No sé si sucede en otras culturas o en otros países, pero
por esta parcela de Europa seguimos practicando la siesta y la tertulia como
dos modos distintos de acabar una comida. Ambas formas, bien miradas, persiguen
el único fin de distender durante un rato las rigideces del horario. De igual
manera que el pequeño sueño puede llevar nuestro pensamiento hacia lugares y
relatos inconsistentes, la tertulia es un modelo excepcional para hablar de
todo y no hablar de nada. Esto último se comprende muy mal por los extranjeros.
No acaban de entender que en una tertulia no haya un orden del día o un tema
preestablecido. No saben que la esencia de una reunión así, es precisamente el
desorden y la anarquía, sin que lo dicho por cualquiera sea jamás tenido en
cuenta, bien en la siguiente tertulia o, incluso, en la siguiente intervención.
Cualquier tertuliano tiene tantas oportunidades de desdecirse como
intervenciones tenga y, en última instancia nada queda registrado ni cerrado.
En el curso de una de esas tertulias o, quizás, en el curso
de alguna siesta, alguien tuvo la osadía de hablar sobre la literatura en las
redes sociales. Y, entre libaciones de gin-tonic o, tal vez, entre voces de
documentales de la dos, se oyó decir que fulanito era un vanidoso y que, pagado
de sí mismo, se creía más de lo que era. Inmediatamente deduje que ignoraba lo
que es un escritor y una red social. Vamos a ver: la argamasa con la que
trabaja un escritor es la vanidad, sobre todo los poetas. ¿Qué puede escribir
un poeta si no cree de verdad que es el mejor poeta del mundo? ¿Acaso un
escritor se puede permitir pensar que lo que escribe ya estaba escrito antes, o
que lo que dice es ya sabido por muchos? Y en tal supuesto, ¿no estará
convencido de que su manera de decirlo es la mejor? Ciertamente esa vanidad es
el escalón necesario para salir a la palestra, es decir; darlo a conocer como
escrito, novela, poema, ensayo, etc.
Si un escritor de antes hacía descansar parte de su
recompensa espiritual en el anhelo de saberse entendido por el corazón tímido
de un lector lejano, hoy, con la inmediatez que las redes propician, a duras
penas nos damos cuenta de que existe aún esa especie y no nos permiten verla. Lo
corriente es la exhibición y algo así como el “buenrollismo literario”. Este
enjambre propiciatorio de “likes” y “corazones” constituye una tupida red
laberíntica de confusiones y, por supuesto, la manifestación más superflua de
que queremos que nos quieran. Para eso escribía García Márquez, así lo dijo. Se
podría decir que hay un tanto más de vanidad en querer que nos quieran que la
que hay en querer querer. Sin embargo, la vanidad del escritor tiene de
antemano todas mis indulgencias, aunque sólo sea por aquello de que lo que nos
hace tan insoportable la vanidad ajena, es que hiere la nuestra. ¿Se habrá
entendido que no quiero que hieran la mía?
Benavente contaba que un viejo escritor decía: “No hay duda,
estoy en plena decadencia; ya no tengo más que amigos y admiradores”. Es una
estupenda tesis que igual encaja perfectamente en una tertulia que en una
siesta, pero que, aunque el desdichado escritor la desmienta a renglón seguido,
hoy tiene más fundamento que ayer porque los amigos y admiradores pueden fingir
radicalmente su condición tapándose en las redes con un aluvión de “me gusta” y
no haber practicado la autenticidad. Comportamiento que no deja de ser un
alimento saciante, o lo que es lo mismo; un alimento que nos quita el hambre,
pero no nos engorda. Y, si lo que no mata, engorda y no nos está engordando,
resulta que nos está matando. ¡Otro gin-tonic, por favor, que me estoy
despertando!
A mi me siguen pidiendo orden, ese algo imposible cuando se ama el CAOS.
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