jueves, 20 de mayo de 2021

PREGUNTAS

 

Yo creo que cualquier pregunta lleva dentro la obligación de atenerse a la respuesta. Incluyo aquellas que se formulan como preguntas retóricas. Hasta hace poco, este sistema binario de preguntas y respuestas respetaba la entidad de cada una de las partes de la ecuación; usted pregunte lo que quiera que yo responderé lo que me dé la gana. En tal lid, ambos contendientes son libres o, al menos, deben serlo. La callada como respuesta siempre ha sido una variante consecutiva que mantenía sus diferencias con el silencio. La callada viene a ser una pared que devuelve la pregunta a su sitio con la finalidad de que se replantee. El silencio, en cambio, anula la pregunta misma. En lenguaje taurino, la callada es un capotazo y el silencio una media verónica. 

La cortesía de una pregunta estriba en no condicionar la respuesta y, mucho menos, invadirla. Hay razones de elegancia conversacional para mantener acotados los terrenos de una parte y la otra. Pero, más allá de manierismos aparentes, la esencia de una cabal comunicación exige que ambos parlantes encuentren puertas abiertas y espacios ventilados. No es ya una cuestión  de educación, sino de utilidad. Lo que resulta adecuado para una pregunta será obtener la mayor calidad de respuesta posible. Y entre las de mayor factura están aquellas que se vuelven de nuevo interrogativas o, en el más excelso de los casos, estarán las cuestiones que se reformulan de diferente modo. Puede pensarse que existe sólo una pregunta en el mundo y las demás son meras modulaciones. En algo parecido consiste el método científico de falsación que propuso Popper.  Para los buenos conversadores, la trabazón continua entre los dos miembros de la dialéctica se vuelve tan esencial como la postura, cuya inclinación coreográfica ayuda e impulsa un significado lo más completo posible. Ningún científico permite una respuesta cerrada a su pregunta. Eso los reputa como buenos conversadores, tal vez los únicos que queden. 

Las nuevas generaciones, tan imbricadas con la revolución tecnológica, han crecido en el laconismo radical que propicia el tipo test. No pueden recordar, como yo, el consabido “razone su respuesta” y análogos requerimientos para que uno se pudiera expresar “ad libitum”. No es nada despreciable el efecto reductor que se impone masivamente a partir de nuestras relaciones con la informática, cuando es usada con tal propósito. Los ordenadores no quieren largas conversaciones de salón, tal vez no puedan procesar los meandros del pensamiento ni sus ironías, ni quieran prepararse para nada que no sea trazar un diagrama arbóreo que les facilite una clasificación. Desconozco si la adaptación a tal sistema puede traer parabienes o, en cambio, comportará un esfuerzo empobrecedor. Hay razones para ambos efectos, supongo. Entre los más aplaudidos se encuentran los efectos que tienen que ver con la rapidez para, rápidamente, dejar de ser aplaudidos. La lentitud, tan velozmente añorada por perdida, sale al final victoriosa del lance. Tan pronto ha desaparecido del negocio como ha desembarcado en el ocio. En un lado pesaba, en otro aligera. 

Sin embargo, es fácil reconocer una intencionalidad diabólica en el uso de la tecnología para hacer preguntas. No hay formulario que no minimice una respuesta. Las quieren mínimas. Las más respetuosas ofrecen un elenco de tres opciones. Otras reconocen abiertamente que se ha de señalar la menos falsa o la que sea más correcta de todas. Es un ardid que descuartiza el desarrollo intelectual de cualquier pensamiento como de cualquier narrativa. Eso sin desatender el desprecio que recae sobre los fundamentos, expulsados de toda razón. Lo más seguro es que haya una pretensión de adaptar lo humano a la máquina, en lugar de al revés, y detrás de cada respuesta no haya ningún  humano recibiéndola. A mí, como siempre, me parece que no hay ninguna información en un “sí” o en un “no” si se le compara con un “depende”. 


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