Zaragoza también fue mi tierra. De allí proviene el grueso
de mi aprendizaje como persona independiente. Guardo recuerdos que, a pesar del
tiempo transcurrido, están tan pegados a mí como los de ayer mismo. El aprecio
que siento por mis amigos de entonces y que hice allí es indestructible. A la
circunstancia de la juventud se une la personalidad nobilísima del maño.
Tengo grabada en la retina la imagen de la Plaza del Pilar,
el parque grande, la Lonja o La catedral de La Seo. De sus pueblos, Calatayud y
El Monasterio de Piedra o Caspe. De todo eso ha quedado en la memoria el
sedimento tranquilo de un tiempo pasado que, a mi parecer, siempre fue mejor. Pero
me traje, y ya para siempre, el revolcón de una historia tremenda que muestra
Belchite, el pueblo fantasma que se asienta sobre los escombros de sus paredes.
Quedan intactas las ruinas que le propició la guerra civil. Sobrecoge el peso
monocolor que, a no ser por una torre que permanece erguida, camuflaría todo el
pueblo en el paisaje recio donde se asienta.
Al espectro leproso de sus paredes hay que sumarle un escaso
muestrario de pequeñas reliquias de lo que fuera realidad un día. El ojo sucio
de una muñeca con el color de la tierra, la mitad de un pomo de alguna mesita o
de algún cajón, la correílla de un zapato, una hebilla, un ladrillo pintado de
verde y sobre el verde una mano de blanco. Todo está bañado por el silencio
ominoso de bombas y gritos sordos adheridos a cada piedra. Y, mientras
transitaba, más en espíritu que por mi propio pie, un enorme monstruo invisible
no me quitaba ojo de encima. Han querido dejar el cadáver al socaire de la
modernidad y ni un soplo de la nueva época le alcanza.
Hace años se lo leí a Manuel Vicent y ahora quiero contarlo yo. Es una de las muchas historias reales que podrían contarse de los habitantes de Belchite. El pueblo fue tomado por los dos bandos durante la guerra, ganado y perdido puerta a puerta y cuerpo a cuerpo. Próxima a la última batalla, unos padres mandan a su niña, que se llamaba Ángeles, a decirle a sus tíos que están tomando el pueblo los nacionales, pero cuando llegó a la casa de sus tíos, muy cerquita de su propia casa, el bando de los nacionales ya los habían fusilado, a ellos y a otros. Frustrada y aterrorizada volvió a su casa y se encontró con que sus padres también habían sido matados. Desolada y con toda su familia exterminada salió corriendo bajo el fuego, dejó atrás el pueblo, siguió el camino que los raíles del tren le marcaban hasta llegar a Barcelona.
Años más tarde, esa adolescente se casó con un catalán
anarquista y represaliado. Se llamaba Josep Serrat, y vivieron entre gentes
vencidas. Tuvieron un hijo que se les haría artista y muy famoso. Joan Manuel
Serrat, lleva décadas cantando a Hernández, a Machado, a la paz, al amor, a la
belleza, a la mujer que yo quiero, al Mediterráneo, a Penélope y hoy puede ser
un gran día; plantéatelo así.
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