martes, 19 de noviembre de 2019

EL SILENCIO INHUMANO


A poco que se ausculte un silencio descubrimos que, allí donde hay algo callado, tiene lugar una verdad. Hay que prestar, entonces, atención a lo que se oye cuando nada se hace oír, incluyendo la escucha de uno mismo. No importa si ese silencio ha de deber su entidad moral a su persistencia como silencio o, por el contrario, ha de cesar para alcanzarla. Lo que ahora importa es la naturaleza del silencio en relación con la verdad. No existe vínculo alguno entre el silencio y la mentira porque nadie fabrica una mentira para callarla, eso es contrario a su condición más íntima (algún día hablaremos de la intimidad de las mentiras). El silencio no puede mentir. ¿Acaso el silencio incrustado en la piedra de las catedrales no conforma una verdad solemne? ¿Puede el silencio profundo de una casa ordenada encubrir el frío de la estancia? ¿No es el Maestro el silencio mismo que, allí donde está, todo deja de sonar indiscretamente? Maeterlinck escribió acertadamente que “lo que se recuerda de un ser al que has amado profundamente no son las palabras que ha dicho, sino los silencios que se han vivido juntos”.
La importancia del silencio, que va más allá de la aniquilación del ruido, es gracias a la relación amorosa que tiene con la verdad. No parece casual que el género del silencio sea masculino y el de la verdad femenino. Es verdad también que todo silencio alberga su verdad; pero no toda verdad tiene su silencio, lo que da medida de la superioridad de lo femenino en cuanto a su naturaleza independiente. No sabemos quién engendra en quién, pero el fruto es siempre de una heroicidad de combate, como corresponde a las verdades desnudas. A partir de ahí, la tensión entre el silencio y la verdad es a muerte: paradoja que siempre se resuelve bien cuando la verdad no basta para el fin de la bondad.  
Yo, que entro en mí de puntillas para no despertar a nadie que me habite, si por algún traspiés de repente despierto a alguien le digo lo que Kafka le dijo al padre de un amigo al que despertó al entrar en casa: “Por favor, considéreme usted un sueño” y continuo en silencio buscando mis verdades. Una vez halladas –sólo se manifiestan en modo silencio o en modo pregunta- me como la carne que rodea al hueso y rápidamente planto la semilla para ver si crecen más silencios o más verdades, es decir; si tienen vidas, porque las verdades muertas no cuentan, como no cuentan los silencios muertos.
El silencio no pertenece a lo humano. Reparemos en el silencio del dolor, de la noche, del desierto, del erotismo, del frío, de la distancia o del color azul, por ejemplo, y señalemos que todos son el mismo secreto anidado en el tuétano de todas las cosas que no somos nosotros. Ni siquiera el lenguaje carece de una carga de silencio, y no porque lo trascienda, sino porque lo sustenta. El silencio es el suelo del ruido, la profundidad de todo lo que ya estaba, el lugar del que venimos y, necesariamente, el eterno destino que es como decía Rilke “un silencio como cuando cesa un dolor”. Es, por tanto, el hogar que solo es sentido como tal cuando ya es demasiado tarde: cuando ya se ha perdido.  No nos pertenece, como no nos pertenece la verdad que la ceremonia del silencio nos hace conocer. ¿Y si no es humano, qué es? Guardaré silencio.