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martes, 18 de abril de 2023

PALABRA DE ASMÁTICO.

 

Los alérgicos tenemos experiencias inefables varias veces al año. Las experiencias son de por sí inefables, que se lo pregunten a los místicos y a los guillotinados, valga la distancia, si la hay, entre unos y otros. Respiramos una densidad etérea en esos días. No encuentro otra manera peor de explicar la sensación de estar respirando leche condensada. Imagino que tanta pesadez y tanta viscosidad pasan directamente a la sangre. Vengo a suponer que las células, atiborradas de esa alimentación añadida, aumentan su peso y su talla como así los glóbulos, que se distribuyen, engordados, por todos los órganos y llegan al cerebro donde engordan las ideas y las hacen más pesadas. Tal es el volumen de las partículas neuronales y la densidad de los impulsos energéticos, que las asociaciones entre ellas se vuelven lentas y cargadas de lastre. Los caminos que componen las redes viarias de los pensamientos se estrechan y no caben los de ida y vuelta al mismo tiempo.

De la tal  pesadez se apiadan los estornudos que, por impulsos de gratitud, mandan a la atmósfera buena parte del yo y, mientras lo van acostumbrando a la unión con el todo, consiguen cierta ligereza momentánea. Pero las ideas de un alérgico, diga lo que se diga, son para venderlas al peso. En estos días las cervicales, por tal motivo, se resienten. Todo el mundo sabe que para tener unas cervicales sanas hay que decir que sí el mismo número de veces que no. Para decir que “no” hay que ser más inteligentes que para decir que “sí” y, en estos días de plomo, los síntomas manifiestos son de un afirmatismo insoportable. Cuando el torrente de síes alcanza cierta envergadura el cerebro se seca mucho más que leyendo libros de caballería y deviene un quijotismo primaveral que tiene su origen en el polen, pero que le viene muy bien a los amigos para llamarte “el primaveras”. La inteligencia es ligereza, no cabe duda y, si un “no” inteligente supone un peso momentáneo y un “sí” torpe un alivio inmediato, basta dejar un tiempo de comprobación.

Con los pulmones ocurre algo parecido al número de “síes” y “noes” y es que tienes que tomar aire el mismo número de veces que lo expulsas porque, o mueres de un estallido, o te embalsamas al vacío como los arreos para el cocido de Carrefour. Es decir; la paridad es una condición de salubridad biológica y de equilibrio psicológico. Los asmáticos por alergias, que somos los fijos discontinuos de los asmáticos y no sabemos si contabilizamos entre los crónicos o los agudos, de tanto cargar con la lentitud y el peso de la cesta de neuronas de temporada, cuando nos alivia la época estacional, se nos ponen los pensamientos a levitar primero y a desplegar las alas después. O sea, que se nos van de las manos. Ni cuando nos pesan ni cuando nos aligeran. O tenemos retención o deshidratación de ideas, cosa que pasa desapercibida a quienes no son de alergias varias. Hay que salvar a Proust y a Dickens siempre.

Cuando, por razones de azar, coincidimos varios asmáticos en un salón y es primavera, la atmósfera se cierra en nubarrones que acaban en lluvia torrencial e inundaciones doctrinales –que son las que pesan más-. Pero cuando no es primavera, la volatilidad argumental, a lo más que llega, es a la formación de una neblina transparente que ya la quisiera cualquier tarambana. Los tertulianos, por ejemplo, parecen convalecientes de alguna primavera cuando hablan, pero estos son crónicos.  De tanta liviandad o gravedad, según los alérgenos circundantes, algún entrenamiento de cervicales tenemos los jadeantes, no sólo porque vayamos contando los síes y los noes, sino porque la presión y la depresión, como todo el mundo sabe, curte los músculos del cuello y los prepara para el misticismo de la guillotina. Acoplas la cabeza diciendo que no y cae al canasto con un sí definitivo y último, pero el verdugo las pasa canutas, mi querida psicoanalista. Palabra de asmático.   

martes, 24 de agosto de 2021

DE HUEVOS Y CÁSCARAS.

Uno de mis maestros más entrañables ha puesto un huevo. En su día se hizo famoso el de Colón, que no es más que una formidable prueba de sentido común. Pareciera que es cosa de gallinas, pero la realidad es que hace falta ser muy maestro para traer al mundo alguna cosa con toda su cáscara. Mi maestro entrañable, a fuerza de pasarse la mano o el ala por la cresta a modo de pensador gallináceo, tuvo una sensación en la boca del estómago muy sugestiva. Ya sabemos que el estómago de un pensador gallináceo está recubierto de paredes de uralita y pinturas rupestres. En ese entorno es fácil –pensarán ustedes- augurar que uno está a punto de poner un huevo. No andan muy equivocados, lo difícil es el mantenimiento de la uralita y encontrar quien la repare en fin de semana.

 A pesar de las buenas condiciones, engendrar un engendro no es cosa de cualquiera porque se necesita, como le ocurre a cualquier huevo, tanto trato con el mundo exterior como con el mundo solitario-solidario. El resultado va a depender de la alimentación, como todo el mundo sabe, del estado físico y psíquico del portador y, sobre todo, de una ridícula conciencia de gallina sobrevenida, vedada para la mayoría de los mortales. En general, hay una rima latente en todo pensante entre la alimentación y las pinturas rupestres del estómago. Cuando descubres que esa rima es consonante –palabras de mi maestro entrañable- te conviertes en ponedora. Para ese desenlace tan fecundo no es suficiente la ingesta de pequeños gusanos y larvas, lombrices, babosas, arañas, etc…, que son la base natural de la formación fisiológica de cualquier cerebro original, hay que añadir la medida justa de cocina “gourmet” que se presenta en sacos de “pienso”.

Con todo, mi maestro entrañable, describe el proceso de elaboración y puesta del huevo como algo todavía más complicado que lo expuesto aquí. Los poetas saben cuándo la línea de un cuello rima con erotismo sin acudir a la métrica ni a la gramática. Mi maestro entrañable sabe que, al igual que toda palabra precisa de su silencio, cada alimento precisa de su ayuna. Pensar y saber lo que uno piensa de verdad no es posible si únicamente se acude al pensamiento ajeno y no adquirimos la habilidad de aislarlo y expulsarlo de los recodos que los nuestros genuinos albergan. En cada pliegue de nuestro estómago de uralita hay briznas de amianto contaminante y venados heridos en las pinturas por flechas que no hemos tirado nosotros. El flujo incesante del pensamiento ajeno, unido a la pirotecnia publicitaria que se ha erigido en magma cultural para la incultura, posee el diabólico efecto de detener y ahogar los pensamientos propios. Según Schopenhauer, que es maestro sin ser entrañable, “…el sistema de nuestros propios pensamientos y conocimientos pierde su unidad y su conexión permanentes cuando con tanta frecuencia los interrumpimos arbitrariamente para hacer sitio a una serie de pensamientos totalmente ajenos”.

Por eso, poner un huevo, se ha convertido en una extravagancia exquisita y al alcance de muy pocos. Hay que quitarse la memoria de debajo de la cresta y encumbrar el cacareo a cima absoluta, como si fuera el ejercicio espiritual de una ayuna lingüística en pro de un vacío fecundo (lo de Cantó es otra cosa, no confundir). Paralela a tal rareza corre la suerte de saber dónde encontrarlos una vez puestos. Si no fuera porque los impostores han aprendido a imitar la cadencia de los cacareos maternales, sería fácil, pero distinguir un huero de un fecundado es casi imposible a simple vista. Y a todos hay que quitarles la cáscara.