viernes, 31 de marzo de 2023

¡Ay, Don Ramón!

Nada más antiguo que un periódico de ayer, reza un aforismo con más fundamento cada día. Del presente a la antigualla transcurren pocas horas, no hace falta que pasen días, aunque cualquiera sabe si los días han bajado de las veinticuatro horas. Los tiempos avanzan que es una barbaridad, cosa que ocurre desde la entonación de alguna zarzuela (zarzuela queda dicho sin ánimo regio) y es posible que sea una afectación crónica del cronos con la que convivir. En momentos históricos como estos, en los que la realidad pasa a una velocidad parecida a la que llevan los poster de telégrafos vistos desde la ventanilla de un tren, ¿quién se acuerda ya de la moción de censura perpetrada por el Sr. Tamames? Un hombre que aún guarda vestigios de su antigua fealdad y que, al hilo de sus aprendizajes, sigue enseñando a los nuevos economistas los secretos de la economía y el feminismo de Isabel la Católica. Pero en aquella lejana época de la moción de censura, en pleno periodo cultural del reciclaje, nos habló todavía con ideas que no han pasado por el contenedor verde y las ideas, como los vidrios y los plásticos, deberían reciclarse al menos tanto como se reciclen los tiempos. La “Ley universal del aprendizaje” dice: “Toda persona, toda organización o toda sociedad, para sobrevivir, necesita aprender al menos a la misma velocidad a la que cambia su entorno; y si quiere progresar tendrá que hacerlo a más velocidad”. Nos debe saltar a la vista que dentro del aprendizaje una porción importante está ocupada por la acción de desaprender, ejercicio que se confunde con olvidar cuando no es lo mismo. Por eso cuando la censura al gobierno cristaliza en el nombre de Tamames, creí que asistiríamos a un choque generacional entre padres e hijos, o paradigmático entre maestros y discípulos y albergué la esperanza de ver en el combate una lucha dialéctica entre dos tiempos políticos que se mueven en el mismo escenario. Supuse que de la mano incorrupta del candidato vendría la adjetivación del lenguaje, la matización, la reserva intelectual de la filosofía política, la cultura general que tan brillantemente exhibió Tierno Galván, pongo por ejemplo. Supuse que en la oratoria como en la democracia la forma es el fondo y tendríamos ocasión de contrastar dos modelos discursivos, uno de ellos vulgarizado, el otro cultivado. El vulgarizado centrado en el Ethos o en el Phatos, el cultivado centrado en el Logos.  Supuse que, en un clima mediocre de neblina que impide ver con claridad el camino que seguimos, se precipitaría un aguacero que aclararía y despejaría el horizonte. Supuse, ya veo que ingenuamente, que la visión ancha del país que enlazaría con Ortega, Menéndez Pidal, Machado, Clara Campoamor o María Zambrano entraría en el Parlamento como un madrigal entra en un adolescente: por el pecho cuando no por la sien, según el caso. En cambio, pudimos ver la envergadura del olvido y el vacío infinito de las certidumbres.  Se equivocó la paloma. Se equivocaba. Que se la llevó al río creyendo que era mozuela, pero el censurado tenía marido o programa o idea de país para el futuro. Supuse que, quien tiene todo perdido sólo puede ganar y, aunque numéricamente la investidura estaba fracasada de antemano, el éxito vendría gracias a poner en juego los mecanismos biológicos de la seducción política. Y veríamos en medio de la pista el espectáculo de un baile suelto, mientras los otros siguen en un baile agarrado. Pensé que tenía todo ganado porque su edad o su estado de gracia o desgracia, según se mire, serviría de aval para la locura o para la tan traída “imaginacción al poder” del mayo del 68, y propiciaría la revolución de un liberalismo emocional que encantaría al respetable. Casi todo  lo tenía de su parte, porque en contra le pesaba y nos pesaba el grupo proponente que le dio el abrazo de oso. Sin embargo, se desaguó contra todo pronóstico porque dejó demasiada piel pegada a su tiempo y desoyó a Spinoza cuando dijo que: “El espacio es el terreno de la potencia de los hombres; el tiempo de su impotencia”.  Nada peor que mostrar la impotencia del olvido y olvidar que la esperanza tiene que ver con el futuro que no nos trajo y que no depende de su longevidad ni de que, cuando despertáramos, Tamames, el Tamames, todavía estuviera allí.  ¡Qué desastre de suposiciones! ¡Mea culpa!