Me he partido la uña del dedo pulgar de
la mano derecha. Intenté desenroscar un tornillo de sujeción de la tiranta de
la bandeja trasera del coche. Pensé sin pensar que la uña podría hacer las
veces de un destornillador. Al fin y al cabo el cuerpo humano ha servido
históricamente como una potentísima herramienta obedeciendo a la mente o, mejor
dicho, a la necesidad biológica. Esa simpleza que hiriéndome no termina de
hacerlo, pues una uña partida es una pequeña mutilación y a la vez una
fruslería indolora e indiferente, tiene alrededor el conjunto de gestos que
desencadenan la acción de desenroscar; la pulsión humana contextualizada en un
concreto estado de ánimo del que participan un innumerable colorido emocional,
sentimental y caracterológico. La bandeja trasera del vehículo es de un paño
áspero y un color tosco, aparentemente elegante por el acabado enmoquetado,
pero deja de serlo porque todas se parecen y, cuando algo atiende a un modelo
estandarizado pierde su originalidad y su elegancia. Colocada en un coche
vulgar, muy corriente, que nos llevó a ver el mar a primera hora de la mañana
ha sido objeto de una fugacidad del pensamiento. El mar nunca es vulgar; esa es
otra fugacidad.
No pude contar cuántos semáforos
mandaron que nos detuviéramos, cuántas veces paramos y cuántas arrancamos. En
algunos tardamos unos minutos en reanudar la marcha, en otros apenas una
detención momentánea. Las pequeñas detenciones pueden asemejarse a pequeños
buches de agua que uno toma en los oasis. Sirven para adecentarse el flequillo,
mirar de reojo el móvil, observar disimuladamente a los conductores aledaños,
mirar las calles por las que uno transita sin tener que descuidar la
conducción, acomodar el asiento, vigilar las agujas de temperatura del cuadro
de mando, jurar en hebreo si llega uno tarde al trabajo, y un sinfín de
pequeñas acciones enmarcadas en el pequeño tiempo que tarda la luz verde en
aparecer. Si tenemos que describir ese minuto de reloj despreciaremos detalles
de todo tipo. En cambio, si vivimos ese minuto a las afueras de la descripción
e insertos en la realidad, los detalles serán inacabables.
Cada instante abarca una inmensidad
imposible de detallar hasta el final. La arruga declarada en rebeldía en el
pernil izquierdo del pantalón azul marino, la mácula de hojarasca que furtivamente
entró sin ser llamada sigue sobre la alfombrilla recién lavada. Tres cotorras
juegan sobre una rama a regañarse y huyen al unísono cuando las asusta un
claxon. Eran tres verdes iguales que en sus plumas no lo eran gracias a unos
pequeños matices de motas blancas. Una de ellas llevaba la voz cantante, las
otras dos respondían como alumnos de primaria ante una pregunta facilona del
maestro. Creo que era una acacia la rama donde se apoyaban. La acacia es
símbolo de perennidad y de vida eterna, eso dicen los masones. Entra un fresco
agradable por la rendija de la ventanilla y pienso que ya era hora de que el
clima tuviera a bien comportarse amablemente. Mientras tanto, la luz roja del
semáforo continua ordenando con luz firme la inacción de los conductores. Los
colores no piensan, pero mandan. Es muy parecido a lo que hace un tirano.
He hablado mínimamente de la arruga de
mi pantalón y, acaso, uno puede pensar que basta, pero ese pequeñísimo matiz
posee su historia y no llega a la existencia sin un transcurso y sin una
concatenación de hechos que, tal vez, enlacen con la curvatura de la nariz de
Cleopatra. Es la marca de mi coreografía personal, mi modo de poner la pierna
cuando tomo asiento en el lado izquierdo del sofá e intento leer un rato. Para
quien íntimamente conozca mis amaneramientos, la pequeña arruga en el pernil
izquierdo me delataría. Serviría con claridad a un sabueso policía para
resolver un crimen. No me puedo permitir estos errores, pienso. Con arrugas así
debo abstenerme de asesinar a nadie. Una flexión viciada de mis piernas que,
con los años, van adquiriendo aún más vicios en lugar de domeñarlos.
Unos rayos inclinados, y un tanto
descompuestos por obra del parabrisas, bañan la superficie del salpicadero y
hacen refulgir la indecencia que las motas de polvo guardan para desmentir la
creencia de que estuviera enteramente limpio. El sol tiene sus preguntas de la
mano de la luz que proyecta y le basta una mirada para desvelar un secreto
guardado en la oscuridad. Hay miradas humanas que parecen soles. El cristal
frontal transparenta el esbozo de una pintura de Juan Dubuffet y empiezo a
creer que la mugre copia al arte cuando se siente despreciada. Ahora tomaría un
papel de calcar y trasladaría la obra a un museo contemporáneo, pero no me da
tiempo. Se ha puesto en verde la luz y nos tenemos que ir.
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