domingo, 5 de noviembre de 2023

UNA PARADA DE SEMÁFORO

Me he partido la uña del dedo pulgar de la mano derecha. Intenté desenroscar un tornillo de sujeción de la tiranta de la bandeja trasera del coche. Pensé sin pensar que la uña podría hacer las veces de un destornillador. Al fin y al cabo el cuerpo humano ha servido históricamente como una potentísima herramienta obedeciendo a la mente o, mejor dicho, a la necesidad biológica. Esa simpleza que hiriéndome no termina de hacerlo, pues una uña partida es una pequeña mutilación y a la vez una fruslería indolora e indiferente, tiene alrededor el conjunto de gestos que desencadenan la acción de desenroscar; la pulsión humana contextualizada en un concreto estado de ánimo del que participan un innumerable colorido emocional, sentimental y caracterológico. La bandeja trasera del vehículo es de un paño áspero y un color tosco, aparentemente elegante por el acabado enmoquetado, pero deja de serlo porque todas se parecen y, cuando algo atiende a un modelo estandarizado pierde su originalidad y su elegancia. Colocada en un coche vulgar, muy corriente, que nos llevó a ver el mar a primera hora de la mañana ha sido objeto de una fugacidad del pensamiento. El mar nunca es vulgar; esa es otra fugacidad.

No pude contar cuántos semáforos mandaron que nos detuviéramos, cuántas veces paramos y cuántas arrancamos. En algunos tardamos unos minutos en reanudar la marcha, en otros apenas una detención momentánea. Las pequeñas detenciones pueden asemejarse a pequeños buches de agua que uno toma en los oasis. Sirven para adecentarse el flequillo, mirar de reojo el móvil, observar disimuladamente a los conductores aledaños, mirar las calles por las que uno transita sin tener que descuidar la conducción, acomodar el asiento, vigilar las agujas de temperatura del cuadro de mando, jurar en hebreo si llega uno tarde al trabajo, y un sinfín de pequeñas acciones enmarcadas en el pequeño tiempo que tarda la luz verde en aparecer. Si tenemos que describir ese minuto de reloj despreciaremos detalles de todo tipo. En cambio, si vivimos ese minuto a las afueras de la descripción e insertos en la realidad, los detalles serán inacabables.

Cada instante abarca una inmensidad imposible de detallar hasta el final. La arruga declarada en rebeldía en el pernil izquierdo del pantalón azul marino, la mácula de hojarasca que furtivamente entró sin ser llamada sigue sobre la alfombrilla recién lavada. Tres cotorras juegan sobre una rama a regañarse y huyen al unísono cuando las asusta un claxon. Eran tres verdes iguales que en sus plumas no lo eran gracias a unos pequeños matices de motas blancas. Una de ellas llevaba la voz cantante, las otras dos respondían como alumnos de primaria ante una pregunta facilona del maestro. Creo que era una acacia la rama donde se apoyaban. La acacia es símbolo de perennidad y de vida eterna, eso dicen los masones. Entra un fresco agradable por la rendija de la ventanilla y pienso que ya era hora de que el clima tuviera a bien comportarse amablemente. Mientras tanto, la luz roja del semáforo continua ordenando con luz firme la inacción de los conductores. Los colores no piensan, pero mandan. Es muy parecido a lo que hace un tirano.

He hablado mínimamente de la arruga de mi pantalón y, acaso, uno puede pensar que basta, pero ese pequeñísimo matiz posee su historia y no llega a la existencia sin un transcurso y sin una concatenación de hechos que, tal vez, enlacen con la curvatura de la nariz de Cleopatra. Es la marca de mi coreografía personal, mi modo de poner la pierna cuando tomo asiento en el lado izquierdo del sofá e intento leer un rato. Para quien íntimamente conozca mis amaneramientos, la pequeña arruga en el pernil izquierdo me delataría. Serviría con claridad a un sabueso policía para resolver un crimen. No me puedo permitir estos errores, pienso. Con arrugas así debo abstenerme de asesinar a nadie. Una flexión viciada de mis piernas que, con los años, van adquiriendo aún más vicios en lugar de domeñarlos.

Unos rayos inclinados, y un tanto descompuestos por obra del parabrisas, bañan la superficie del salpicadero y hacen refulgir la indecencia que las motas de polvo guardan para desmentir la creencia de que estuviera enteramente limpio. El sol tiene sus preguntas de la mano de la luz que proyecta y le basta una mirada para desvelar un secreto guardado en la oscuridad. Hay miradas humanas que parecen soles. El cristal frontal transparenta el esbozo de una pintura de Juan Dubuffet y empiezo a creer que la mugre copia al arte cuando se siente despreciada. Ahora tomaría un papel de calcar y trasladaría la obra a un museo contemporáneo, pero no me da tiempo. Se ha puesto en verde la luz y nos tenemos que ir.    

 

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