No diré nada. Que nadie espere el cuento de la nube
juguetona, ni el de la sinfonía de ningún viento entre las hojas. No diré nada
de las narraciones que los dedos escriben sobre los renglones de la piel. Esto
no es ningún ensayo, ni la vocación adaptativa de unos labios al lecho de otros
labios. Ni siquiera el culmen luminoso de una meditación en el centro mismo del
caos. No hablaré de los balbuceos infantiles de un alma enamorada. No serán
pálpitos adivinatorios, ni elocuencia líquida de ninguna lágrima. No diré nada
de la profundidad satánica en el salón de estar de las comodidades, ni del aire
meditativo de los bosques o de la memoria de ninguna enfermedad. Nadie espere
que hable el idioma de las cumbres o el de la lentitud. No diré nada del papel
pautado de los cuerpos, ni del vapor que imita la quietud del espíritu. No
hablaré con los dedos, ni con las escuchas. Esto no tiene sentido ni vuelta, ni
siquiera es una negación o un secreto, no es para el entendimiento, ni para la
verificación. No habrá búsqueda ni intrusismo, ni partículas amorosas que vayan
cayendo sobre la alfombra. Nada es realidad o sombra, nada es lo escrito y no
respirarán “sin embargos”, ni “aunques”, ni “peros”, ni tampoco “síes”, ni
tiernas afirmaciones etéreas que huyan a través de las páginas por la
persecución de un anhelo con sombrero de sustantivo. Nada es tan explícito ni
tan recortado como el misterio de la nada que ama a otra nada. No diré nada, ni
se intuirán poéticas encerradas llamando a la puerta de las flores, ni el café
estará caliente, ni el amanecer tendrá sus hadas remetiéndose por los postigos,
no habrá bailes bajo ninguna lluvia, ni el vuelo del halcón acechará las
pupilas del futuro. No diré con maternal condescendencia nada de un país
lejano, ni “érase que se era” a ningún galope, ni Dulcineas ni molinos, ni
sabidurías hindúes, ni sabores de abuela, ni cáscaras de naranja. No trazaré
renglones, ni dibujaré languideces al filo de ninguna espera, ni al filo de
ninguna lectura de los mapas que las cicatrices despliegan. No diré nada de los
bordados de la saliva en el roto de ninguna boca, ni del rayo que enciende la
plegaria. No diré nada como “siempre” o como “nunca”: voces que abarcan el
territorio imposible que invocan los amantes cuando habitan el cenit de la
transustanciación. No hay nada que decir, para que no se escuche. No escribiré
hoy nada como un cuerpo tangible y sólo tangible. No hay literatura en eso, ni
en esto, ni en aquello, salvo que virutas sentimentales de la lectura hagan
salazones que un día vengan al paladar como el recuerdo sabroso de un engaño.
Nada diré del paisaje de los desconchones, ni del océano, ni de la explosión de
estrellas, porque no tengo el fundamento ni la fórmula de los carpinteros, no
tengo a mano el fajín de poeta, ni el birrete de los holgazanes, ni me basto
con mi ignorancia, ni me sobra la belleza de veros. Por eso, no es que no
quiera, es que una maldición indecible no ha dicho, que es su forma de ser
maldición. No diré nada por obediencia al destino y a los sabios –si es que no
son la misma cosa- y sobre el hilo de las letras se podrá caminar como un funambulista
entre dos precipicios o dos vacíos, cuidando de que el anhelo se concentre en
la punta de los pies y la meta no sea otra cosa que mirar el camino recorrido.
No diré nada, a conciencia cierta de que la nada no es ninguna precipitación,
ni invento azaroso de los eruditos con gafas académicas, sino un preparado
místico de las olas bajo las faldas de la grandes montañas que continua
guisándose en los pucheros del refectorio. Para cuando el guiso esté servido,
ya nos habrán quitado el alambre y los vacíos no tendrán fronteras, ni la
esperanza se concentrará en la punta de los pies. No diré nada decible, cuyo
sentido posea el más mínimo sentido, ni por colorido, ni por intensidad, ni por
hondura, ni por musicalidad, ni por ser festivo el día que se ve desde la
ventana. Quizás es el hueco la razón de las cosas, mientras persiste el afán
por taparlos dejando la ceguera a la intemperie. No se dirá nada porque la nada
no puede decirse, pese al alambique de las peroratas y los verbos de bisutería
colgados de los expositores viperinos. No hay nada que decir de esto ni de
aquello, ni lo esperes de la orilla de tus ojos con sus pestañas corintias, ni
de la sed inversa de querer ser bebido para alivio de tu cansancio o de la
pesadumbre de no entender nada, comprendiéndolo todo. Nada.
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