“Nada es verdad ni es mentira, todo es según el color del
cristal con que se mira”. Esta es la osadía de las gafas, su valiente función
de proporcionar la realidad nítida a quienes, por su alterada visión, tienen
otra perspectiva. De un instrumento que corrige la forma personal de visión
-con lo que eso enriquecería el perspectivismo- a un complemento de la
personalidad. De Machado y su “el ojo que ves no es ojo porque tú lo ves, es
ojo porque te ve” a la filosofía de “el cristal por el que miras, te define más
a ti que a la imagen que por ellas te llega”, es el siguiente paso que ya
dieron algunas personas. El mundo está lleno de personas que llevan gafas, pero
muy pocas gafas son las que llevan personas.
A veces te cruzas por la calle con unas gafas aisladas e
independientes, rebeldes gerundios que van caminando y, sólo haciendo un gran
esfuerzo, sospechas que detrás de ellas existe alguna criatura que las porta,
cuando la verdad es que son ellas las portadoras. No se habla apenas de las
enseñanzas coreográficas que nos imparten. Sólo quienes las han usado disfrutan
del placer de mirar por encima de sus bordes, un gesto entre cómplice e
inquisidor, entre seductor y asertivo que nos saca un momento del universo
acristalado para darnos un respiro fuera de él. Nadie que mira por encima de
las gafas se queda mucho tiempo fuera, arrecia una realidad desapacible allí,
así que con rapidez vuelve el sujeto tras su escaparate.
Esa es otra de sus funciones desapercibidas, la de servir de
escaparate al espejo del alma. Ya sabemos que hay ojos autosuficientes, pero no
son todos. Algunos se exhiben y otros son para exhibirlos. Acostumbrados como
estamos a la estrecha relación que hay entre las gafas y los ojos, olvidamos
que en algunos casos muy cuidados las gafas combinan mejor con los zapatos y el
bolso que con las pupilas. Tienen esa extraña virtud de trasladar su estética,
cuando no su arte, al último rincón de la imagen. Pensemos en la rara grisura
que nos inspiraban las gafas de Calvo Sotelo o las de Martín Villa, sin las
cuales hubiera sido imposible la transición o hubiera sido mucho más divertida.
O en la frescura intelectual de las gafas rosas de Fernando Savater, sin las
que no hubiera difundido su magisterio, ni Amador hubiera comprendido la ética.
Pensemos en toda la literatura que se debe a la mirada redonda de, por ejemplo,
Valle Inclán o Unamuno, sin cuya perfección circular ni se ven los esperpentos,
ni el sentimiento trágico de la vida. Hay incompatibilidades manifiestas entre
el existencialismo y las gafas de Rappel, cuya estética sólo aspiraría al vitalismo,
como igualmente hay una férrea sintonía entre el estoicismo y Salvador Illa o
el histrionismo y el sobrinísimo Figaredo.
Hay un universo por escribir sobre la filosofía de las gafas
y sobre cómo su irrupción en la historia introduce cambios trascendentes para
el devenir físico de los cuerpos humanos dentro de la sociedad. Ningún
intelectual que se precie puede evitar morder la patilla de vez en vez, con un
gesto a medias entre la reflexión y una atención exagerada. Detrás de este paso
de baile viene siempre una sentencia o una duda. Hay gafas que te visten de
etiqueta como para un cóctel en Mónaco y otras son el armazón de un patíbulo de
donde pende la soga que te ahorca. Tales atrevimientos del artilugio no son
otra cosa que su vocación de pertenecer por derecho propio a la personalidad.
Y, no sólo a la personalidad individual, sino a la personalidad del momento
histórico o de la corriente artística que represente. Hay gafas que han
construido al personaje mucho mejor que toda su experiencia acumulada. No hay
más que verlos para llegar a la conclusión de que son personajes de autor,
obras maestras detrás de los cristales y por gracia de ellos. Y barrunto que
hay un campo abierto en las galerías de arte donde algún día expondrán estos
útiles como expresiones de época o, tal vez, de modos de mirar la vida. Y en
las escuelas de psicología se estudiarán estereotipos de temperamento, de
carácter o de identidad en función de las gafas que haya usado el individuo.
Junto con las corbatas, que están en claro declive moral (casi todos los
ladrones la llevan al cuello) las gafas, para el hombre, son la última
coquetería y, quizás el último bastión al que aferrar un amaneramiento sin
estridencias. Veremos un amplio abanico de gafas terapéuticas recetadas para
curar la melancolía o el descrédito logrado a base de mentir sin ellas. Hay,
sí, un mundo delante de las gafas y otro mundo detrás. Del lugar en el que
situemos la lupa, depende que miremos un rato por encima de ellas o que
mordamos la patilla.
No hay comentarios:
Publicar un comentario