domingo, 5 de noviembre de 2023

UNA PARADA DE SEMÁFORO

Me he partido la uña del dedo pulgar de la mano derecha. Intenté desenroscar un tornillo de sujeción de la tiranta de la bandeja trasera del coche. Pensé sin pensar que la uña podría hacer las veces de un destornillador. Al fin y al cabo el cuerpo humano ha servido históricamente como una potentísima herramienta obedeciendo a la mente o, mejor dicho, a la necesidad biológica. Esa simpleza que hiriéndome no termina de hacerlo, pues una uña partida es una pequeña mutilación y a la vez una fruslería indolora e indiferente, tiene alrededor el conjunto de gestos que desencadenan la acción de desenroscar; la pulsión humana contextualizada en un concreto estado de ánimo del que participan un innumerable colorido emocional, sentimental y caracterológico. La bandeja trasera del vehículo es de un paño áspero y un color tosco, aparentemente elegante por el acabado enmoquetado, pero deja de serlo porque todas se parecen y, cuando algo atiende a un modelo estandarizado pierde su originalidad y su elegancia. Colocada en un coche vulgar, muy corriente, que nos llevó a ver el mar a primera hora de la mañana ha sido objeto de una fugacidad del pensamiento. El mar nunca es vulgar; esa es otra fugacidad.

No pude contar cuántos semáforos mandaron que nos detuviéramos, cuántas veces paramos y cuántas arrancamos. En algunos tardamos unos minutos en reanudar la marcha, en otros apenas una detención momentánea. Las pequeñas detenciones pueden asemejarse a pequeños buches de agua que uno toma en los oasis. Sirven para adecentarse el flequillo, mirar de reojo el móvil, observar disimuladamente a los conductores aledaños, mirar las calles por las que uno transita sin tener que descuidar la conducción, acomodar el asiento, vigilar las agujas de temperatura del cuadro de mando, jurar en hebreo si llega uno tarde al trabajo, y un sinfín de pequeñas acciones enmarcadas en el pequeño tiempo que tarda la luz verde en aparecer. Si tenemos que describir ese minuto de reloj despreciaremos detalles de todo tipo. En cambio, si vivimos ese minuto a las afueras de la descripción e insertos en la realidad, los detalles serán inacabables.

Cada instante abarca una inmensidad imposible de detallar hasta el final. La arruga declarada en rebeldía en el pernil izquierdo del pantalón azul marino, la mácula de hojarasca que furtivamente entró sin ser llamada sigue sobre la alfombrilla recién lavada. Tres cotorras juegan sobre una rama a regañarse y huyen al unísono cuando las asusta un claxon. Eran tres verdes iguales que en sus plumas no lo eran gracias a unos pequeños matices de motas blancas. Una de ellas llevaba la voz cantante, las otras dos respondían como alumnos de primaria ante una pregunta facilona del maestro. Creo que era una acacia la rama donde se apoyaban. La acacia es símbolo de perennidad y de vida eterna, eso dicen los masones. Entra un fresco agradable por la rendija de la ventanilla y pienso que ya era hora de que el clima tuviera a bien comportarse amablemente. Mientras tanto, la luz roja del semáforo continua ordenando con luz firme la inacción de los conductores. Los colores no piensan, pero mandan. Es muy parecido a lo que hace un tirano.

He hablado mínimamente de la arruga de mi pantalón y, acaso, uno puede pensar que basta, pero ese pequeñísimo matiz posee su historia y no llega a la existencia sin un transcurso y sin una concatenación de hechos que, tal vez, enlacen con la curvatura de la nariz de Cleopatra. Es la marca de mi coreografía personal, mi modo de poner la pierna cuando tomo asiento en el lado izquierdo del sofá e intento leer un rato. Para quien íntimamente conozca mis amaneramientos, la pequeña arruga en el pernil izquierdo me delataría. Serviría con claridad a un sabueso policía para resolver un crimen. No me puedo permitir estos errores, pienso. Con arrugas así debo abstenerme de asesinar a nadie. Una flexión viciada de mis piernas que, con los años, van adquiriendo aún más vicios en lugar de domeñarlos.

Unos rayos inclinados, y un tanto descompuestos por obra del parabrisas, bañan la superficie del salpicadero y hacen refulgir la indecencia que las motas de polvo guardan para desmentir la creencia de que estuviera enteramente limpio. El sol tiene sus preguntas de la mano de la luz que proyecta y le basta una mirada para desvelar un secreto guardado en la oscuridad. Hay miradas humanas que parecen soles. El cristal frontal transparenta el esbozo de una pintura de Juan Dubuffet y empiezo a creer que la mugre copia al arte cuando se siente despreciada. Ahora tomaría un papel de calcar y trasladaría la obra a un museo contemporáneo, pero no me da tiempo. Se ha puesto en verde la luz y nos tenemos que ir.    

 

miércoles, 25 de octubre de 2023

LENGUAJE FATAL

Al final todas las novelas son de terror. A la vida no le hace falta pensarse como un destino. Ya se encarga la fatalidad de ir alfombrando el pasillo hasta el punto final. ¿Pero cuántos finales tiene una vida? Venimos al mundo poniendo fin a la morada materna. Ahí se acaba una confortable estancia ya para siempre. En cierto modo es un final y, en clave emocional, el bebé lo sabe y por eso llora. La vida como sucesión de acabamientos es difícilmente abarcable. Numerosísimos actos son finales. Unos triviales como dejar cerrada esta frase; otros trascendentes como la innombrable.

De entre todos, hay un acabamiento importantísimo para el ser humano. En los primeros días de vida, el bebé no encuentra ningún modo de comunicarse con eficiencia que no sea el llanto. De repente llega un momento en que descubre que un determinado balbuceo puede sustituirlo. Un simple sonido parecido a una palabra le resulta mucho más eficaz y empieza a decir “ta, ta, ta”. Hasta entonces recurría al llanto para pedir alimento, o para cambiar de postura, o para quitar el dolor de la barriguilla. Ahora se vale de algo mucho más útil: el lenguaje. Desde el primer balbuceo se comenzará una larguísima carrera para adquirir la lengua. Dejemos claro que, desde esta perspectiva, la primera función del lenguaje es sustituir el llanto. Hablamos para no llorar o, lo que es lo mismo, para ponerle fin al llanto.

La primera palabra es el ruego, pero el primer ruego tiene forma y fondo de llanto. La segunda palabra puede ser el amparo y, en cualquier caso, ruego y amparo desvelan una incomodidad, un dolor, un anhelo. El lenguaje va adquiriendo complejidad y, sin embargo, no abandona su origen, es decir; su condición de tapadera de la herida. En algún sentido estamos al corriente de esta función cuando decimos que la palabra es curativa, pero obviamos que lo es de nuestros propios males, pues la palabra es ante todo consuelo de uno mismo porque, de no existir, nos echaríamos a llorar inconsolablemente.

Las palabras tapan y resulta lícito pensar que para una persona feliz, sin incomodidades ni deseos, sin frustraciones ni quejas, no es necesario el lenguaje para nada, porque no precisa sustituir un llanto que no existe. Las personas felices –este es un hecho contrastable- no suelen ser muy habladoras y buscan el silencio en calma. “En todas las cimas hay calma”, decía Goethe, y toda calma es ya una cima se podría decir. Quizás el silencio del bebé es la cima metafísica que se describe como “ataraxia”; un estado absoluto de intangibilidad y de bienestar en cuanto ausencia de males. Pero el ser humano es un ser hablador. En toda suerte de circunstancia se habla como primer modo de consideración del otro. También esta función ha sido eclipsada por la principal, que es la comunicación. Sin embargo, anterior a esta finalidad vemos cómo, mediante el lenguaje, aspiramos a la aproximación con la otra persona. Es, por tanto, el reconocimiento del otro un objetivo de la lengua anterior al objetivo de entendernos. El lenguaje en la persona feliz, cuyo uso no por innecesario suprime, es un amparo, como se dijo. Mediante su uso, se acerca y propicia que el interlocutor pueda hablar o, sustituyendo la expresión por categorías iguales, pueda llorar, llorar locuazmente y así consolar.

A diario vivimos bajo una abigarrada nebulosa conversacional. En la casa, en el trabajo, en la universidad, con los amigos y en esa jurisdicción abrupta que es la política, la palabra cubre el terreno de la desolación. No otra cosa son todas las manifestaciones, sino una expresión compleja de la herida original. Un político no tendría nada que decir si no deseara un mundo mejor a sabiendas de que el mundo en el que vive le molesta, le hace dolerse. Sabe que si no llora, no mama.

Incluso, cuando el uso del lenguaje es necesario para la adquisición de conocimientos, no se hace otra cosa que admitir el enorme dolor que supone la ignorancia. Otra vez tapadera del llanto. Al igual que hacemos con un bebé que llora, lo cogemos, lo abrazamos, le ofrecemos alimento, lo mecemos hasta que damos con el origen, así debemos tratar a los charlatanes, buscando el origen del llanto. ¿Cómo sería el mundo si diéramos con la causa del llanto de todos los hablantes? Hablando se entiende la gente, decimos. No es verdad: hablando se confunde la gente. Es llorando como nos entendemos. Cuando has entendido a alguien es que has entendido su herida. ¿Entonces por qué lloramos? Es sencillo: porque no encontramos palabras.   
 

lunes, 17 de julio de 2023

ORGÍA EN EL EXTRARRADIO.

Convengamos en que hay una cierta lujuria intelectual por la política. Sospecho que poseemos un febril deseo innato por dar respuesta inmediata a las insinuaciones, más o menos sicalípticas, de ese mundo que nos compete a todos. La política seduce con la vulgar eroticidad de sus llamados. Históricamente se han concentrado en clubes nocturnos donde fabrican fetiches ideológicos y esos clubes se denominan “partidos”. Por el permanente bullicio de los asuntos públicos y esa otra cosa que voy a denominar “periferia de la política”, se desencadena un fenómeno manifiesto: toda opinión cree de sí misma que es un ejercicio intelectual. Cualquier imbécil (del latín “imbecillus” que significaría “sine baculo”, sin bastón, es decir; sin apoyo de conocimiento alguno) consintiendo a su pulsión visceral la libertad de expresarse, se cree intelectual. Y, por esa misma autocomplacencia, busca constantemente su minuto o sus minutos de gloria y lo consigue, entre otras cosas porque no necesita a nadie. Lo que suceda después en concurrencia con otras imbecilidades, no le importa.

El campo de la discusión política suscita esta injerencia universal de las mentes vagas cuando, en otras áreas se elude la participación. Las matemáticas, por ejemplo, no son democráticas y no toleran resultados obtenidos a golpe de mayorías o de opiniones. En cambio, la maleabilidad de las opciones políticas es tan abrumadora que, a simple vista, cabe cualquier postulado, lo que le hace creer meritoria al postulante su solvencia intelectual. De ese cacareo se nutre básicamente el ágora. Los resultados socavan un mínimo de lucidez porque se atraen para el debate público los asuntos que están en la “periferia política”, pero no son política. La política son “las cosas”. Ortega lo expresó en Argentina en 1942 en un discurso titulado “Meditaciones sobre el pueblo joven” y merece la pena reproducirlo por vigente: “Mi prédica que les grita: ¡Argentinos, a las cosas, a las cosas! Déjense de cuestiones previas personales, de suspicacias, de narcisismos. No presumen ustedes el brinco magnífico que dará este país el día que sus hombres se resuelvan de una vez, bravamente, a abrirse pecho a las cosas, a ocuparse y preocuparse de ellas directamente y sin más, en vez de vivir a la defensiva, de tener trabadas y paralizadas sus potencias espirituales, que son egregias, su curiosidad, su perspicacia, su claridad mental secuestradas por los complejos de lo personal”.

En contraposición a “las cosas”, el imbécil parlotea en los arrabales de la política y no sale de esa periferia, como si los asuntos públicos se hubieran encerrado tras una frontera inexpugnable. Núcleos que se hacen rodear de trochas laberínticas por donde cada cual se tira una verbosidad a placer. No se distingue bien si es que no se quiere entrar en el recinto de “las cosas” o es que ya se ha perdido el rastro de la entrada; el hedor de las verbosidades impide el perfume del bosque.

Es en esa neurótica del extrarradio donde cuaja el poder orgiástico de la política, atrayendo, para colmo del noble empeño, a los que están dentro y elegidos para ocuparse de los asuntos que importan. Mientras estas frivolidades ocupan el centro del combate ideológico, “las cosas” se quedan abandonadas a su suerte y es lo de siempre: los tontos miran al dedo que señala a la luna. ¿Acaso no es mirar al dedo invalidar una acción política en función de los aliados que la votan? ¿Acaso no es mirar al dedo invalidar una acción política por lo que se dijo en el pasado sobre ella? ¿Acaso no es mirar al dedo invalidar una acción política por su encaje en alguna casilla tipológica de izquierda o de derecha? ¿Acaso no es mirar al dedo invalidar una acción política por los efectos no deseados de ella cuando pueden corregirse separadamente? ¿Acaso no es mirar al dedo invalidar una acción política por no haberla hecho yo? ¿Acaso no es la conjura de los necios la que identifica al adversario como enemigo, en lugar de considerarlo aliado contra el verdadero enemigo que resulta ser el problema a solucionar? ¿De qué se habla, entonces? Se habla del dedo para humillación de la luna.

 La fuente de la histeria pública -habrá que aceptarlo-, es el dogma. Hay que tener el coraje de empezar a gritar: ¡la política sería fantástica si no tuviera creyentes! La ramplonería congénita de los parlanchines, tan crecidos en sus butacas, conduce al rechazo de la obligación intelectual de pensar negativa y positivamente a la vez. La militancia se parece mucho a una feligresía, los devotos de una y otra religión, eximidos de pensar, se toman a pecho amar a su dios sobre todas “las cosas”. El imbécil no sabe que el dios verdadero no se anda nunca por la periferia. Si lo sabe y aun así prefiere merodear, no es imbécil, sino mezquino. A los demás sólo nos queda la fundación de un cementerio de muertos no llorados, o de cosas abandonadas, como si el mundo fuera, todo él, un metafísico desván donde exhibir el olvido de todas las cosas inolvidables.            

 

 

 

 

 

miércoles, 12 de julio de 2023

ARTÍCULO MODERNO

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No le he entendido: puede dirigirse, caso de error del sistema, a la dirección web institucional, insertando el código que recibirá en su teléfono móvil, si fue dado de Alta con certificado digital en el sistema www.dardealtadeunavezmimovil.com. Caso de no tener dado de Alta su teléfono móvil o no poder hacerlo, pulse el pulso. Puede ser que ya no lo detecte. En www.yanodetectomipulso.com encontrará una amplia guía con instrucciones a seguir para el supuesto de que haya fallecido irreversiblemente. Si fuera reversible, usted no estaría verdaderamente muerto, muerta o muerte, sino que probablemente habría colapsado, colapsada o colapsade, vaya usted a saber por qué.

Para más informaciones del procedimiento, deberá tener a la mano su Documento Nacional de Identidad, Pasaporte, Tarjeta de la Seguridad Social, el formulario de solicitud relleno y validado por la Conserjería competente en materia de validaciones ordinarias y la cartilla de escolaridad con certificación de la Secretaría del Centro de que sabe leer. Imprescindible saber leer para llegar hasta aquí. El servicio de validaciones tiene un coste de 2,90 euros, cuyo importe se abonará previamente a través del pago de tasas seleccionables a través de la “app” “tasas oficiales”, cuyo resguardo podrá obtenerse previa identificación con el sistema “clave”, “pin”, “pan”, “pun”, “fuego”. A los 2,90 euros se le añadirán impuestos y se le detraerán subvenciones y desgravaciones legales por familia numerosa nivel uno, familia numerosa nivel dos, mayores de sesenta y cinco años, pensionistas, hijos de su padre y/o de su madre, según proceda, y otras exenciones previstas en el Boletín de Previsiones Especiales de la Delegación de Descuentos de Tasas (B.P.E.D.D.T.), previo reconocimiento explícito del Organismo Competente.  

El proceso de solicitud de lectura, una vez concluido satisfactoriamente, está sujeto a la ley de protección de datos, deber de confidencialidad y responsabilidad y el Centro Distribuidor de Lecturas (C.D.L.) será depositario de la información personal facilitada,  quedando depositada y custodiada en nuestros soportes informáticos todas cuantas operaciones o manifestaciones orales hubieran tenido lugar en la presente tramitación. Para rectificar o revocar uno, algunos o todos los datos vertidos en el sistema, se contempla un improrrogable plazo de 10 días hábiles o naturales, según discrecionalidad administrativa, dentro de los cuales, y con el fin de proteger su solicitud y otorgarle derecho de rectificación, no podrá acceder al texto del artículo seleccionado, siempre y cuando haya seleccionado el artículo primero o el segundo. En el caso de haber seleccionado “otros” tecleando el número “tres”, deberá adjuntar acreditación suficiente que justifique que desea leer más de uno. Las acreditaciones se obtienen a través de la “subpágina web” que se inserta en el cuarto escalón del menú principal de la página de la Secretaría de Estado. Para menú del día o la carta, diga o pulse el número que aparece en su último análisis de colesterol emitido por la S.S. en los últimos tres meses. Las acreditaciones son emitidas tras una valoración colegiada de dos miembros de reputada solvencia funcionarial –si lo tienen a bien- y un dispositivo de Inteligencia Artificial con alto sentido de ponderación subjetiva de las alegaciones aportada por el usuario.  Obtenida la calificación, se remitirá a su email registrado en la página www.registrosegurofetenyaporfindemiemail.com el código encriptado de validación que deberá descomprimir dentro de la plataforma petrolífera ubicada al efecto.

Los soportes informáticos empleados; Portátil, Smartphone, Tablet, Ordenador, otros…, serán de su cuenta y riesgo, totalmente pagados de su bolsillo, se haya o no deslomado para conseguir el importe. El jornal o jornadas dedicadas a la tramitación –búsqueda, lectura, cumplimentación, etc.-, no surtirá efectos salariales por más que sean trabajos dedicados a decirle a la administración lo que la administración ya sabe. Los errores de tramitación derivados de la impericia ciudadana, cuya capacitación administrativa, legal, informática se supone perfeccionada por el simple hecho milagroso de ver Tele 5, no dará derecho a subvención, pensión, ayuda, asistencia, reclamación o cualquier otra cobertura del Estado Social y de Derecho. Para solicitar una cita previa se debe seguir el protocolo número tres. Una vez obtenida, el funcionario correspondiente le entregará personalmente la siguiente cita previa y, si no está de acuerdo, diga o marque “gol”. Es lo que hay.       

 

martes, 2 de mayo de 2023

¡Lectores del mundo, uníos!

Que Cervantes, hombre que pasa por culto sin haber leído El Quijote antes de escribirlo, nos dé una lección de lo que es un escritor, no nos extraña. Tendríamos que desprestigiar una de las mejores obras de la literatura universal para hacer caer la figura de escritor gigantesco que representa. Entre otras notas que caracterizan a una obra clásica, voy a fijarme en la que, convendrán conmigo, puede ser la más llamativa. Una obra clásica es una obra viva. Desde su nacimiento ha ido alimentándose de las lecturas que se han hecho y, por supuesto, de las aportaciones que cada gran lector ha dejado gracias a la obra, enriqueciéndola. El Quijote no es el mismo antes de la “Meditaciones del Quijote” de Ortega y Gasset.  Quien se acerque a la obra tan reputada en estos días, debe saber que, siendo el mismo libro que fue publicado en 1.605, ha experimentado un continuo crecimiento desde entonces. Cervantes, al escribir El Quijote, está elaborando una interpretación de los libros de caballería que ha leído. Y, como lector de esos libros, nos regala su visión dentro de la gran obra que escribe. Antes lector que escritor.   Las mil formas de abordar el Quijote no salen de la nada, ni de ningún protocolo de lectura que nos aconsejara su autor. Son perspectivas, si bien es verdad que de personas instruidas, enjaezadas desde la condición de lector. Aquí es donde quería llegar; al lector. Los grandes figurones literarios de la historia han gozado de gran reputación gracias al demostrado virtuosismo de su ingenio, de su arte o de su inventiva y que ha quedado reflejado en sus respectivas obras. Conviene hacer notar lo siguiente: la buena literatura es el resultado de un buen texto en conjunción con un buen lector. Es hora ya, quizás la mejor hora, dadas las circunstancias, de darle al lector su posición hegemónica en la larga cadena libresca. En España, solo conozco este fenómeno en España, el delirio editorial y el delirio “amateur” de los escritores de poca monta se nos ha subido a la chepa. Un disloque que tiene lugar bajo una atmósfera enturbiada donde no hay nadie con capacidad de sacrificio suficiente para decir que, esta o aquella obra, es un auténtico bodrio. Dar la vida por la patria, bien, pero soportar un linchamiento seguro de la mano de la legión de los mediocres, a ver quién es el lector que lo aguanta. Parece que es obligatorio dar las correspondientes genuflexiones y espaldarazos para no quedar mal. Es lo que viene llamándose “buenrollismo literario”.

Mucho antes que Ortega, y al margen suyo, se puede formular la siguiente idea: la literatura es una filosofía mayor porque encumbra el pensamiento a la categoría de “cambiante” y el filósofo no suele darse cuenta. E.M. Cioran lo escribe con mucho más gracejo. “A veces hago afirmaciones totalmente insensatas y me lo echan en cara. Puedo decir perfectamente: mire, también digo lo contrario; basta con que pase la página”. En la buena literatura se dan la mano el escritor y el lector. Hay que precisar, también, que el binomio escritor-lector es una dialéctica que tiene ya lugar en la sola figura del escritor. Dicho de otro modo, es muy difícil encontrar un buen escritor que no sea buen lector. La plaga de nuestro tiempo es que han caído de no se sabe dónde, escritores como langostas, que harían muy bien en seguir escribiendo para sí o para sus allegados, pero que no nos estorbaran en las librerías. No porque no tengan derecho a escribir, sino porque tienen la obligación de leer y se les nota que no. Esa literatura como “filosofía mayor”, que es producto de una licencia lingüística que me permito, suele ir bordando el paño de Penélope con dejación de numerosos hilos de donde tirará el lector avezado o, como establece la mitología, esperará a la noche siguiente para hacer la nueva lectura que tiene un paño nuevo. Y, como todo es movimiento, en una buena obra no habrá ninguna idea estática mientras haya un lector que impulse el dinamismo inherente. Para eso, la buena literatura debe acopiarse de buenos lectores que no den por cerrado ningún pensamiento. A veces, la filosofía pura, crea unos tratados monumentales inconmensurables a partir de una primera frase, que tienen que explicar y no contradecir en ningún momento. Ocurre lo contrario en la literatura, no hay que forzar ninguna coherencia y ningún pensamiento queda cerrado, sino expuesto a la visión culta de quien se acerque a la obra y la interprete a su manera. Hay que empezar a hacerse fotos con los lectores; escasean y ya van teniendo mucho más mérito que los escritores.      

 

martes, 18 de abril de 2023

PALABRA DE ASMÁTICO.

 

Los alérgicos tenemos experiencias inefables varias veces al año. Las experiencias son de por sí inefables, que se lo pregunten a los místicos y a los guillotinados, valga la distancia, si la hay, entre unos y otros. Respiramos una densidad etérea en esos días. No encuentro otra manera peor de explicar la sensación de estar respirando leche condensada. Imagino que tanta pesadez y tanta viscosidad pasan directamente a la sangre. Vengo a suponer que las células, atiborradas de esa alimentación añadida, aumentan su peso y su talla como así los glóbulos, que se distribuyen, engordados, por todos los órganos y llegan al cerebro donde engordan las ideas y las hacen más pesadas. Tal es el volumen de las partículas neuronales y la densidad de los impulsos energéticos, que las asociaciones entre ellas se vuelven lentas y cargadas de lastre. Los caminos que componen las redes viarias de los pensamientos se estrechan y no caben los de ida y vuelta al mismo tiempo.

De la tal  pesadez se apiadan los estornudos que, por impulsos de gratitud, mandan a la atmósfera buena parte del yo y, mientras lo van acostumbrando a la unión con el todo, consiguen cierta ligereza momentánea. Pero las ideas de un alérgico, diga lo que se diga, son para venderlas al peso. En estos días las cervicales, por tal motivo, se resienten. Todo el mundo sabe que para tener unas cervicales sanas hay que decir que sí el mismo número de veces que no. Para decir que “no” hay que ser más inteligentes que para decir que “sí” y, en estos días de plomo, los síntomas manifiestos son de un afirmatismo insoportable. Cuando el torrente de síes alcanza cierta envergadura el cerebro se seca mucho más que leyendo libros de caballería y deviene un quijotismo primaveral que tiene su origen en el polen, pero que le viene muy bien a los amigos para llamarte “el primaveras”. La inteligencia es ligereza, no cabe duda y, si un “no” inteligente supone un peso momentáneo y un “sí” torpe un alivio inmediato, basta dejar un tiempo de comprobación.

Con los pulmones ocurre algo parecido al número de “síes” y “noes” y es que tienes que tomar aire el mismo número de veces que lo expulsas porque, o mueres de un estallido, o te embalsamas al vacío como los arreos para el cocido de Carrefour. Es decir; la paridad es una condición de salubridad biológica y de equilibrio psicológico. Los asmáticos por alergias, que somos los fijos discontinuos de los asmáticos y no sabemos si contabilizamos entre los crónicos o los agudos, de tanto cargar con la lentitud y el peso de la cesta de neuronas de temporada, cuando nos alivia la época estacional, se nos ponen los pensamientos a levitar primero y a desplegar las alas después. O sea, que se nos van de las manos. Ni cuando nos pesan ni cuando nos aligeran. O tenemos retención o deshidratación de ideas, cosa que pasa desapercibida a quienes no son de alergias varias. Hay que salvar a Proust y a Dickens siempre.

Cuando, por razones de azar, coincidimos varios asmáticos en un salón y es primavera, la atmósfera se cierra en nubarrones que acaban en lluvia torrencial e inundaciones doctrinales –que son las que pesan más-. Pero cuando no es primavera, la volatilidad argumental, a lo más que llega, es a la formación de una neblina transparente que ya la quisiera cualquier tarambana. Los tertulianos, por ejemplo, parecen convalecientes de alguna primavera cuando hablan, pero estos son crónicos.  De tanta liviandad o gravedad, según los alérgenos circundantes, algún entrenamiento de cervicales tenemos los jadeantes, no sólo porque vayamos contando los síes y los noes, sino porque la presión y la depresión, como todo el mundo sabe, curte los músculos del cuello y los prepara para el misticismo de la guillotina. Acoplas la cabeza diciendo que no y cae al canasto con un sí definitivo y último, pero el verdugo las pasa canutas, mi querida psicoanalista. Palabra de asmático.   

viernes, 31 de marzo de 2023

¡Ay, Don Ramón!

Nada más antiguo que un periódico de ayer, reza un aforismo con más fundamento cada día. Del presente a la antigualla transcurren pocas horas, no hace falta que pasen días, aunque cualquiera sabe si los días han bajado de las veinticuatro horas. Los tiempos avanzan que es una barbaridad, cosa que ocurre desde la entonación de alguna zarzuela (zarzuela queda dicho sin ánimo regio) y es posible que sea una afectación crónica del cronos con la que convivir. En momentos históricos como estos, en los que la realidad pasa a una velocidad parecida a la que llevan los poster de telégrafos vistos desde la ventanilla de un tren, ¿quién se acuerda ya de la moción de censura perpetrada por el Sr. Tamames? Un hombre que aún guarda vestigios de su antigua fealdad y que, al hilo de sus aprendizajes, sigue enseñando a los nuevos economistas los secretos de la economía y el feminismo de Isabel la Católica. Pero en aquella lejana época de la moción de censura, en pleno periodo cultural del reciclaje, nos habló todavía con ideas que no han pasado por el contenedor verde y las ideas, como los vidrios y los plásticos, deberían reciclarse al menos tanto como se reciclen los tiempos. La “Ley universal del aprendizaje” dice: “Toda persona, toda organización o toda sociedad, para sobrevivir, necesita aprender al menos a la misma velocidad a la que cambia su entorno; y si quiere progresar tendrá que hacerlo a más velocidad”. Nos debe saltar a la vista que dentro del aprendizaje una porción importante está ocupada por la acción de desaprender, ejercicio que se confunde con olvidar cuando no es lo mismo. Por eso cuando la censura al gobierno cristaliza en el nombre de Tamames, creí que asistiríamos a un choque generacional entre padres e hijos, o paradigmático entre maestros y discípulos y albergué la esperanza de ver en el combate una lucha dialéctica entre dos tiempos políticos que se mueven en el mismo escenario. Supuse que de la mano incorrupta del candidato vendría la adjetivación del lenguaje, la matización, la reserva intelectual de la filosofía política, la cultura general que tan brillantemente exhibió Tierno Galván, pongo por ejemplo. Supuse que en la oratoria como en la democracia la forma es el fondo y tendríamos ocasión de contrastar dos modelos discursivos, uno de ellos vulgarizado, el otro cultivado. El vulgarizado centrado en el Ethos o en el Phatos, el cultivado centrado en el Logos.  Supuse que, en un clima mediocre de neblina que impide ver con claridad el camino que seguimos, se precipitaría un aguacero que aclararía y despejaría el horizonte. Supuse, ya veo que ingenuamente, que la visión ancha del país que enlazaría con Ortega, Menéndez Pidal, Machado, Clara Campoamor o María Zambrano entraría en el Parlamento como un madrigal entra en un adolescente: por el pecho cuando no por la sien, según el caso. En cambio, pudimos ver la envergadura del olvido y el vacío infinito de las certidumbres.  Se equivocó la paloma. Se equivocaba. Que se la llevó al río creyendo que era mozuela, pero el censurado tenía marido o programa o idea de país para el futuro. Supuse que, quien tiene todo perdido sólo puede ganar y, aunque numéricamente la investidura estaba fracasada de antemano, el éxito vendría gracias a poner en juego los mecanismos biológicos de la seducción política. Y veríamos en medio de la pista el espectáculo de un baile suelto, mientras los otros siguen en un baile agarrado. Pensé que tenía todo ganado porque su edad o su estado de gracia o desgracia, según se mire, serviría de aval para la locura o para la tan traída “imaginacción al poder” del mayo del 68, y propiciaría la revolución de un liberalismo emocional que encantaría al respetable. Casi todo  lo tenía de su parte, porque en contra le pesaba y nos pesaba el grupo proponente que le dio el abrazo de oso. Sin embargo, se desaguó contra todo pronóstico porque dejó demasiada piel pegada a su tiempo y desoyó a Spinoza cuando dijo que: “El espacio es el terreno de la potencia de los hombres; el tiempo de su impotencia”.  Nada peor que mostrar la impotencia del olvido y olvidar que la esperanza tiene que ver con el futuro que no nos trajo y que no depende de su longevidad ni de que, cuando despertáramos, Tamames, el Tamames, todavía estuviera allí.  ¡Qué desastre de suposiciones! ¡Mea culpa!