No es extraño que en España, dado su pintoresquismo, se nos
hagan visibles las caricaturas que deambulan en los umbrales del escenario
natural de la Corte. Personajes siempre hay que actúan con muchísima más
enjundia que los actores principales. Salidos de la pluma póstuma del insigne
Umbral, continúan haciendo méritos narrativos en el imaginario de aquellas sus
columnas. Ayuso es uno de esos valleinclanescos tratados con aspiraciones a
tardofranquismo, monja-alférez, Pitita Ridruejo y Sor Jerónima de la Cruz. Me
da en la nariz que Paco Umbral está dictando “su libro” desde más allá del
programa de Mercedes Milá. Y nos está deleitando con una figura que mejora en
mucho la realidad. ¡Qué no daría yo por leer lo que tuviera que decir Umbral
sobre Ayuso! Lo que es de justicia es reconocer que tenemos personaje. Y
teniendo personaje, se tiene relato, novela, poesía y ensayo. Las columnas,
decía Umbral, son una suerte de género en el que el escritor sacrifica parte de
un ensayo, parte de la lírica y parte de la actualidad, pero quedan señales de
todo ello.
Mirado así, Ayuso nace como columna propia, renunciando al
fundamento de lo que representa y sin menoscabo de lo representado. Pierde los
argumentos como un coche rechoncho pierde el aceite por la culata, sin que le
roce lo más mínimo ninguna contradicción, porque ese no es el juego que se
trae, si es que se trae alguno. A ella le basta con que el coche le lleve a
donde quiera, atascos incluidos. En España no queda ya nadie que le ponga
atención a un argumento, ni falta que hace. Eso lo sabe Ayuso sin haberlo
aprendido, de pura sabiduría socrática y asilvestrada. No tiene más que darse
un paseo por taquilla y los espectadores, tan voyeurs como han sido siempre los
lectores de ABC en el parque del Retiro, se le agolparán para pedirle un
autógrafo, como el que se encuentra de golpe y porrazo con Eva Perón en la cola
de la verdulería.
De su donaire folclórico le queda, como resbalado, una pátina
lírica que la expone entreverada de Lorca, con perdón del Federico que la
padeciera, y sin llegarle a la suela de los zapatos a Yerma, pero sí a
Margarita Xirgu en el papel de madre de la novia en “Bodas de sangre”, porque
su actuación se la está creyendo desde el primer instante, como figura maternal
que no deja de oler nunca una tragedia. Ignora que la tragedia es ella. Cerril,
negra y tupida, puede sonreír cuando propone una caña y, ya se sabe lo que
ocurre en este país de bares cuando se nombra la caña; que todos pican. A la
charanga y la pandereta le hacía falta una bailaora descalza de la que se
dijera lo que se decía de Lola Flores: ni sabe bailar, ni sabe cantar, pero hay
que ir a verla. Su figura es un acontecimiento, un hito, un subgénero en el
género de Madrid.
Es el pasado el que, con ella, vuelve a la moda, al
presente. Nos quejábamos de la memoria histórica, y resulta que nos está
devolviendo el blanco y negro. Da igual el bando, porque para pasar por
miliciana hay que admitir que posee el punto rebelde al que le viene
estupendamente el color republicano pintado en gama de grises. Posee esa mirada
retrospectiva que lleva en las pupilas el velo negro que le cubría la cabeza y
los collares a doña Carmen Polo y, para colmo, nos trae la comisura pícara de
una corista del teatro chino. En política no se ha visto ninguna Isabel tan
completa desde Isabel la Católica y, aquí estamos, pensando todos los días: ¡si
Umbral levantara la cabeza!
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