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lunes, 17 de julio de 2023

ORGÍA EN EL EXTRARRADIO.

Convengamos en que hay una cierta lujuria intelectual por la política. Sospecho que poseemos un febril deseo innato por dar respuesta inmediata a las insinuaciones, más o menos sicalípticas, de ese mundo que nos compete a todos. La política seduce con la vulgar eroticidad de sus llamados. Históricamente se han concentrado en clubes nocturnos donde fabrican fetiches ideológicos y esos clubes se denominan “partidos”. Por el permanente bullicio de los asuntos públicos y esa otra cosa que voy a denominar “periferia de la política”, se desencadena un fenómeno manifiesto: toda opinión cree de sí misma que es un ejercicio intelectual. Cualquier imbécil (del latín “imbecillus” que significaría “sine baculo”, sin bastón, es decir; sin apoyo de conocimiento alguno) consintiendo a su pulsión visceral la libertad de expresarse, se cree intelectual. Y, por esa misma autocomplacencia, busca constantemente su minuto o sus minutos de gloria y lo consigue, entre otras cosas porque no necesita a nadie. Lo que suceda después en concurrencia con otras imbecilidades, no le importa.

El campo de la discusión política suscita esta injerencia universal de las mentes vagas cuando, en otras áreas se elude la participación. Las matemáticas, por ejemplo, no son democráticas y no toleran resultados obtenidos a golpe de mayorías o de opiniones. En cambio, la maleabilidad de las opciones políticas es tan abrumadora que, a simple vista, cabe cualquier postulado, lo que le hace creer meritoria al postulante su solvencia intelectual. De ese cacareo se nutre básicamente el ágora. Los resultados socavan un mínimo de lucidez porque se atraen para el debate público los asuntos que están en la “periferia política”, pero no son política. La política son “las cosas”. Ortega lo expresó en Argentina en 1942 en un discurso titulado “Meditaciones sobre el pueblo joven” y merece la pena reproducirlo por vigente: “Mi prédica que les grita: ¡Argentinos, a las cosas, a las cosas! Déjense de cuestiones previas personales, de suspicacias, de narcisismos. No presumen ustedes el brinco magnífico que dará este país el día que sus hombres se resuelvan de una vez, bravamente, a abrirse pecho a las cosas, a ocuparse y preocuparse de ellas directamente y sin más, en vez de vivir a la defensiva, de tener trabadas y paralizadas sus potencias espirituales, que son egregias, su curiosidad, su perspicacia, su claridad mental secuestradas por los complejos de lo personal”.

En contraposición a “las cosas”, el imbécil parlotea en los arrabales de la política y no sale de esa periferia, como si los asuntos públicos se hubieran encerrado tras una frontera inexpugnable. Núcleos que se hacen rodear de trochas laberínticas por donde cada cual se tira una verbosidad a placer. No se distingue bien si es que no se quiere entrar en el recinto de “las cosas” o es que ya se ha perdido el rastro de la entrada; el hedor de las verbosidades impide el perfume del bosque.

Es en esa neurótica del extrarradio donde cuaja el poder orgiástico de la política, atrayendo, para colmo del noble empeño, a los que están dentro y elegidos para ocuparse de los asuntos que importan. Mientras estas frivolidades ocupan el centro del combate ideológico, “las cosas” se quedan abandonadas a su suerte y es lo de siempre: los tontos miran al dedo que señala a la luna. ¿Acaso no es mirar al dedo invalidar una acción política en función de los aliados que la votan? ¿Acaso no es mirar al dedo invalidar una acción política por lo que se dijo en el pasado sobre ella? ¿Acaso no es mirar al dedo invalidar una acción política por su encaje en alguna casilla tipológica de izquierda o de derecha? ¿Acaso no es mirar al dedo invalidar una acción política por los efectos no deseados de ella cuando pueden corregirse separadamente? ¿Acaso no es mirar al dedo invalidar una acción política por no haberla hecho yo? ¿Acaso no es la conjura de los necios la que identifica al adversario como enemigo, en lugar de considerarlo aliado contra el verdadero enemigo que resulta ser el problema a solucionar? ¿De qué se habla, entonces? Se habla del dedo para humillación de la luna.

 La fuente de la histeria pública -habrá que aceptarlo-, es el dogma. Hay que tener el coraje de empezar a gritar: ¡la política sería fantástica si no tuviera creyentes! La ramplonería congénita de los parlanchines, tan crecidos en sus butacas, conduce al rechazo de la obligación intelectual de pensar negativa y positivamente a la vez. La militancia se parece mucho a una feligresía, los devotos de una y otra religión, eximidos de pensar, se toman a pecho amar a su dios sobre todas “las cosas”. El imbécil no sabe que el dios verdadero no se anda nunca por la periferia. Si lo sabe y aun así prefiere merodear, no es imbécil, sino mezquino. A los demás sólo nos queda la fundación de un cementerio de muertos no llorados, o de cosas abandonadas, como si el mundo fuera, todo él, un metafísico desván donde exhibir el olvido de todas las cosas inolvidables.            

 

 

 

 

 

domingo, 18 de abril de 2021

La erótica de la estafa.

 

Ahora que todos somos enmascarados y que la inercia histórica nos tapa la boca, estamos en mejor disposición que nunca para hablar sin ser notados. El tapaboca es tan solo una modulación del ser del mundo humano. Ni siquiera es un accidente, sino una metáfora social. Por eso hay que aprovechar las distorsiones de voz en beneficio del anonimato para dejar caer, como el que tose nerviosamente, que cada época contiene su estafa. A cada generación le tocaría destruir los prejuicios de la anterior y, no solo desintegrar un átomo. Sería enormemente instructivo conocer qué dirán de nosotros, pasados unos siglos si, por circunstancias, los timos de nuestra época no se hubieran acumulado a los suyos. Todavía nos cuelga en nuestro tiempo el principio activo del romanticismo, que es el enamoramiento como forma homeopática del amor. Y seguimos aquejados de sus efectos secundarios, aun cuando no debieran haber aparecido. No nos deshacemos de ellos porque, antes de que el romanticismo nos hiciera tocar la lira, fue la biología la que nos hizo poner los ojos en blanco. Así es que no se puede.

Siempre, como diría Nietzsche, resulta difícil romper un lazo, pero cuando se hace, en su lugar crece un ala. No se asusten los impíos, porque para la literatura las alas pueden crecer en los adentros adonde tantas expediciones habría que hacer, una vez nos hubiéramos provisto de la debida escolta. La historia nos pone grilletes, secuestrando con la animosidad de un delincuente cada tiempo y cada idioma. El patriotismo, por ejemplo, es una forma de nombrar al imperialismo, un eufemismo que tiene que ver más con el abuso de lo mío que con el uso de lo nuestro. La verdad es un subterfugio de moralistas, intelectuales y políticos para encumbrar la mala prensa que tiene la mentira, como si cada mentira no tuviera dentro su carga de verdad o cada Quijote no tuviera su Sancho, o cada Madame Bovary su Madonna.  El bien es una intención, nada más, en boca de quienes entendemos bastante mal casi todo. La honestidad, es una oportunidad de ganarse aplausos y hacer triunfar la vanidad por encima de todos.

La historia, en sus etapas, necesita sus parábolas y sus símbolos, por eso los crea. Nos corresponde a todos saber que son teselas de un mosaico, casi siempre dialéctico y fracturado, oponiendo un bien a un mal, un blanco a un negro, en una composición binaria demasiado boba. Esas terribles y funestas cuotas de la mitología histórica, que fracturan con total negligencia la realidad, sólo provocan una producción enfermiza de ideologías. Y los extremos, me tocan. Ser demócrata es una manera milagrosa de ser bueno. El totalitarismo ha engullido todos los males y nos proporciona la gran coartada para subsistir en el terreno angelical y decente. Ser demócratas nos blanquea. Como a nuestros propios ojos, nos blanquea sentirnos víctimas, que es una manera impuesta de evitarnos la consciencia de que simplemente somos espectadores, cuando deberíamos ser protagonistas. La realidad no es ya poliédrica, sino “infiniédrica”. De otra manera habría que sucumbir a las palabras de Adorno que dijo literalmente: “escribir poesía después de Auschwitz es un acto de barbarie”. Menos mal que, pese al fundamento de la idea, no se ha sucumbido a su onda expansiva, porque es verdad que Auschwitz es el mayor atentado contra la lírica jamás perpetrado. De todo se deduce que los fundamentos no son nunca unívocos, como una sola columna no puede sostener un templo. Y, luego, para no dejar de tocar la lira, aunque en la partitura se mezclen las notas de todos los sonidos de la orquesta, cada cual que escoja su instrumento. Todas las notas hieren, la última nota, mata.