura técnica que aspire a fabricar sonetos perfectos escritos desde una inteligencia artificial. ¿Diremos que es también artificial la emoción que provoquen?

De la italiana anónima Elena Ferrante se dijo que “lo maravilloso de no conocer su identidad es que te puedes centrar en sus novelas”. A mi estupefacta mirada, lo que le parece maravilloso es justamente lo contrario, que por conocer la identidad o identidades de Carmen Mola, uno puede centrarse fuera de sus novelas en un relato fantástico que no tiene nada de fantástico, y que me está provocando la idea de recomendar que lean la obra de tres en tres, como está mandado.   

 

martes, 24 de agosto de 2021

DE HUEVOS Y CÁSCARAS.

Uno de mis maestros más entrañables ha puesto un huevo. En su día se hizo famoso el de Colón, que no es más que una formidable prueba de sentido común. Pareciera que es cosa de gallinas, pero la realidad es que hace falta ser muy maestro para traer al mundo alguna cosa con toda su cáscara. Mi maestro entrañable, a fuerza de pasarse la mano o el ala por la cresta a modo de pensador gallináceo, tuvo una sensación en la boca del estómago muy sugestiva. Ya sabemos que el estómago de un pensador gallináceo está recubierto de paredes de uralita y pinturas rupestres. En ese entorno es fácil –pensarán ustedes- augurar que uno está a punto de poner un huevo. No andan muy equivocados, lo difícil es el mantenimiento de la uralita y encontrar quien la repare en fin de semana.

 A pesar de las buenas condiciones, engendrar un engendro no es cosa de cualquiera porque se necesita, como le ocurre a cualquier huevo, tanto trato con el mundo exterior como con el mundo solitario-solidario. El resultado va a depender de la alimentación, como todo el mundo sabe, del estado físico y psíquico del portador y, sobre todo, de una ridícula conciencia de gallina sobrevenida, vedada para la mayoría de los mortales. En general, hay una rima latente en todo pensante entre la alimentación y las pinturas rupestres del estómago. Cuando descubres que esa rima es consonante –palabras de mi maestro entrañable- te conviertes en ponedora. Para ese desenlace tan fecundo no es suficiente la ingesta de pequeños gusanos y larvas, lombrices, babosas, arañas, etc…, que son la base natural de la formación fisiológica de cualquier cerebro original, hay que añadir la medida justa de cocina “gourmet” que se presenta en sacos de “pienso”.

Con todo, mi maestro entrañable, describe el proceso de elaboración y puesta del huevo como algo todavía más complicado que lo expuesto aquí. Los poetas saben cuándo la línea de un cuello rima con erotismo sin acudir a la métrica ni a la gramática. Mi maestro entrañable sabe que, al igual que toda palabra precisa de su silencio, cada alimento precisa de su ayuna. Pensar y saber lo que uno piensa de verdad no es posible si únicamente se acude al pensamiento ajeno y no adquirimos la habilidad de aislarlo y expulsarlo de los recodos que los nuestros genuinos albergan. En cada pliegue de nuestro estómago de uralita hay briznas de amianto contaminante y venados heridos en las pinturas por flechas que no hemos tirado nosotros. El flujo incesante del pensamiento ajeno, unido a la pirotecnia publicitaria que se ha erigido en magma cultural para la incultura, posee el diabólico efecto de detener y ahogar los pensamientos propios. Según Schopenhauer, que es maestro sin ser entrañable, “…el sistema de nuestros propios pensamientos y conocimientos pierde su unidad y su conexión permanentes cuando con tanta frecuencia los interrumpimos arbitrariamente para hacer sitio a una serie de pensamientos totalmente ajenos”.

Por eso, poner un huevo, se ha convertido en una extravagancia exquisita y al alcance de muy pocos. Hay que quitarse la memoria de debajo de la cresta y encumbrar el cacareo a cima absoluta, como si fuera el ejercicio espiritual de una ayuna lingüística en pro de un vacío fecundo (lo de Cantó es otra cosa, no confundir). Paralela a tal rareza corre la suerte de saber dónde encontrarlos una vez puestos. Si no fuera porque los impostores han aprendido a imitar la cadencia de los cacareos maternales, sería fácil, pero distinguir un huero de un fecundado es casi imposible a simple vista. Y a todos hay que quitarles la cáscara.     

     

 

jueves, 20 de mayo de 2021

PREGUNTAS

 

Yo creo que cualquier pregunta lleva dentro la obligación de atenerse a la respuesta. Incluyo aquellas que se formulan como preguntas retóricas. Hasta hace poco, este sistema binario de preguntas y respuestas respetaba la entidad de cada una de las partes de la ecuación; usted pregunte lo que quiera que yo responderé lo que me dé la gana. En tal lid, ambos contendientes son libres o, al menos, deben serlo. La callada como respuesta siempre ha sido una variante consecutiva que mantenía sus diferencias con el silencio. La callada viene a ser una pared que devuelve la pregunta a su sitio con la finalidad de que se replantee. El silencio, en cambio, anula la pregunta misma. En lenguaje taurino, la callada es un capotazo y el silencio una media verónica. 

La cortesía de una pregunta estriba en no condicionar la respuesta y, mucho menos, invadirla. Hay razones de elegancia conversacional para mantener acotados los terrenos de una parte y la otra. Pero, más allá de manierismos aparentes, la esencia de una cabal comunicación exige que ambos parlantes encuentren puertas abiertas y espacios ventilados. No es ya una cuestión  de educación, sino de utilidad. Lo que resulta adecuado para una pregunta será obtener la mayor calidad de respuesta posible. Y entre las de mayor factura están aquellas que se vuelven de nuevo interrogativas o, en el más excelso de los casos, estarán las cuestiones que se reformulan de diferente modo. Puede pensarse que existe sólo una pregunta en el mundo y las demás son meras modulaciones. En algo parecido consiste el método científico de falsación que propuso Popper.  Para los buenos conversadores, la trabazón continua entre los dos miembros de la dialéctica se vuelve tan esencial como la postura, cuya inclinación coreográfica ayuda e impulsa un significado lo más completo posible. Ningún científico permite una respuesta cerrada a su pregunta. Eso los reputa como buenos conversadores, tal vez los únicos que queden. 

Las nuevas generaciones, tan imbricadas con la revolución tecnológica, han crecido en el laconismo radical que propicia el tipo test. No pueden recordar, como yo, el consabido “razone su respuesta” y análogos requerimientos para que uno se pudiera expresar “ad libitum”. No es nada despreciable el efecto reductor que se impone masivamente a partir de nuestras relaciones con la informática, cuando es usada con tal propósito. Los ordenadores no quieren largas conversaciones de salón, tal vez no puedan procesar los meandros del pensamiento ni sus ironías, ni quieran prepararse para nada que no sea trazar un diagrama arbóreo que les facilite una clasificación. Desconozco si la adaptación a tal sistema puede traer parabienes o, en cambio, comportará un esfuerzo empobrecedor. Hay razones para ambos efectos, supongo. Entre los más aplaudidos se encuentran los efectos que tienen que ver con la rapidez para, rápidamente, dejar de ser aplaudidos. La lentitud, tan velozmente añorada por perdida, sale al final victoriosa del lance. Tan pronto ha desaparecido del negocio como ha desembarcado en el ocio. En un lado pesaba, en otro aligera. 

Sin embargo, es fácil reconocer una intencionalidad diabólica en el uso de la tecnología para hacer preguntas. No hay formulario que no minimice una respuesta. Las quieren mínimas. Las más respetuosas ofrecen un elenco de tres opciones. Otras reconocen abiertamente que se ha de señalar la menos falsa o la que sea más correcta de todas. Es un ardid que descuartiza el desarrollo intelectual de cualquier pensamiento como de cualquier narrativa. Eso sin desatender el desprecio que recae sobre los fundamentos, expulsados de toda razón. Lo más seguro es que haya una pretensión de adaptar lo humano a la máquina, en lugar de al revés, y detrás de cada respuesta no haya ningún  humano recibiéndola. A mí, como siempre, me parece que no hay ninguna información en un “sí” o en un “no” si se le compara con un “depende”. 


lunes, 26 de abril de 2021

Tirando a dar.

Ojalá pudiéramos detenernos a improvisar sobre los versos que Góngora ponía en boca de un canario enjaulado que había en mi casa, o sobre la conjugación de la rosa y su espinar en gerundio, o sobre los enjambres febriles que atiborran las colmenas del transporte público sin apenas dejar mieles, o sobre las cinco patas de un camello que le apareció, sin saber cómo, a un cuentista en una plaza de Tánger. Ojalá pudiéramos plasmar el arrebato fluyente de una imaginación sin tantanes que, desde cualquier esquina, nos marcan el ritmo y la gravedad de sus voces. ¿No notan que la música de la realidad, en estos días más que en otros, son jadeos de la tierra, cansada de soportar tanto imbécil? Maldigo la hora en la que la poesía tiene que agarrar sus armas y sus caballos, y con sus soldados cabalgar en busca de un campo de hedores resplandecientes. No es en absoluto su hogar, pero ha de salir a defender el paisaje; la llanura que es la decencia, el bosque que es la pasión, el océano que es la profundidad, el horizonte que es la utopía, el alba que es la consciencia, el crepúsculo que es el modo de oración de cada día, las montañas que son las almas, y la belleza, la invasiva belleza que pone el aire sobre toda la materia y sobre todos los fondos. Nos están conquistando la plaza, están poniendo sus picas y sus defecaciones en los huecos que habíamos dejado para el adorno. No hay descanso, pues. No se pueden rendir las plumas ni arrodillar los versos, ni ¡maldita sea! mirar lo que la vista alcanza sin el tropiezo de una fealdad a cada paso, a cada tramo. Se nos están llenando las aceras, los parques, los pupitres, las tribunas, los papeles, las azoteas, las alcantarillas, las orejas, los viajes, las oficinas, los ojos y los bolsillos, se nos están llenando, digo, de neutrales. “Maldigo la poesía concebida como un lujo / cultural por los neutrales / que, lavándose las manos, se desentienden y evaden. / Maldigo la poesía de quien no toma partido hasta mancharse”, dijo Gabriel Celaya.   

Ningún bueno, en el buen sentido, deja en su caminar su condición de poeta. Los hay de toda clase de sencillez o, lo que es idéntico, de humanidad. Los hay que escriben con la misma mano que cuidan, los que escriben mientras escuchan, los que escriben mientras enseñan, los que escriben poesía cuando arriban la persiana de su tienda, los que cumplen, los que abrazan, los que no se arredran… Pues nada le es ajeno a la poesía que no provenga de la belleza de ser humano. ¡Somos casi todos! Y tenemos a punta de lengua, a punta de palabra y a punta de poema, el trazo dispuesto a surcar un renglón tras otro en el que ir sembrando las rimas y las medidas, al tiempo que señalando las malas yerbas. Ya no hay tiempo que perder, no me asusta decirlo, el silencio ya no es inocente, ni la indolencia es encubridora. No existe una trinchera intermedia, no hay árbitros, no hay tierras de nadie, no hay templanzas. Hay que detener la fealdad y la fetidez, la insolencia de los vacíos y la tibieza de los bobos. Por suerte han salido de sus madrigueras y se lucen en abierto, con sus bocas abiertas y sus odios abiertos y sus tripas en la mano y son reconocibles y están ahí y yo sé quiénes son y tú también sabes quiénes son. Hay que sacar los cañones de flores, los escuadrones de mariposas, las legiones de música, los tanques de colores, las metralletas de besos, las alambradas de manos, los acorazados de fruta, los fusiles de razón y tirar a dar, siempre tirar a dar y no fallar ni una.  

 

lunes, 19 de abril de 2021

Ayuso bajo Umbral.

 

No es extraño que en España, dado su pintoresquismo, se nos hagan visibles las caricaturas que deambulan en los umbrales del escenario natural de la Corte. Personajes siempre hay que actúan con muchísima más enjundia que los actores principales. Salidos de la pluma póstuma del insigne Umbral, continúan haciendo méritos narrativos en el imaginario de aquellas sus columnas. Ayuso es uno de esos valleinclanescos tratados con aspiraciones a tardofranquismo, monja-alférez, Pitita Ridruejo y Sor Jerónima de la Cruz. Me da en la nariz que Paco Umbral está dictando “su libro” desde más allá del programa de Mercedes Milá. Y nos está deleitando con una figura que mejora en mucho la realidad. ¡Qué no daría yo por leer lo que tuviera que decir Umbral sobre Ayuso! Lo que es de justicia es reconocer que tenemos personaje. Y teniendo personaje, se tiene relato, novela, poesía y ensayo. Las columnas, decía Umbral, son una suerte de género en el que el escritor sacrifica parte de un ensayo, parte de la lírica y parte de la actualidad, pero quedan señales de todo ello.

Mirado así, Ayuso nace como columna propia, renunciando al fundamento de lo que representa y sin menoscabo de lo representado. Pierde los argumentos como un coche rechoncho pierde el aceite por la culata, sin que le roce lo más mínimo ninguna contradicción, porque ese no es el juego que se trae, si es que se trae alguno. A ella le basta con que el coche le lleve a donde quiera, atascos incluidos. En España no queda ya nadie que le ponga atención a un argumento, ni falta que hace. Eso lo sabe Ayuso sin haberlo aprendido, de pura sabiduría socrática y asilvestrada. No tiene más que darse un paseo por taquilla y los espectadores, tan voyeurs como han sido siempre los lectores de ABC en el parque del Retiro, se le agolparán para pedirle un autógrafo, como el que se encuentra de golpe y porrazo con Eva Perón en la cola de la verdulería.

De su donaire folclórico le queda, como resbalado, una pátina lírica que la expone entreverada de Lorca, con perdón del Federico que la padeciera, y sin llegarle a la suela de los zapatos a Yerma, pero sí a Margarita Xirgu en el papel de madre de la novia en “Bodas de sangre”, porque su actuación se la está creyendo desde el primer instante, como figura maternal que no deja de oler nunca una tragedia. Ignora que la tragedia es ella. Cerril, negra y tupida, puede sonreír cuando propone una caña y, ya se sabe lo que ocurre en este país de bares cuando se nombra la caña; que todos pican. A la charanga y la pandereta le hacía falta una bailaora descalza de la que se dijera lo que se decía de Lola Flores: ni sabe bailar, ni sabe cantar, pero hay que ir a verla. Su figura es un acontecimiento, un hito, un subgénero en el género de Madrid.

Es el pasado el que, con ella, vuelve a la moda, al presente. Nos quejábamos de la memoria histórica, y resulta que nos está devolviendo el blanco y negro. Da igual el bando, porque para pasar por miliciana hay que admitir que posee el punto rebelde al que le viene estupendamente el color republicano pintado en gama de grises. Posee esa mirada retrospectiva que lleva en las pupilas el velo negro que le cubría la cabeza y los collares a doña Carmen Polo y, para colmo, nos trae la comisura pícara de una corista del teatro chino. En política no se ha visto ninguna Isabel tan completa desde Isabel la Católica y, aquí estamos, pensando todos los días: ¡si Umbral levantara la cabeza!  


domingo, 18 de abril de 2021

La erótica de la estafa.

 

Ahora que todos somos enmascarados y que la inercia histórica nos tapa la boca, estamos en mejor disposición que nunca para hablar sin ser notados. El tapaboca es tan solo una modulación del ser del mundo humano. Ni siquiera es un accidente, sino una metáfora social. Por eso hay que aprovechar las distorsiones de voz en beneficio del anonimato para dejar caer, como el que tose nerviosamente, que cada época contiene su estafa. A cada generación le tocaría destruir los prejuicios de la anterior y, no solo desintegrar un átomo. Sería enormemente instructivo conocer qué dirán de nosotros, pasados unos siglos si, por circunstancias, los timos de nuestra época no se hubieran acumulado a los suyos. Todavía nos cuelga en nuestro tiempo el principio activo del romanticismo, que es el enamoramiento como forma homeopática del amor. Y seguimos aquejados de sus efectos secundarios, aun cuando no debieran haber aparecido. No nos deshacemos de ellos porque, antes de que el romanticismo nos hiciera tocar la lira, fue la biología la que nos hizo poner los ojos en blanco. Así es que no se puede.

Siempre, como diría Nietzsche, resulta difícil romper un lazo, pero cuando se hace, en su lugar crece un ala. No se asusten los impíos, porque para la literatura las alas pueden crecer en los adentros adonde tantas expediciones habría que hacer, una vez nos hubiéramos provisto de la debida escolta. La historia nos pone grilletes, secuestrando con la animosidad de un delincuente cada tiempo y cada idioma. El patriotismo, por ejemplo, es una forma de nombrar al imperialismo, un eufemismo que tiene que ver más con el abuso de lo mío que con el uso de lo nuestro. La verdad es un subterfugio de moralistas, intelectuales y políticos para encumbrar la mala prensa que tiene la mentira, como si cada mentira no tuviera dentro su carga de verdad o cada Quijote no tuviera su Sancho, o cada Madame Bovary su Madonna.  El bien es una intención, nada más, en boca de quienes entendemos bastante mal casi todo. La honestidad, es una oportunidad de ganarse aplausos y hacer triunfar la vanidad por encima de todos.

La historia, en sus etapas, necesita sus parábolas y sus símbolos, por eso los crea. Nos corresponde a todos saber que son teselas de un mosaico, casi siempre dialéctico y fracturado, oponiendo un bien a un mal, un blanco a un negro, en una composición binaria demasiado boba. Esas terribles y funestas cuotas de la mitología histórica, que fracturan con total negligencia la realidad, sólo provocan una producción enfermiza de ideologías. Y los extremos, me tocan. Ser demócrata es una manera milagrosa de ser bueno. El totalitarismo ha engullido todos los males y nos proporciona la gran coartada para subsistir en el terreno angelical y decente. Ser demócratas nos blanquea. Como a nuestros propios ojos, nos blanquea sentirnos víctimas, que es una manera impuesta de evitarnos la consciencia de que simplemente somos espectadores, cuando deberíamos ser protagonistas. La realidad no es ya poliédrica, sino “infiniédrica”. De otra manera habría que sucumbir a las palabras de Adorno que dijo literalmente: “escribir poesía después de Auschwitz es un acto de barbarie”. Menos mal que, pese al fundamento de la idea, no se ha sucumbido a su onda expansiva, porque es verdad que Auschwitz es el mayor atentado contra la lírica jamás perpetrado. De todo se deduce que los fundamentos no son nunca unívocos, como una sola columna no puede sostener un templo. Y, luego, para no dejar de tocar la lira, aunque en la partitura se mezclen las notas de todos los sonidos de la orquesta, cada cual que escoja su instrumento. Todas las notas hieren, la última nota, mata.  

lunes, 12 de abril de 2021

Literatura en la Red.

No sé si sucede en otras culturas o en otros países, pero por esta parcela de Europa seguimos practicando la siesta y la tertulia como dos modos distintos de acabar una comida. Ambas formas, bien miradas, persiguen el único fin de distender durante un rato las rigideces del horario. De igual manera que el pequeño sueño puede llevar nuestro pensamiento hacia lugares y relatos inconsistentes, la tertulia es un modelo excepcional para hablar de todo y no hablar de nada. Esto último se comprende muy mal por los extranjeros. No acaban de entender que en una tertulia no haya un orden del día o un tema preestablecido. No saben que la esencia de una reunión así, es precisamente el desorden y la anarquía, sin que lo dicho por cualquiera sea jamás tenido en cuenta, bien en la siguiente tertulia o, incluso, en la siguiente intervención. Cualquier tertuliano tiene tantas oportunidades de desdecirse como intervenciones tenga y, en última instancia nada queda registrado ni cerrado.

En el curso de una de esas tertulias o, quizás, en el curso de alguna siesta, alguien tuvo la osadía de hablar sobre la literatura en las redes sociales. Y, entre libaciones de gin-tonic o, tal vez, entre voces de documentales de la dos, se oyó decir que fulanito era un vanidoso y que, pagado de sí mismo, se creía más de lo que era. Inmediatamente deduje que ignoraba lo que es un escritor y una red social. Vamos a ver: la argamasa con la que trabaja un escritor es la vanidad, sobre todo los poetas. ¿Qué puede escribir un poeta si no cree de verdad que es el mejor poeta del mundo? ¿Acaso un escritor se puede permitir pensar que lo que escribe ya estaba escrito antes, o que lo que dice es ya sabido por muchos? Y en tal supuesto, ¿no estará convencido de que su manera de decirlo es la mejor? Ciertamente esa vanidad es el escalón necesario para salir a la palestra, es decir; darlo a conocer como escrito, novela, poema, ensayo, etc.  

Si un escritor de antes hacía descansar parte de su recompensa espiritual en el anhelo de saberse entendido por el corazón tímido de un lector lejano, hoy, con la inmediatez que las redes propician, a duras penas nos damos cuenta de que existe aún esa especie y no nos permiten verla. Lo corriente es la exhibición y algo así como el “buenrollismo literario”. Este enjambre propiciatorio de “likes” y “corazones” constituye una tupida red laberíntica de confusiones y, por supuesto, la manifestación más superflua de que queremos que nos quieran. Para eso escribía García Márquez, así lo dijo. Se podría decir que hay un tanto más de vanidad en querer que nos quieran que la que hay en querer querer. Sin embargo, la vanidad del escritor tiene de antemano todas mis indulgencias, aunque sólo sea por aquello de que lo que nos hace tan insoportable la vanidad ajena, es que hiere la nuestra. ¿Se habrá entendido que no quiero que hieran la mía?

Benavente contaba que un viejo escritor decía: “No hay duda, estoy en plena decadencia; ya no tengo más que amigos y admiradores”. Es una estupenda tesis que igual encaja perfectamente en una tertulia que en una siesta, pero que, aunque el desdichado escritor la desmienta a renglón seguido, hoy tiene más fundamento que ayer porque los amigos y admiradores pueden fingir radicalmente su condición tapándose en las redes con un aluvión de “me gusta” y no haber practicado la autenticidad. Comportamiento que no deja de ser un alimento saciante, o lo que es lo mismo; un alimento que nos quita el hambre, pero no nos engorda. Y, si lo que no mata, engorda y no nos está engordando, resulta que nos está matando. ¡Otro gin-tonic, por favor, que me estoy despertando!

 

martes, 30 de marzo de 2021

La elegancia de Lisístrata.

Mi concepto de elegancia tiene mucho que ver con la decadencia o con la estética del vencido. Los perdedores son gentes que salen victoriosas, al menos en el ámbito de la compasión o en la órbita de la lástima. ¿Cómo tenerle lástima a un ganador? ¿Y esa elegancia de los muertos? ¡Son inimitables! “Los que mueren son siempre los demás”, decía Duchamp, y también decía que “la posteridad es una de las formas del espectador”. ¿Pero qué mira el espectador, sino una representación perfecta de la pérdida; es decir, de la derrota? Y, aunque no esté muy claro que la muerte sea derrota alguna vez, no hay nadie que consiga quedarse vivo en la posteridad. Y si lo hiciera, sería un insulto a la elegancia de los muertos.

Por fortuna no es imprescindible morir para investirse del glamour de la decadencia o del vencido. Por descontado que la elegancia de la que hablo no es visual al modo que tienen las estatuas de mármol de serlo en medio del jardín de un Palacio de Versalles, ni es sonora como lo puede ser la Misa en Si menor de J. Sebastian Bach. Más bien es una elegancia moral.  Es un donaire que emana de la actitud doblegada y desprovista de estima.

Me resulta muy elegante Casandra, una belleza de la mitología griega a la que el dios Apolo ofreció el don de la profecía a cambio de su virginidad. Casandra incumplió su trato y Apolo la maldijo escupiéndole en la boca. Conservó su don profético, pero también recibió la maldición de que nadie creería jamás en sus profecías. Porque me siento a menudo Casandra, cuando se cumplen los vaticinios que nadie creyó, puedo valorar la belleza que encierra callar a tiempo un “yo lo sabía”, que tiene un añadido moral sobre el “ya te lo dije”. El añadido moral es a la elegancia lo que los complementos a la alta costura.

O la elegancia de Plácido, ese personaje de Berlanga que caricaturizó y fustigó la campaña franquista que tenía por eslogan, “siente un pobre a su mesa”. Una obra maestra que destapa las sucias conciencias burguesas de la época y que, aparte de las excelencias cinéfilas, enseña que la dignidad tiene siempre mejor porte que el dinero o la posición social. Basta estar en posesión de la “mirada estética” para darse cuenta de que la estética es moral o no es. De ahí que poco valga la elegancia del preso ajusticiado por un motivo razonable, ya que la justicia en ese caso no derrota, sino que se limita a castigar sin que tal condición alcance mínimamente a disminuir o aniquilar la fechoría o el delito cometido. Tal agresión campa a sus anchas, vagando a través del tiempo, cuando no a través de los otros, quitándole dignidad y, por tanto, elegancia al reo.

La obra “Lisístrata” de Aristófenes, convertida en el doble símbolo del esfuerzo organizado a favor de la paz y exponente del primer alegato feminista, contiene a mi juicio el paradigma de otro símbolo de elegancia sublime. Lisístrata, cansada de no ver a su marido porque siempre está guerreando, propone al resto de las mujeres de la polis la solución perfecta que consiste en la abstención sexual. A pesar de las reticencias iniciales, esa propuesta se propaga a las mujeres de ambos bandos. Los hombres, acostumbrados a la exaltación de la moral al final de la batalla en el lecho conyugal, entienden que su vida ha cambiado y, su moral es tan baja durante la huelga, que ni siquiera hay batallas. El clima es tan tenso entre los hombres como entre las mujeres. Finalmente se firma la paz entre Atenas y Esparta. Las mujeres –según es costumbre interpretar- han ganado. Sin embargo, he aquí la elegancia suprema: la prevalencia de la naturaleza a la par que la de la paz. En los hombres de esta obra se da una mera apariencia de derrota, porque su dignidad es ser manifiestamente portadores de la victoria definitiva de las leyes naturales. No han sucumbido a las mujeres, sino a la naturaleza y, por complemento del vestido, la paz. No digo más, pero es bellísimo.  

 

viernes, 26 de marzo de 2021

Ejercicios de libertad.

A veces hago ejercicios de libertad de pensamiento por el corredor de mi casa. Tengo que decir que se quedan en meros ejercicios de calentamiento. No tengo memoria de haber jugado nunca de titular. En esos entrenamientos puedo pensar en la derogación de las vanguardias como si, de verdad, hubieran sucedido. Pero puedo pensar, también, que las características de un tiempo se limitan a ser simplemente un relato y todas las vanguardias están presentes, con o sin relatos. El sistema feudal, por ejemplo, no cuenta nunca para referirse a las compañías energéticas o a las de comunicación. Parece que la épica haya cedido terreno a la burocracia, pero a mí me da por pensar, en mis ejercicios, que sólo ha cambiado la lanza del héroe por el gris marengo del traje de chaqueta. O que el terrible duelo del que sólo podía quedar uno vivo, ahora, en lugar de en campo abierto, se practica en hoja de reclamación abierta y las pistolas o las espadas son los hilos de razones que unos y otros esgrimen sobre el terreno.

Lo mismo que hay que equilibrar los ejercicios de elasticidad, tonificación, fuerza, agilidad, coordinación, etc., yo hago esfuerzos por abolir la intransigencia del pensamiento único y permito, con cierta sorna intelectual, que se diviertan mis neuronas pidiendo divorcios a granel de las muchas otras con las que están en matrimonio “sináptico”, o entonando el “son tus cacúmenes, mujer los que me sulibellan”. Una neurona, en cuanto se queda libre, se pone que da gusto verla. Por eso es solicitada y abordada desde otras muchas pretendientes y se puede observar cómo son constructoras de otras realidades hasta ahora invisibles. Yo nunca había pensado –por falta de soltura neuronal- que lo único que se ha hecho vírico de verdad es el virus, cuya apabullante solidez espero que haya relegado por mucho tiempo al término “viral” a su sitio. Así que pongo el pensamiento a correr por la banda y, en cuanto suelto rigideces, me percato de que, a la sombra de algunas neuronas, brillan otras verdades muy ocultas que nos demandan luz y voz.

Como en todas las épocas, una cosa es calentar y otra muy distinta es salir al campo a jugar. Yo, cuando estoy preparado y completamente sudado, me doy cuenta del cansancio y de la suerte de no haber corrido el peligro de una partida oficial. Dejar el pensamiento al aire libre y ventilado, sólo puede hacerse en el corredor de la casa, cargando con el peso de la paradoja, que es un ejercicio de halterofilia filosófica. Me da por dejar libre la idea de que la mentira tiene muy mala prensa, o que vivimos un tremebundo acoso contra la naturaleza humana, sin percatarnos de que la yerba acaba siempre rompiendo el ladrillo. Pienso que “el Señor de estas tierras” nunca ha descabalgado. El surrealismo convive –no hace falta mucho esfuerzo para verlo- con el romanticismo, con el simbolismo, con el expresionismo y sin abandonar un momento el realismo. Se me ocurren consejos sin estrenar y sin avales de ninguna agencia mundial de homologación de consejos. Un día tuve una idea oficial, pero no quise contarla para no perderla. Dedico tres días a la semana a hacer abdominales con los tres pesas civilizatorias tan denostadas: “sentido común”, “buen gusto” y “cultura general”. Otro día diré para qué; hoy no es bueno atreverse, como siempre.     

  

 

domingo, 14 de marzo de 2021

PRISA Y LEVEDAD

La vida va más deprisa. Una generación no son treinta años como dijo Ortega. Los postes del tendido eléctrico viajan a más velocidad que el propio tren. La rapidez es la moda que más está durando. Recordamos el futuro como si fuera ayer. El pasado queda por delante y, en lugar de ser memoria, es destino. El ámbito temporal de la ley coincide con su derogación. Hay libros de menor vigencia que un diario. El medicamento se toma antes de la enfermedad y la tristeza es ya un síntoma de una vida sin preocupaciones. Veinte años no son nada sólo en los tangos y cualquiera puede dejarlos pasar entre desayuno y desayuno. La ley de la gravedad no es tan grave. Mañana no será así.

El discurso es el eslogan, la cultura un espasmo. La opinión es un tratado, la verdad es un tic. El aprendizaje es arcaísmo, porque la vanguardia es saberlo todo sin apenas haberlo aprendido. Las respuestas están huérfanas de preguntas. El éxito es un aplauso con su correspondiente fracaso al final del mismo acto. Pasar por la vida es ir dejando muescas en el espacio virtual; así nadie renuncia a su propia ausencia. La tabla de multiplicar corre un peligro inminente. La ley de la levedad y la fuga designa a cada persona como un “o lo que surja”, que es la desaparición del propósito y el triunfo, por fin, de la bagatela.

Borges imaginaba, con un diáfano optimismo de ciego, una época futura, muy futura, en la cual todo hombre produce su propio arte o el arte que necesita. Cada persona produce su filosofía, su pintura, su religión, su música y, después, cuando se muere, se destruye todo. Se entiende que cada persona es perfecta y puede cubrir sus anhelos sin recurrir al pasado. Cada hombre es su propio Shakespeare, decía, o su propio Rembrandt, eso sería lo ideal. No cabe pensar en Borges sin suponerle imbuido en un tiempo laberíntico repleto de parsimonias al estilo hindú. Tener el poder de imaginar una época muy futura es, a todas luces, una obra de lentitud, que hace con el tiempo lo que el alfarero con la arcilla.

La gravedad o la levedad, según el lado del que se mire, es la costumbre de la prisa. Al igual que el último rey de Portugal, don Manuel, cuando supo que un embajador a quien debía recibir en palacio se apellidaba Porras y Porras (“porra” significa en portugués el pene) podríamos exclamar: “¡Lo que molesta es la insistencia!”. Es decir; hay una fogosidad atmosférica que propicia el salto de un pensamiento a otro sin hilo que lo conduzca y, claro, una idea sin el consiguiente baño de muchas otras, una idea a secas, no moja. La prisa y la sequedad no son buenas compañeras del cultivo y lo que vivimos es una insistente impregnación de ambas.

Ninguna estalactita se da prisa en acabar su columna, a pesar de la claridad de sus fines. En cambio, va construyendo el relato gota a gota, cediéndole a cada una de esas gotas el protagonismo colaborativo que debe, sin menoscabar la profundidad que el abismo de su existencia requiere. Se trata de una estrategia que tiene el tiempo para evitar que la fragmentación sea hegemónica. Y también es una estrategia de la estalactita para evitar que se pierda la gota; todo un ejemplo. Por eso “nunca tengo prisa, no tengo tiempo”.   

 

martes, 9 de marzo de 2021

Belchite-Serrat


 

Zaragoza también fue mi tierra. De allí proviene el grueso de mi aprendizaje como persona independiente. Guardo recuerdos que, a pesar del tiempo transcurrido, están tan pegados a mí como los de ayer mismo. El aprecio que siento por mis amigos de entonces y que hice allí es indestructible. A la circunstancia de la juventud se une la personalidad nobilísima del maño.

Tengo grabada en la retina la imagen de la Plaza del Pilar, el parque grande, la Lonja o La catedral de La Seo. De sus pueblos, Calatayud y El Monasterio de Piedra o Caspe. De todo eso ha quedado en la memoria el sedimento tranquilo de un tiempo pasado que, a mi parecer, siempre fue mejor. Pero me traje, y ya para siempre, el revolcón de una historia tremenda que muestra Belchite, el pueblo fantasma que se asienta sobre los escombros de sus paredes. Quedan intactas las ruinas que le propició la guerra civil. Sobrecoge el peso monocolor que, a no ser por una torre que permanece erguida, camuflaría todo el pueblo en el paisaje recio donde se asienta.

Al espectro leproso de sus paredes hay que sumarle un escaso muestrario de pequeñas reliquias de lo que fuera realidad un día. El ojo sucio de una muñeca con el color de la tierra, la mitad de un pomo de alguna mesita o de algún cajón, la correílla de un zapato, una hebilla, un ladrillo pintado de verde y sobre el verde una mano de blanco. Todo está bañado por el silencio ominoso de bombas y gritos sordos adheridos a cada piedra. Y, mientras transitaba, más en espíritu que por mi propio pie, un enorme monstruo invisible no me quitaba ojo de encima. Han querido dejar el cadáver al socaire de la modernidad y ni un soplo de la nueva época le alcanza.


Hace años se lo leí a Manuel Vicent y ahora quiero contarlo yo. Es una de las muchas historias reales que podrían contarse de los habitantes de Belchite. El pueblo fue tomado por los dos bandos durante la guerra, ganado y perdido puerta a puerta y cuerpo a cuerpo. Próxima a la última batalla, unos padres mandan a su niña, que se llamaba Ángeles, a decirle a sus tíos que están tomando el pueblo los nacionales, pero cuando llegó a la casa de sus tíos, muy cerquita de su propia casa, el bando de los nacionales ya los habían fusilado, a ellos y a otros. Frustrada y aterrorizada volvió a su casa y se encontró con que sus padres también habían sido matados. Desolada y con toda su familia exterminada salió corriendo bajo el fuego, dejó atrás el pueblo, siguió el camino que los raíles del tren le marcaban hasta llegar a Barcelona.

Años más tarde, esa adolescente se casó con un catalán anarquista y represaliado. Se llamaba Josep Serrat, y vivieron entre gentes vencidas. Tuvieron un hijo que se les haría artista y muy famoso. Joan Manuel Serrat, lleva décadas cantando a Hernández, a Machado, a la paz, al amor, a la belleza, a la mujer que yo quiero, al Mediterráneo, a Penélope y hoy puede ser un gran día; plantéatelo así.    

sábado, 27 de febrero de 2021

Se subrayan libros a domicilio.


 

Cuando empiezo a escribir este texto, no sé muy bien si hablar de libros o de lectores. Quizás un libro sin lector no sea libro, y hablar de lo primero es hablar de lo segundo, se quiera o no. Puede pensarse, -muchos lo están haciendo- que en realidad sólo existe un libro en el mundo y esos volúmenes que se venden o caen en nuestras manos son advocaciones. Es una idea casi religiosa del libro que tiene proporciones de verdad muy altas. Lo que me interesa de ellos en este escrito, es su munición. Todo libro lleva su tambor repleto y, más aún, de principio a fin sus páginas no son más que cananas y cananas de palabras. Toda palabra espera su momento adecuado para convertirse en disparo y, no siempre lo hace a la primera. A veces hay que salir a cuerpo de la trinchera mental en la que todos estamos a cobijo y exponerse con los brazos en cruz al fuego a discreción.

A mí los libros que me gustan son los que me disparan desde el principio. Los hay que me acribillan y todos me matan. Por eso adopté desde muy joven la manía de subrayar lo que iba leyendo. En la montaña, en el paredón, sobre todo en la carretera, suele señalarse con placas, con cruces o con flores el lugar donde alguien, injusta o accidentalmente, encontró su muerte. Mis subrayados también sirven, tiempo después, para saber dónde tuvo lugar el disparo, la herida o la muerte. Todas esas cicatrices que marcan las páginas, dan testimonio del estilo de mi lectura; van escribiendo otro relato encima del libro y es un relato que habla de mí. Queda reproducido un diálogo entre el autor y yo que se circunscribe al tiempo exacto en que tiene lugar la lectura. Pero en la relectura lo que los subrayados propician no es tanto un diálogo como una tertulia, donde nos sentamos varios. Mis subrayados representan un yo antiguo que habla a través de sus marcas y se defiende frente a un yo nuevo que también ha tomado asiento. Pero es que el autor tiene la osadía de desdoblarse en función del desdoble del lector y, a lo que dijo en aquella lectura, añade lo que dice en esta nueva. Somos cuatro en la sala.

Lo que quiero defender es el subrayado como apropiación debida y no sólo del texto. Es cierto que cada raya proviene de un criterio diferente, porque cada proyectil entra por un sitio distinto y no siempre se está en disposición de exponer la misma parte de uno. Los que entran por la razón, al cabo de un tiempo, no se reconocen como disparo y es que, lo que fue una refutación novedosa o la instalación de una nueva idea hasta entonces desconocida, no nos pilla descuidados en la relectura, y la sorpresa o la emoción desaparecen. A veces tuvimos la suerte de encontrar el argumento que nos descabalgó de alguna certeza equivocada, pero transcurrido un tiempo, esa idea se instala y se hace tan nuestra que, en el subrayado, no encontramos más que una confirmación o un refuerzo de lo que pensamos.

Otras balas entran directamente por el corazón. Las líneas que provienen de ahí, a poco que se observen, muestran el temblor del estremecimiento en el mismo trazo y, lo común es volver sobre el mismo sentimiento una y otra vez, tantas veces como se lea.  No queda en ese punto la cuestión porque, como sucede con la poesía, lo que nos conmovió un día, si torna a herir de nuevo, delata que el núcleo de lo que somos permanece inalterable, a pesar de los continuos cambios de ideas y de pensamientos. Todo lo más, es que, el cúmulo de vida que media entre una y otra lectura, haga sus estragos e intensifique lo que experimentamos aquella primera vez. Es la ubicación en el paso de nuestra vida la que hace crecer al libro en este caso. Por eso, los libros leídos y subrayados, van adquiriendo importancia con los años y nos van hablando de lo que un día fuimos, ahí alongados en el diván de sus páginas.

lunes, 22 de febrero de 2021

La soledad del cero.

Las palabras contienen una misteriosa soledad en sus entrañas. Cada una es una terrible desolación en espera de compañía. Nacen por consenso de otras palabras que convienen en la necesidad de la nueva. Es entonces la consecuencia de una natural sociabilidad, no se sabe muy bien si de la frase o de la idea. Nacen gracias a la determinación de otras y lo hacen preñadas de definición o historia. Nada más ven la luz, precisan de la compañía que las explique, que las justifique y que las destine con una misión más o menos precisa a nombrar, matizar, complementar, etc. Son entes sociales que, desprovistos de su natural vínculo, aguardan con la paciencia de una piedra el muro en el que encajar.

Una palabra, en el cercado de la cláusula de un contrato, es un punto más de apoyo para el contexto, y no tiene entidad más que por colaboración de sus compañeras. Sin embargo, aislada, está desposeída de materia sin que por ello haya perdido esencia. Una esencia que se deshace tristemente por no encontrar vasija en la que verterse. Pero en esa jurisdicción no está sola, por más que no tenga compañía, y de encontrarnos con, por ejemplo, la palabra “herencia”, no se hace visible ninguna tensión lingüística. No sucede igual para el poeta porque, para él, cada palabra es el fragmento de un verso por escribir. La palabra, así encontrada, contiene todas las vocaciones y conserva en potencia todos los sentidos, incluso los contrasentidos, pero ¡está tan sola en su misterio! Y para la palabra misma, cuando vive en la mente de un poeta, el ansia terrible de encontrar su poema es la causa de su soledad enfermiza.

Nietzsche medía el valor de cada individuo por la cantidad de soledad que pudiese soportar. Ninguna palabra que se precie soporta ninguna soledad porque desaparece. Sólo aquellas que en sí mismas contienen un poema completado o una narración ultimada, resisten el atormentado aislamiento. La palabra “muerte”, por ejemplo, es una poesía acabada, también es una biografía redonda o una novela con su presentación, su nudo y, sobre todo, su desenlace. La cortesía y el bien hacer del poeta consiste en llenar de soledad estas palabras tan plenas. Lo debe hacer con la ayuda de otras palabras que, en lugar de acompañar, asolan. De ahí su grandeza.

De algunas palabras se dice que, en su caminar, conocen la soledad del cero. Es un monstruoso vacío más allá de sí misma que, al buscarse, no solo no encuentra al objeto buscado, sino que tampoco al sujeto que busca. No es ni siquiera la “nada” porque la “nada” tiene nombre, es algo más o muchísimo menos. Son las que conocen la soledad ontológica en el desierto de las eternidades, así escritas en plural. Por eso anhelan la lírica y no para ser leídas, ni pronunciadas, ni significadas, ni mucho menos concretadas, sino para “ser nada”, propiamente sentida. De procurar que cada palabra se acerque a la soledad del cero vive el poeta, cuyo denuedo persigue sin descanso el colosal encuentro entre la nada y el sabio. Mientras, la palabra mundana, unas veces próxima al arte y otras a la vida corriente, lleva en sí sus soledades también, pero son soledades del uno o, crueles soledades del dos, y no están tan solas en su misterio, que diría yo.

 

 


domingo, 14 de febrero de 2021

CUÑALADA TRAPERA

Es conocida la mordacidad con que respondió Borges a la pregunta de cómo se llevaba con su cuñado Guillermo de Torre: “Muy bien, ni yo lo veo ni él me oye”. Con esa extraordinaria disfuncionalidad, el embroque se perfecciona, -válgame la metáfora del embroque-. En una democracia cuñadológicamente plena, tiene un sentido muy ajustado la genialidad de Borges. Lo mejor para llevarse bien es una forzosa  desconexión de algún canal de trato, y enraíza muy bien en un tiempo en el que los cuñados han arribado en la cima de la mala prensa, desbancando al “suegrerismo” clásico. Ahora es mucho peor tener un cuñado que un suegro y tiene su porqué: tener un suegro te dejaba en yerno, pero tener un cuñado te convierte en lo mismo y eso duele. Es una concreta relación emponzoñada por la política. Si tengo un hermano, lo quiero mucho; pero si al hermano le pongo detrás la palabra “político”, ya no lo quiero tanto.

Lo cierto es que hay una cuñadología institucional muy acusada. Lo normal es referir el término a las relaciones particulares, donde, a mi juicio, no cabe una simplificación de tanta enjundia. Las personas suelen relacionarse entre sí con una profundidad muy entrenada y competente. Incluso cuando las naderías “nadean” entre ellos, siempre se establecen conexiones en múltiples niveles y suelen propiciarse convergencias de cuyos hilos se entreteje la gran madeja que es la sociedad. Sin embargo, en las relaciones institucionales, para llevarse bien, uno tiene que hacerse el sordo y el otro el ciego o viceversa. La cuñadología, en este circuito por donde se va y se viene de la Administración al ciudadano y del ciudadano a la Administración, es un juego de roll, en el que cada cual pretende saber más que el otro y quedar por encima.

Lo peor del sistema no consiste en tener que “hacerse” el sordo o el ciego, sino en que la sordera o la ceguera son el “status quo” y de ellas pende el programa político en las democracias cuñadológicas. Es obvio que las opiniones mayoritarias se forman, cada vez más, sobre informaciones imprecisas y vagas. El grueso de las presiones multitudinarias tiene causas viscerales, impulsivas y deformadas. Los expertos a duras penas consiguen intercalar sus conocimientos y, cuando lo hacen, se arriesgan a un descrédito popular y a un linchamiento despiadado. Pese a que la insolencia del ignorante ha existido siempre, lo esperpéntico es que, ahora, la suma de esos insolentes conforma una opinión general que, ciegamente, será escuchada por el poder.  Y se ha pasado de un poder que era totalmente consciente de esto, a otro que actúa de oídas, siendo como es, totalmente sordo a tanta ceguera visionaria.

El culmen de esta feria de atrocidades, es la “cuñalada” trapera. Las personas somos los fundadores del Estado, los artífices de la creación de Instituciones, Leyes, Poderes, etc., que responden a la necesidad de convivencia, de protección y armonía. Lo normal sería confiar en lo que, en ningún caso, perseguiría volverse contra quienes lo gestaron. Pero la casuística doblega ese supuesto y a la entrada de cada institución han colgado la leyenda que había en el Infierno de Dante: “Abandonad toda esperanza”. No contentos con que el poder nos haya robado el poder, cerramos los ojos para no tener que verlo y, mientras tanto, él se pasea con un cubata en la mano mascullándole a la oreja de la suegra, que también se hace la sorda: verás tú qué risas. Para llevarse bien, lo mejor es no ver a quien no nos oye, y leer a Borges, siempre leer a Borges. 

 

domingo, 7 de febrero de 2021

CALDO MEDIÁTICO


H. D. Thoreau, el autor del maravilloso texto “Walden”, escribió unas frases finales a modo de testamento. Dicen así: “Quiero decir unas palabras a favor de la naturaleza, de la libertad total y del estado salvaje, en contraposición a una libertad y a una cultura simplemente civiles; considerar al hombre habitante o parte integrante de la naturaleza, en lugar de un miembro de la sociedad”. La idea no abandona una nítida dualidad constitutiva; la natural y la social. Sin embargo, hay una decantación sobre la dimensión salvaje para Thoreau. Ese deslinde entre lo natural y lo social en el ser humano es complicado y polémico. Pero no es complicada una distinción aproximada de ambos contextos y convendría entrenar algunas competencias analíticas para diseccionar una realidad predominantemente “social”.

Entre las acciones generales contra el carácter hegemónico del civismo frente al salvajismo, la más acuciante, es discriminar el “caldo mediático”. He llamado así al denso entorno que asfixia cualquier perspectiva o la condiciona, propiciando un modo negligente de evadir las cuestiones de fondo. En nuestro entorno se acumulan, con mucho más desorden que método, esquirlas minúsculas de realidades amontonadas puestas al servicio de un vértigo tertuliano que alcanza, como un  líquido oleaginoso, incluso a las comunicaciones personales. La característica más visible de ese “caldo mediático” es la conversión en categoría de la pura anécdota. Llama la atención, alerta, predispone e indigna la excepción y, con ello, queda en la más absoluta oscuridad la regla.

Hay que admitir que, lo más acertado, es pensar que ser hoy un ciudadano del mundo es ser un sujeto entrenado en la anomalía. Deberíamos, como también dice Thoreau, vivir en todas las épocas del mundo durante una hora y en todos los mundos de cada época. La invención tecnológica del libro como depósito del tiempo, ha sido una prodigiosa trampa contra el olvido que nos ha acercado bastante a esa propuesta, pero no va a ser completamente fiel. En realidad, las personas trabajadoras y esforzadas que han protagonizado la historia verdadera, han carecido de tiempo libre para contárnosla. Con tal circunstancia sobrevolando, la civilidad, lo que llamamos civilidad, ha estado imbuida en todos los tiempos de un cierto “caldo mediático”, que no es más que el relato de cómo se vive, en lugar de lo que verdaderamente se vive.

A pesar de esa constante histórica, que debería empujarnos a la prudencia en cualquier caso, lo moderno hoy es el dominio absoluto de la anécdota que, no solo se constituye en el eje director de la mentalidad colectiva, sino que en sus mismas entrañas alberga una vocación aniquiladora de las categorías y de los portadores de ellas.

La relación entre anécdota y categoría, es aquí análoga a la que hay entre dimensión natural y social. No se podría explicar, por ejemplo, cómo la fuerza de la naturaleza impone al ser humano una renovación y una evolución (intelectual, espiritual y física) a través de la juventud o de cada generación nueva, contra todo pronóstico. La idea fuerza transportada en el “caldo mediático” es, en todas la épocas con respecto a la juventud, una objeción radical (anécdota-civilidad), cuyo devenir se resuelve siempre en derrota absoluta. Y la victoria le pertenece al lado salvaje de lo humano (categoría-naturaleza). Según la narrativa anecdótica e influyente, la juventud misma es una catástrofe, un evento súbito y devastador en la historia del planeta. Pues es justamente lo contrario, pero no lo vamos a encontrar en el “caldo mediático”.  

 

    

domingo, 31 de enero de 2021

MITIN

 


Inauguraba mi adolescencia política en un maremágnum recién instaurado de pluralismo y contrastes ideológicos. Era a finales de los setenta y bullía con rebeldía y novedad una esperanza democrática que nos ilusionaba y nos comprometía. A mí me parece que, en aquel tiempo, los idearios aún no habían conformado las familias ideológicas. Sin embargo, mientras se perfilaban los paquetes de ideas que caracterizarían a cada partido, en el pueblo estábamos entretenidos con el nuevo juguete de la democracia. En esos años la calle es un escenario permanente donde puede visitarse una exposición de cartelería, puede asistirse a una turba reivindicativa o escuchar una canción protesta, puede una manifestación impedir el paso por una calle y algunos coches con altavoces anuncian actos políticos de diverso signo. Hay un “collage” callejero compuesto de un batiburrillo de símbolos y colores nuevos.

En toda esta irrupción de diversidad, el mitin constituye un fenómeno destacado. Con estas arengas multitudinarias se perseguían varios objetivos: explicar sus programas, dar a conocer a sus candidatos, pedir el voto, reforzar la idea de pertenencia a un grupo y, por tanto, fidelizar. En esa segunda mitad de los años setenta, todavía era posible encontrar entre la multitud de ciudadanos que acudían a un mitin a algunos indecisos que buscaban aclarase y decantarse. La información y los medios de comunicación dirigían los contenidos hacia los informados o comunicados; este era el sentido predominante. Desde los depositarios de la información se decidía qué, cuándo y cómo se ponía a disposición de las personas. Las organizaciones sociales, mediante instrumentos como los pasquines, carteles, cuñas publicitarias, entrevistas y mítines, hacían exactamente lo mismo.

Es ahora, cuando en mucha medida, gracias a la evolución tecnológica, se está estableciendo un nuevo paradigma comunicativo por el que, cada vez más, es el individuo quien decide qué, cuándo y cómo acceder a determinados contenidos. La materia va enlatándose y apilándose, se coloca en estanterías informáticas puestas al filo de carreteras de internet que llegan hasta tu propia puerta. Es bastante obvio que la comunicación incluye un nuevo sentido. Ya puede dirigirse y tutelarse desde el mismo consumidor de la información. Basta con que haya latas de conserva en los stands accesibles y, de momento, eso está garantizado porque a todos les interesa muchísimo que elijan su lata.

El mitin, en este marco, es un pretexto fracasado. Quizás se le pueda suponer, haciendo tanto esfuerzo como concesión, un factor lúdico que tiene que ver más con el botellón y con la comida basura que con la degustación o la salud nutricional. Eso desde la perspectiva de utilidad social, y al margen de una situación agobiante de alarma por salud pública. El mitin ha sido derrotado con rotundidad, salvo para satisfacer estúpidamente algunos egos delirantes, que todavía se ven aplaudidos o admirados por el simple hecho de parlotear ante un micrófono colocado en una tribuna. Todavía, si no mediara la muerte de muchas personas o la ruina de muchos empresarios y trabajadores, cabría un mero escozor de enfado; pero la vileza de celebrar esas antiguallas al día de hoy y sabiendo que en resumen, todo lo que se va a decir es: ¡"Queridos conciudadanos, estamos ante vuestra salud o vuestro voto, y queremos vuestro voto"!, me hace dedicar todo mi asco para que se reparta entre todos.

 

 

jueves, 21 de enero de 2021

LA HERRADURA, PEQUEÑO GRAN PARAISO.

 


Lo que tiene el paraíso no es el olor dulzón de la guayaba remetido en las costuras de la tierra, ni el despliegue de rayos de luz bañando las azoteas en cálidas mañanas de invierno, ni la victoria del color azul sobre el mostaza, ni tampoco el acristalado aire que rechina de limpio en los ojos y en los metales. No es el verde abrochado en ornamento, ni la altura vigía desde donde se atisban los veleros antiguos, ni el apego al mar abierto, ni las columnas de Cerro Gordo y Punta de la Mona como sostén de un frontispicio que lleva en el tímpano la Sierra de Almijara.

No es que Gabrielico haya hablado bajito con su burra mientras le daba la buena yerba, ni que Manciolo cante muy jondo sin guitarra, y con el agua en las rodillas empujando la barca, ni que una raza haya anidado en cada recodo el abrigo de los extranjeros errantes, ni que suenen campanillas del medievo en serenatas de cuento. Tampoco es que la edad no recuerde que, bajo el frescor del sombrado, ellas esperaron y esperaron a que el horizonte viniera manchado de un lino lejano y un panamá cubriendo un silencio, erguido, dignificado y lento. No es paraíso por eso, ni porque la playa sea tan profunda como la memoria que cada piedra se guarda, o que cada china refulge, o que cada boca se calla. No es porque las mujeres se encaraman a sus voces para querer a distancia de varias generaciones, ni porque de las parcelas germinen hachos de luz atávica con que alumbrar la retina y los chambados.

No es paraíso porque las golondrinas vencieran a los tucanes y de sus nidos de barro se aprendiera a colgar las flores, ni porque los cadáveres habiten la atalaya desde donde se contempla la ruta que lleva al ultramar de los muertos para que las almas dispongan del mismo rumbo que los balandros. No es paraíso porque las cañadas, los pedregales, las caletas, las huertas, las ramblas, las chozas, las curvas, las esquinas, los rebalajes, a veces hasta los tejados, defiendan el secreto de los amores logrados, y todo eso se quede como para ser respirado.

No es por eso –digo- que la dicha adánica se avenga como por ensalmo a vestir, sin más, los espíritus semovientes, ni es porque hasta con el olfato sea posible escucharse la música del oleaje los días de poniente, que eso ya ocurría antes de los aguacates y de la Kasbah. Es porque se sabe que a Manciolo le basta seguir el compás que las aguas profundas le marcan, y que a Gabrielico le responde la burra con una metafísica de campo y de vino de cortijo. A diferencia del paraíso del Génesis, La Herradura lo es, porque ha sabido esconder las manzanas, todos saben qué ocurre si se muerden.   

 

© foto Maite Parra           

   


    

lunes, 11 de enero de 2021

Un Madridal Ayuso

 


Lee uno la frase lapidaria de Ortega: “O se hace ciencia, o se hace literatura, o se calla uno”, e inmediatamente, pobre de mí, sólo puedo escribir una gran callada con la que salir airoso del trance. Callo, por tanto, un copo o dos sobre la tonsura del globo terráqueo que, al parecer, coincide con La Puerta del Sol. Madrid es clerical y por eso la tonsura se exhibe en formato de plaza en la coronilla del mundo, que es el kilómetro cero. Los fotógrafos hacen su agosto con tanto invierno y dan a entender que el órgano principal para comprender el mundo es el ojo. Los niños, tengan la edad que tengan, juegan a tirarse bolas, como los políticos en días corrientes. Van con toda soltura de la bola al bulo y del bulo a la bula. Los políticos no hacen ciencia, tampoco literatura y no se callan; es el signo de los tiempos. Madrid va camino de tener la costumbre de la desdicha y no la experiencia.

Yo, que vivo ya un tiempo en la periferia del género humano y que fuera de mi casa carezco del estatuto de fantasma, no salgo de mi asombro (a la entrada de mi biblioteca cuelga un letrero: “asombro”). No quisiera contradecir a Ortega, de modo que sigo callando que, por ejemplo, tengo una relación con mi estufa a la que le he puesto el nombre de “circunstancia”. En el calor de nuestra conversación pugnamos por ver quien supera a quien; no hay reglas fijas para eso. No se puede hacer el amor con un tratado de erotismo al lado; en este caso es que te quemas. Nos mordemos la lengua para no decir que el resto del cuerpo clerical, que no es tonsura, se retuerce bajo el paño negro de una sotana extendida como piel de toro, y nos tiene hasta el mismísimo kilómetro cero.  Madrid es un género, decía Paco Umbral, pero va camino de ser de “género tonto” porque tanta lengua en formato pala quita nieves y tanta lupa mediática, nos trae el amargor de comprobar que los mismos que se agolpan a pie de nieve, se agolpan a pie de urna.

Madrid es un tiempo dentro del tiempo; el tiempo nos dará la razón y el sentido. Por cierto, un sentido incomprensible que atiende al famoso principio de indeterminación del sentido, según el cual, si el sentido se comprende no se puede explicar y si se explica no se puede comprender. No sé si me explico, aunque esto forma parte de la callada que escribo y si me explico, no me vais a comprender. Una “soleá” de La Serneta lo decía con más gracia: “presumes que eres la ciencia, / yo no lo comprendo así, / porque siendo tú la ciencia, / no me has comprendido a mí”. No me queda más que, con cierta sorna, revolver palabras cínicas de Sánchez Ferlosio dirigidas al “Creador”: “Señor, ¡tan uniforme, tan impasible, tan lisa, tan blanca, tan vacía, tan silenciosa, como era la nada, y tuvo que ocurrírsete organizar este tinglado horrendo, estrepitoso, incomprensible y tan lleno de Ayuso!”  Con esto, creo que la hemos callado, amigo.