Mostrando entradas con la etiqueta política.. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta política.. Mostrar todas las entradas

domingo, 21 de enero de 2024

Yo me entiendo.

Se acepta como un hecho común la idea de que las decisiones y los actos vienen básicamente impulsados desde ámbitos emocionales. Génesis que hunde sus raíces en lugares remotos, tan dados a la indagación psicoanalítica. Estos comportamientos, una vez que la voluntad los determina, no se conforman sin acudir en búsqueda de algún argumento que los justifique. La búsqueda es en todos los casos fructífera. La necesidad de apoyar todo acto en una razón, hace el milagro de encontrarla. Lo que no quiere decir en absoluto que sea una razón irrefutable. En la mayoría de las situaciones incluye un interés personal por no someterla a falsaciones y, en la práctica, persiguen exclusivamente una validación, por simple que sea, del acto en sí. Para nada nos suena rara la expresión coloquial con la que se protegen estas razones frente cualquier ataque eventual: “yo me entiendo”. Con esta frase se intenta detener cualquier intromisión que arriesgue mínimamente el fundamento en el que se basa el comportamiento o la decisión. Siendo, en cierto sentido, verdad que el sujeto se entiende, no se escapa que se trata de un entendimiento consciente de su debilidad.

 

Pero, demos por bueno que, en el ámbito personal, la fuerza de las emociones, los sentimientos o las intuiciones, poseen un carácter argumental anclado en las leyes de la biología de tal manera que en sí mismo tienen razones que la razón no entiende. El hecho de que la naturaleza ande en medio de todos los impulsos humanos merece una confianza, así como el beneficio de la duda. Se comprende que la importancia de estos hallazgos argumentales tengan predicamento sobre el individuo que los necesita, cuando sus actos no rebasen el ámbito de lo personal.

 

Lo que, a mi juicio, carece de entidad es acudir al “yo me entiendo” para sustentar decisiones políticas. Expresión que, por otra parte, adopta fórmulas variadas, como “olfato político”, “razón de estado” o “realpolitik” entre otras. No es necesario explicar que, cuando las acciones políticas remiten a tales expresiones, llevan dentro la voluntad de eludir toda confrontación argumental. Tampoco se desea decir con ello que, en los tiempos corrientes, el método de argumentación y contraargumentación sea una práctica habitual. De hecho, rara vez asistimos a un razonamiento político que se someta a objeciones serias para cada una de sus premisas. Que se pueda aducir que todo mandatario ha de poseer un pensamiento relativo, no significa que todo pensamiento lo sea. Significa, más bien, que toda razón que motive una acción política debería haber salvado, dentro de su jurisdicción racional, las críticas necesarias que persigan seriamente su refutación y que acometan con solvencia intelectual un combate imprescindible para la validez de sus motivaciones.

 

Siempre se ha insistir que mencionada lucha de argumentos tenga lugar dentro del ámbito racional en el que se engendran. Los ámbitos racionales son círculos acotados, fuera de los cuales el argumento pierde las referencias y decae en un espacio donde queda aislado y al pairo de contraargumentos desorientados. El ámbito racional que valida el resultado de dieciséis como la suma de ocho más ocho, no puede ser atacado cuando la suma es en un sistema binario. Del mismo modo que un razonamiento que fundamente un programa político concebido para la solidaridad con otros pueblos, no puede confrontarse oponiéndole el bienestar del propio, pese a que toda acción tenga efectos no pretendidos derivados. Estos últimos tienen su ámbito de discusión aparte y, por sí mismos, requieren de atención independiente. Como la práctica política acostumbra a apoyarse en un prolijo conjunto de razonamientos, que olvida, por otra parte, que la cuantía de motivos resta siempre fuerza al principal, dando la impresión de que no es bastante uno solo, pues otorga opciones a que se suscite la controversia sobre el más débil de todos ellos. Cuando lo aconsejable, en aras de un verdadero sistema que propicie la salvación y la prosperidad de un buen fundamento, sería centrar la atención sobre la base del mejor de ellos y, sobre él, construir si ha lugar el andamiaje de objeciones.

 

La vía de comunicación que une una determinación con un razonamiento en el que apoyarse, varía de sentido, como vemos, cuando la acción es personal de cuando es política. En el primer caso, la pulsión humana busca refugio en una razón, mientras que en el ámbito político ha de ser al contrario: un razonamiento, un pensamiento o una idea debe buscar su acción que la honre. Yo me entiendo.        

 

 

lunes, 28 de octubre de 2019

"ESPAÑOLISMO": ESE RÉGIMEN.


           
El franquismo es algo maravilloso porque tiene todo el pasado por delante, que diría el maestro Borges. Aquello no es que viniera para quedarse, sino que siempre estuvo como un aceite –tipo santo óleo- ungiendo desde siempre una forma de ser que no levanta cabeza. Es el franquismo el que pone a Franco y no al revés y, es evidente que va poniendo nombres a cosas iguales, que son distintas porque tienen nombres distintos. Primero el nombre y luego todo lo que dé de sí. Ha sido desde tiempo inmemorial una cruzada continua contra el humor, contra el buen humor. De esa triste condición ha nacido el cachondeo y el gracejo cuyo mérito es camuflar el sentimiento trágico de la vida y sobrevivirla, pero en lo más hondo está lo “jondo”, que es más de lo mismo. Decía Don Antonio Gala algo así como que el andaluz inventó el cante jondo para poder quejarse a gusto. Y el franquismo, que nos viene de los Reyes Católicos, nos ha impuesto la seriedad de un guardia civil sin graduación poniendo una multa, o la de una monja alférez abriendo un misal.
            Cada español lleva en el pecho la mancha heredada de la bala que mató a su antepasado. Y en la pronunciación se nota el compás de cada bando; pero al prestar atención resulta que la melodía es la misma. El sentido del pensamiento (llámese aquí pensamiento a algo que no lo es) se afana en señalar al otro como el destino ideal para descargar la ira acumulada de tantos siglos de rancia catolicidad. Una catolicidad formal que ha superado con creces la catolicidad material y que ha vivido para bendecir apariencias en lugar de esencias. Pues ese antiguo “pensamiento único” ha sido el único modelo del que han bebido los unos y los otros, por eso es triste esta época en la que cómodamente podemos tomarnos un whisky con quién, en un momento dado, puede mandarnos al paredón.
Precisamente es ese gusto por las apariencias el germen de las dos Españas. No son los bandos clásicos determinados por la tipología política al uso, sino la lucha encarnizada de lo auténtico contra lo impostado, de las esencias contra las apariencias y aquí nadie cree necesitar más entendederas que las que tiene (el bien mejor repartido del mundo es la razón: todos creen tener bastante) porque el otro es siempre pura apariencia y, entonces, no es un igual.
Cada vez que la modernidad ha hecho intentos por levantarse o los aires de la Europa desarrollada han sido invocados desde alguna esquinita de España, era la mentalidad de casulla, de hisopo y de peineta la que imponía su impronta de Isabel y Fernando sobre la mesa. Sobre una mesa que se proclamaba cristiana y que renunció al salvoconducto para la eternidad: el amor. Don Antonio Machado, a través de su “alter ego” Juan de Mairena, consciente de esta anomalía generalizada y que proviene de tan lejos, propone una educación para la “contemplación”.  El “Santo de Collioure”, como lo rebautizó Jorge Gillén, deseando que se supere la hegemonía del pragmatismo y el cinetismo, propone siete reglas para esa educación, de las que sólo transcribiré la última: “Yo os enseño –en fin-, o pretendo enseñaros, el amor al prójimo y al distante, al semejante y al diferente y un amor que exceda un poco al que os profesáis a vosotros mismos, que pudiera ser insuficiente”. Claro que mentar el amor en clave política es de Quijotes y los Quijotes son muchos españoles y muy españoles, Rajoy dixit.