Ahora que todos somos enmascarados y que la inercia
histórica nos tapa la boca, estamos en mejor disposición que nunca para hablar
sin ser notados. El tapaboca es tan solo una modulación del ser del mundo
humano. Ni siquiera es un accidente, sino una metáfora social. Por eso hay que
aprovechar las distorsiones de voz en beneficio del anonimato para dejar caer,
como el que tose nerviosamente, que cada época contiene su estafa. A cada
generación le tocaría destruir los prejuicios de la anterior y, no solo
desintegrar un átomo. Sería enormemente instructivo conocer qué dirán de
nosotros, pasados unos siglos si, por circunstancias, los timos de nuestra
época no se hubieran acumulado a los suyos. Todavía nos cuelga en nuestro
tiempo el principio activo del romanticismo, que es el enamoramiento como forma
homeopática del amor. Y seguimos aquejados de sus efectos secundarios, aun
cuando no debieran haber aparecido. No nos deshacemos de ellos porque, antes de
que el romanticismo nos hiciera tocar la lira, fue la biología la que nos hizo
poner los ojos en blanco. Así es que no se puede.
Siempre, como diría Nietzsche, resulta difícil romper un
lazo, pero cuando se hace, en su lugar crece un ala. No se asusten los impíos,
porque para la literatura las alas pueden crecer en los adentros adonde tantas
expediciones habría que hacer, una vez nos hubiéramos provisto de la debida
escolta. La historia nos pone grilletes, secuestrando con la animosidad de un
delincuente cada tiempo y cada idioma. El patriotismo, por ejemplo, es una
forma de nombrar al imperialismo, un eufemismo que tiene que ver más con el
abuso de lo mío que con el uso de lo nuestro. La verdad es un subterfugio de
moralistas, intelectuales y políticos para encumbrar la mala prensa que tiene
la mentira, como si cada mentira no tuviera dentro su carga de verdad o cada
Quijote no tuviera su Sancho, o cada Madame Bovary su Madonna. El bien es una intención, nada más, en boca de
quienes entendemos bastante mal casi todo. La honestidad, es una oportunidad de
ganarse aplausos y hacer triunfar la vanidad por encima de todos.
La historia, en sus etapas, necesita sus parábolas y sus
símbolos, por eso los crea. Nos corresponde a todos saber que son teselas de un
mosaico, casi siempre dialéctico y fracturado, oponiendo un bien a un mal, un
blanco a un negro, en una composición binaria demasiado boba. Esas terribles y
funestas cuotas de la mitología histórica, que fracturan con total negligencia
la realidad, sólo provocan una producción enfermiza de ideologías. Y los
extremos, me tocan. Ser demócrata es una manera milagrosa de ser bueno. El
totalitarismo ha engullido todos los males y nos proporciona la gran coartada
para subsistir en el terreno angelical y decente. Ser demócratas nos blanquea.
Como a nuestros propios ojos, nos blanquea sentirnos víctimas, que es una
manera impuesta de evitarnos la consciencia de que simplemente somos
espectadores, cuando deberíamos ser protagonistas. La realidad no es ya
poliédrica, sino “infiniédrica”. De otra manera habría que sucumbir a las
palabras de Adorno que dijo literalmente: “escribir poesía después de Auschwitz
es un acto de barbarie”. Menos mal que, pese al fundamento de la idea, no se ha
sucumbido a su onda expansiva, porque es verdad que Auschwitz es el mayor
atentado contra la lírica jamás perpetrado. De todo se deduce que los
fundamentos no son nunca unívocos, como una sola columna no puede sostener un
templo. Y, luego, para no dejar de tocar la lira, aunque en la partitura se
mezclen las notas de todos los sonidos de la orquesta, cada cual que escoja su
instrumento. Todas las notas hieren, la última nota, mata.
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