Mostrando entradas con la etiqueta Machado. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Machado. Mostrar todas las entradas

martes, 23 de enero de 2024

Determinismo de las gafas.

“Nada es verdad ni es mentira, todo es según el color del cristal con que se mira”. Esta es la osadía de las gafas, su valiente función de proporcionar la realidad nítida a quienes, por su alterada visión, tienen otra perspectiva. De un instrumento que corrige la forma personal de visión -con lo que eso enriquecería el perspectivismo- a un complemento de la personalidad. De Machado y su “el ojo que ves no es ojo porque tú lo ves, es ojo porque te ve” a la filosofía de “el cristal por el que miras, te define más a ti que a la imagen que por ellas te llega”, es el siguiente paso que ya dieron algunas personas. El mundo está lleno de personas que llevan gafas, pero muy pocas gafas son las que llevan personas.

A veces te cruzas por la calle con unas gafas aisladas e independientes, rebeldes gerundios que van caminando y, sólo haciendo un gran esfuerzo, sospechas que detrás de ellas existe alguna criatura que las porta, cuando la verdad es que son ellas las portadoras. No se habla apenas de las enseñanzas coreográficas que nos imparten. Sólo quienes las han usado disfrutan del placer de mirar por encima de sus bordes, un gesto entre cómplice e inquisidor, entre seductor y asertivo que nos saca un momento del universo acristalado para darnos un respiro fuera de él. Nadie que mira por encima de las gafas se queda mucho tiempo fuera, arrecia una realidad desapacible allí, así que con rapidez vuelve el sujeto tras su escaparate.

Esa es otra de sus funciones desapercibidas, la de servir de escaparate al espejo del alma. Ya sabemos que hay ojos autosuficientes, pero no son todos. Algunos se exhiben y otros son para exhibirlos. Acostumbrados como estamos a la estrecha relación que hay entre las gafas y los ojos, olvidamos que en algunos casos muy cuidados las gafas combinan mejor con los zapatos y el bolso que con las pupilas. Tienen esa extraña virtud de trasladar su estética, cuando no su arte, al último rincón de la imagen. Pensemos en la rara grisura que nos inspiraban las gafas de Calvo Sotelo o las de Martín Villa, sin las cuales hubiera sido imposible la transición o hubiera sido mucho más divertida. O en la frescura intelectual de las gafas rosas de Fernando Savater, sin las que no hubiera difundido su magisterio, ni Amador hubiera comprendido la ética. Pensemos en toda la literatura que se debe a la mirada redonda de, por ejemplo, Valle Inclán o Unamuno, sin cuya perfección circular ni se ven los esperpentos, ni el sentimiento trágico de la vida. Hay incompatibilidades manifiestas entre el existencialismo y las gafas de Rappel, cuya estética sólo aspiraría al vitalismo, como igualmente hay una férrea sintonía entre el estoicismo y Salvador Illa o el histrionismo y el sobrinísimo Figaredo.

Hay un universo por escribir sobre la filosofía de las gafas y sobre cómo su irrupción en la historia introduce cambios trascendentes para el devenir físico de los cuerpos humanos dentro de la sociedad. Ningún intelectual que se precie puede evitar morder la patilla de vez en vez, con un gesto a medias entre la reflexión y una atención exagerada. Detrás de este paso de baile viene siempre una sentencia o una duda. Hay gafas que te visten de etiqueta como para un cóctel en Mónaco y otras son el armazón de un patíbulo de donde pende la soga que te ahorca. Tales atrevimientos del artilugio no son otra cosa que su vocación de pertenecer por derecho propio a la personalidad. Y, no sólo a la personalidad individual, sino a la personalidad del momento histórico o de la corriente artística que represente. Hay gafas que han construido al personaje mucho mejor que toda su experiencia acumulada. No hay más que verlos para llegar a la conclusión de que son personajes de autor, obras maestras detrás de los cristales y por gracia de ellos. Y barrunto que hay un campo abierto en las galerías de arte donde algún día expondrán estos útiles como expresiones de época o, tal vez, de modos de mirar la vida. Y en las escuelas de psicología se estudiarán estereotipos de temperamento, de carácter o de identidad en función de las gafas que haya usado el individuo. Junto con las corbatas, que están en claro declive moral (casi todos los ladrones la llevan al cuello) las gafas, para el hombre, son la última coquetería y, quizás el último bastión al que aferrar un amaneramiento sin estridencias. Veremos un amplio abanico de gafas terapéuticas recetadas para curar la melancolía o el descrédito logrado a base de mentir sin ellas. Hay, sí, un mundo delante de las gafas y otro mundo detrás. Del lugar en el que situemos la lupa, depende que miremos un rato por encima de ellas o que mordamos la patilla.  

 

 

martes, 21 de julio de 2020

Apunte breve sobre "Retrato" de Antonio Machado.


“Mi infancia son recuerdos de un patio de Sevilla,
y un huerto claro donde madura el limonero”.
Ninguna de las estancias que contienen los dos primeros versos de “Retrato” de Antonio Machado me aviva la curiosidad con tanta saña como lo hace la idea de maduración del limonero. Es posible hacer parada y fonda en la infancia y sonsacar de ese “divino tesoro” que se va para no volver, las mieles de la inocencia. La infancia siempre será un divertido “velatorio”; cuarto preparado para velar a perpetuidad, tanto cuando se duerme como cuando se despierta. Quede sobreseído todo cargo contra la infancia por ser una de las formas de mayor pureza que el ser humano adopta. Y, al decir “adopta”, sugiero que la infancia pueda ser también una elección hecha desde los columpios del asilo. Don Antonio envuelve su infancia en un delicado papel poético y la deposita, con suavidad, en el recuerdo. Ante él se postra y recita su añoranza poniendo sobre el reclinatorio los billetes del último viaje, sospecho que a sabiendas de que sólo hay un viaje.
El patio es otra estancia que, a su vez, tiene un huerto que, a su vez, es claro. Tales dibujos, ya tengan olores y sonidos involucrándose en el lienzo o la sombra alargada del final de la tarde, incitan más al rescoldo de la siesta que a la llamarada de la curiosidad. Parecen balnearios de la memoria, aposentos de reposo o sanatorios asoleados contra toda vigencia. Para quedarse, para estar, para ser…, basta la necesidad, quizás porque escribo en verano, del frescor aquietado que un patio andaluz envuelve. En la memoria pueden ser las en punto de la tarde a cualquier hora del día, es la máquina del tiempo en grado sumo; ninguna época le está vedada. Ni siquiera aquellas en las que no se estuvo, ni se estará. Tendría su Oriente y su Occidente en simbólico diálogo y una permanente conversación visual bajo una cuidad diáfana en la que un huerto es un vergel raro o, tal vez a propósito, otra muestra de que todo crece. Y, sin embargo, no deja de ser un recreo o más bien un mirador al filo del acantilado que toda mirada entrenada supone. Un “desde allí” y jamás un “hasta aquí”. Una sala de estar, eso es.
Pero en medio del estatuario lo único que se mueve es el limonero y es para madurar. La vida de un limonero dura como la de una persona, más o menos. Lo único que pasa en el patio, en el huerto claro, en su infancia si me apuran, es que madura el limonero. Y la madurez tiene su intríngulis, su altivez, el soberbio orgullo del que se siente adulto, aunque, algún día habrá que aceptar que para ser un buen adulto se ha de seguir en la edad del pavo. Por eso la maduración resuena en toda su infancia, al menos en toda la infancia que le cabe en el verso, como un asombro definitivo y único. Porque, pienso, que llegar a la plenitud de la vida, sin haber envejecido, que eso es cabalmente la madurez, no puede servir para reñir con la voz arrogante y seria de un adulto al uso.  Mejor sería poder entregarse al engaño hermoso o a la historia incitante y llena de fantasía y, mientras, alcanzar la suficiente altura para coger el limón que amarillea casi en la copa. Eso sería dar el estirón, que es un síntoma de inmadurez y casi de ingravidez y, quizás, la atalaya desde donde se ven mejor las dos alturas, la de la infancia y la adulta. Yo creo que el limonero era un espejo.

 

lunes, 28 de octubre de 2019

"ESPAÑOLISMO": ESE RÉGIMEN.


           
El franquismo es algo maravilloso porque tiene todo el pasado por delante, que diría el maestro Borges. Aquello no es que viniera para quedarse, sino que siempre estuvo como un aceite –tipo santo óleo- ungiendo desde siempre una forma de ser que no levanta cabeza. Es el franquismo el que pone a Franco y no al revés y, es evidente que va poniendo nombres a cosas iguales, que son distintas porque tienen nombres distintos. Primero el nombre y luego todo lo que dé de sí. Ha sido desde tiempo inmemorial una cruzada continua contra el humor, contra el buen humor. De esa triste condición ha nacido el cachondeo y el gracejo cuyo mérito es camuflar el sentimiento trágico de la vida y sobrevivirla, pero en lo más hondo está lo “jondo”, que es más de lo mismo. Decía Don Antonio Gala algo así como que el andaluz inventó el cante jondo para poder quejarse a gusto. Y el franquismo, que nos viene de los Reyes Católicos, nos ha impuesto la seriedad de un guardia civil sin graduación poniendo una multa, o la de una monja alférez abriendo un misal.
            Cada español lleva en el pecho la mancha heredada de la bala que mató a su antepasado. Y en la pronunciación se nota el compás de cada bando; pero al prestar atención resulta que la melodía es la misma. El sentido del pensamiento (llámese aquí pensamiento a algo que no lo es) se afana en señalar al otro como el destino ideal para descargar la ira acumulada de tantos siglos de rancia catolicidad. Una catolicidad formal que ha superado con creces la catolicidad material y que ha vivido para bendecir apariencias en lugar de esencias. Pues ese antiguo “pensamiento único” ha sido el único modelo del que han bebido los unos y los otros, por eso es triste esta época en la que cómodamente podemos tomarnos un whisky con quién, en un momento dado, puede mandarnos al paredón.
Precisamente es ese gusto por las apariencias el germen de las dos Españas. No son los bandos clásicos determinados por la tipología política al uso, sino la lucha encarnizada de lo auténtico contra lo impostado, de las esencias contra las apariencias y aquí nadie cree necesitar más entendederas que las que tiene (el bien mejor repartido del mundo es la razón: todos creen tener bastante) porque el otro es siempre pura apariencia y, entonces, no es un igual.
Cada vez que la modernidad ha hecho intentos por levantarse o los aires de la Europa desarrollada han sido invocados desde alguna esquinita de España, era la mentalidad de casulla, de hisopo y de peineta la que imponía su impronta de Isabel y Fernando sobre la mesa. Sobre una mesa que se proclamaba cristiana y que renunció al salvoconducto para la eternidad: el amor. Don Antonio Machado, a través de su “alter ego” Juan de Mairena, consciente de esta anomalía generalizada y que proviene de tan lejos, propone una educación para la “contemplación”.  El “Santo de Collioure”, como lo rebautizó Jorge Gillén, deseando que se supere la hegemonía del pragmatismo y el cinetismo, propone siete reglas para esa educación, de las que sólo transcribiré la última: “Yo os enseño –en fin-, o pretendo enseñaros, el amor al prójimo y al distante, al semejante y al diferente y un amor que exceda un poco al que os profesáis a vosotros mismos, que pudiera ser insuficiente”. Claro que mentar el amor en clave política es de Quijotes y los Quijotes son muchos españoles y muy españoles, Rajoy dixit.