“Mi infancia son recuerdos de un patio de Sevilla,
y un huerto claro donde madura el limonero”.
Ninguna de las estancias que contienen los dos primeros
versos de “Retrato” de Antonio Machado me aviva la curiosidad con tanta saña
como lo hace la idea de maduración del limonero. Es posible hacer parada y
fonda en la infancia y sonsacar de ese “divino tesoro” que se va para no
volver, las mieles de la inocencia. La infancia siempre será un divertido “velatorio”;
cuarto preparado para velar a perpetuidad, tanto cuando se duerme como cuando
se despierta. Quede sobreseído todo cargo contra la infancia por ser una de las
formas de mayor pureza que el ser humano adopta. Y, al decir “adopta”, sugiero
que la infancia pueda ser también una elección hecha desde los columpios del
asilo. Don Antonio envuelve su infancia en un delicado papel poético y la
deposita, con suavidad, en el recuerdo. Ante él se postra y recita su añoranza
poniendo sobre el reclinatorio los billetes del último viaje, sospecho que a
sabiendas de que sólo hay un viaje.
El patio es otra estancia que, a su vez, tiene un huerto
que, a su vez, es claro. Tales dibujos, ya tengan olores y sonidos involucrándose
en el lienzo o la sombra alargada del final de la tarde, incitan más al
rescoldo de la siesta que a la llamarada de la curiosidad. Parecen balnearios de
la memoria, aposentos de reposo o sanatorios asoleados contra toda vigencia. Para
quedarse, para estar, para ser…, basta la necesidad, quizás porque escribo en
verano, del frescor aquietado que un patio andaluz envuelve. En la memoria
pueden ser las en punto de la tarde a cualquier hora del día, es la máquina del
tiempo en grado sumo; ninguna época le está vedada. Ni siquiera aquellas en las
que no se estuvo, ni se estará. Tendría su Oriente y su Occidente en simbólico
diálogo y una permanente conversación visual bajo una cuidad diáfana en la que
un huerto es un vergel raro o, tal vez a propósito, otra muestra de que todo
crece. Y, sin embargo, no deja de ser un recreo o más bien un mirador al filo
del acantilado que toda mirada entrenada supone. Un “desde allí” y jamás un “hasta
aquí”. Una sala de estar, eso es.
Pero en medio del estatuario lo único que se mueve es el
limonero y es para madurar. La vida de un limonero dura como la de una persona,
más o menos. Lo único que pasa en el patio, en el huerto claro, en su infancia
si me apuran, es que madura el limonero. Y la madurez tiene su intríngulis, su
altivez, el soberbio orgullo del que se siente adulto, aunque, algún día habrá
que aceptar que para ser un buen adulto se ha de seguir en la edad del pavo. Por
eso la maduración resuena en toda su infancia, al menos en toda la infancia que
le cabe en el verso, como un asombro definitivo y único. Porque, pienso, que
llegar a la plenitud de la vida, sin haber envejecido, que eso es cabalmente la
madurez, no puede servir para reñir con la voz arrogante y seria de un adulto
al uso. Mejor sería poder entregarse al
engaño hermoso o a la historia incitante y llena de fantasía y, mientras,
alcanzar la suficiente altura para coger el limón que amarillea casi en la
copa. Eso sería dar el estirón, que es un síntoma de inmadurez y casi de
ingravidez y, quizás, la atalaya desde donde se ven mejor las dos alturas, la
de la infancia y la adulta. Yo creo que el limonero era un espejo.
Que hermosa lectura me llevo, la verdad tb me senti reflejado. Muy bueno, que sigas publicando mucho mas.
ResponderEliminarMuchas gracias, Javier.
Eliminar¿Nos conocemos?
Un bonito retrato de nuestro querido Antonio Machado. Saludos
ResponderEliminarMuchas gracias!
EliminarUma leitura que me leva até esse limoeiro, e significativamente a minha infância com a pretensão e ser adulta. Muito bom o seu texto, vou continuar vindo aqui, para mais limoeiros como esse.Beijos!
ResponderEliminarwww.mulhernovaera.com.br
Muchas gracias.
EliminarMuchas gracias.
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