Uno de mis maestros más entrañables ha puesto un huevo. En
su día se hizo famoso el de Colón, que no es más que una formidable prueba de
sentido común. Pareciera que es cosa de gallinas, pero la realidad es que hace
falta ser muy maestro para traer al mundo alguna cosa con toda su cáscara. Mi
maestro entrañable, a fuerza de pasarse la mano o el ala por la cresta a modo
de pensador gallináceo, tuvo una sensación en la boca del estómago muy
sugestiva. Ya sabemos que el estómago de un pensador gallináceo está recubierto
de paredes de uralita y pinturas rupestres. En ese entorno es fácil –pensarán ustedes-
augurar que uno está a punto de poner un huevo. No andan muy equivocados, lo
difícil es el mantenimiento de la uralita y encontrar quien la repare en fin de
semana.
A pesar de las buenas
condiciones, engendrar un engendro no es cosa de cualquiera porque se necesita,
como le ocurre a cualquier huevo, tanto trato con el mundo exterior como con el
mundo solitario-solidario. El resultado va a depender de la alimentación, como
todo el mundo sabe, del estado físico y psíquico del portador y, sobre todo, de
una ridícula conciencia de gallina sobrevenida, vedada para la mayoría de los
mortales. En general, hay una rima latente en todo pensante entre la
alimentación y las pinturas rupestres del estómago. Cuando descubres que esa
rima es consonante –palabras de mi maestro entrañable- te conviertes en
ponedora. Para ese desenlace tan fecundo no es suficiente la ingesta de pequeños
gusanos y larvas, lombrices, babosas, arañas, etc…, que son la base natural de
la formación fisiológica de cualquier cerebro original, hay que añadir la
medida justa de cocina “gourmet” que se presenta en sacos de “pienso”.
Con todo, mi maestro entrañable, describe el proceso de
elaboración y puesta del huevo como algo todavía más complicado que lo expuesto
aquí. Los poetas saben cuándo la línea de un cuello rima con erotismo sin
acudir a la métrica ni a la gramática. Mi maestro entrañable sabe que, al igual
que toda palabra precisa de su silencio, cada alimento precisa de su ayuna.
Pensar y saber lo que uno piensa de verdad no es posible si únicamente se acude
al pensamiento ajeno y no adquirimos la habilidad de aislarlo y expulsarlo de
los recodos que los nuestros genuinos albergan. En cada pliegue de nuestro
estómago de uralita hay briznas de amianto contaminante y venados heridos en
las pinturas por flechas que no hemos tirado nosotros. El flujo incesante del
pensamiento ajeno, unido a la pirotecnia publicitaria que se ha erigido en
magma cultural para la incultura, posee el diabólico efecto de detener y ahogar
los pensamientos propios. Según Schopenhauer, que es maestro sin ser
entrañable, “…el sistema de nuestros propios pensamientos y conocimientos
pierde su unidad y su conexión permanentes cuando con tanta frecuencia los
interrumpimos arbitrariamente para hacer sitio a una serie de pensamientos
totalmente ajenos”.
Por eso, poner un huevo, se ha convertido en una extravagancia
exquisita y al alcance de muy pocos. Hay que quitarse la memoria de debajo de
la cresta y encumbrar el cacareo a cima absoluta, como si fuera el ejercicio
espiritual de una ayuna lingüística en pro de un vacío fecundo (lo de Cantó es
otra cosa, no confundir). Paralela a tal rareza corre la suerte de saber dónde
encontrarlos una vez puestos. Si no fuera porque los impostores han aprendido a
imitar la cadencia de los cacareos maternales, sería fácil, pero distinguir un
huero de un fecundado es casi imposible a simple vista. Y a todos hay que
quitarles la cáscara.
Manda huevos, qué entrada.
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