Mi concepto de elegancia tiene mucho que ver con la
decadencia o con la estética del vencido. Los perdedores son gentes que salen
victoriosas, al menos en el ámbito de la compasión o en la órbita de la
lástima. ¿Cómo tenerle lástima a un ganador? ¿Y esa elegancia de los muertos? ¡Son
inimitables! “Los que mueren son siempre los demás”, decía Duchamp, y también
decía que “la posteridad es una de las formas del espectador”. ¿Pero qué mira
el espectador, sino una representación perfecta de la pérdida; es decir, de la
derrota? Y, aunque no esté muy claro que la muerte sea derrota alguna vez, no
hay nadie que consiga quedarse vivo en la posteridad. Y si lo hiciera, sería un
insulto a la elegancia de los muertos.
Por fortuna no es imprescindible morir para investirse del
glamour de la decadencia o del vencido. Por descontado que la elegancia de la
que hablo no es visual al modo que tienen las estatuas de mármol de serlo en
medio del jardín de un Palacio de Versalles, ni es sonora como lo puede ser la
Misa en Si menor de J. Sebastian Bach. Más bien es una elegancia moral. Es un donaire que emana de la actitud
doblegada y desprovista de estima.
Me resulta muy elegante Casandra, una belleza de la
mitología griega a la que el dios Apolo ofreció el don de la profecía a cambio
de su virginidad. Casandra incumplió su trato y Apolo la maldijo escupiéndole
en la boca. Conservó su don profético, pero también recibió la maldición de que
nadie creería jamás en sus profecías. Porque me siento a menudo Casandra,
cuando se cumplen los vaticinios que nadie creyó, puedo valorar la belleza que
encierra callar a tiempo un “yo lo sabía”, que tiene un añadido moral sobre el “ya
te lo dije”. El añadido moral es a la elegancia lo que los complementos a la
alta costura.
O la elegancia de Plácido, ese personaje de Berlanga que
caricaturizó y fustigó la campaña franquista que tenía por eslogan, “siente un
pobre a su mesa”. Una obra maestra que destapa las sucias conciencias burguesas
de la época y que, aparte de las excelencias cinéfilas, enseña que la dignidad
tiene siempre mejor porte que el dinero o la posición social. Basta estar en
posesión de la “mirada estética” para darse cuenta de que la estética es moral
o no es. De ahí que poco valga la elegancia del preso ajusticiado por un motivo
razonable, ya que la justicia en ese caso no derrota, sino que se limita a
castigar sin que tal condición alcance mínimamente a disminuir o aniquilar la
fechoría o el delito cometido. Tal agresión campa a sus anchas, vagando a
través del tiempo, cuando no a través de los otros, quitándole dignidad y, por
tanto, elegancia al reo.
La obra “Lisístrata” de Aristófenes, convertida en el doble
símbolo del esfuerzo organizado a favor de la paz y exponente del primer
alegato feminista, contiene a mi juicio el paradigma de otro símbolo de
elegancia sublime. Lisístrata, cansada de no ver a su marido porque siempre
está guerreando, propone al resto de las mujeres de la polis la solución
perfecta que consiste en la abstención sexual. A pesar de las reticencias
iniciales, esa propuesta se propaga a las mujeres de ambos bandos. Los hombres,
acostumbrados a la exaltación de la moral al final de la batalla en el lecho
conyugal, entienden que su vida ha cambiado y, su moral es tan baja durante la
huelga, que ni siquiera hay batallas. El clima es tan tenso entre los hombres
como entre las mujeres. Finalmente se firma la paz entre Atenas y Esparta. Las
mujeres –según es costumbre interpretar- han ganado. Sin embargo, he aquí la
elegancia suprema: la prevalencia de la naturaleza a la par que la de la paz.
En los hombres de esta obra se da una mera apariencia de derrota, porque su
dignidad es ser manifiestamente portadores de la victoria definitiva de las
leyes naturales. No han sucumbido a las mujeres, sino a la naturaleza y, por
complemento del vestido, la paz. No digo más, pero es bellísimo.
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