La realidad no permite
hacer descansar una mirada estupefacta. No teníamos bastante con saber que, en
cuanto abres los ojos ya no vuelves a cerrarlos nunca más, sino que el asombro
es uno y perpetuo. “La Bestia” de Carmen Mola gana el controvertido Premio
Planeta con una extravagancia en la barriga. “Extravagante” proviene del verbo
latino “extravagari” (errar o vagabundear fuera de los límites). Parece que va
a ser indiferente si se trata de unos asesinatos como pretextos para una novela
histórica o un ejercicio literario de valor estilístico encomiable. Con estas circunstancias
tan prosaicas que merodean el concurso, la novela está sucediendo fuera de la
novela. Vagabundea la historia fuera de los límites que el libro marca. Jorge
Díaz, Agustín Martínez y Antonio Mercero ya son personajes de una valiosa
historia a disposición de cualquier novelista.
Es un relato que, con
la excusa del Premio, sacrifica la literatura tanto como reputa el sentido
comercial de la firma. Eso no comporta ninguna sorpresa tratándose del Planeta.
Que sean tres los autores de una obra hace recordar el chascarrillo de Agustín
de Foxá sobre el matrimonio: “es una carga tan pesada que hay que llevarla
entre tres”, decía. Para añadir “chicha” al asunto, tres hombres, cuyo número
no puede aspirar a la paridad por pura ley matemática, se solapan bajo el
nombre de una mujer. Les hacía falta el punto femenino por aquello que no le
pasó desapercibido a Goethe: “lo eterno femenino nos impulsa hacia lo alto”. Y,
viendo la cuantía del Premio, no podemos decir que no ha sido un gran impulso,
aunque dividan un lamento entre tres para recordar a Descartes cuando aseguraba
que “una obra escrita por un solo individuo es siempre mejor que una escrita
por varios”. Un Premio repartido entre uno es siempre mejor que repartido entre
tres, de ahí el lamento.
También habrán querido
dejar patente que se necesitan tres hombres para escribir como una mujer, pero
el experimento se las trae. Si escribir, como decía María Zambrano, consiste en
defender la soledad parece que, en este entuerto, no hay defensa que valga
porque la soledad es un paisaje humano que no admite intromisiones. No es
concebible que salgan renglones dóricos cuando se lleva ya un párrafo corintio
y algún otro jónico. Y, aunque cada
estilo aportara su virtud: fuerza, sabiduría o belleza, con un alma se basta el
Arte para ser infinitamente humano. Lo otro es jugar, como han declarado ellos,
pero con el arte no se juega como no se juega con ningún parto. Hay en cada
obra una extraordinaria exposición humana propia de un tremendo proceso de
sangrado, expiación, sacrificio, superación y pensamiento que, a poco que
intervenga un mínimo consenso, queda desposeída de autenticidad. Sin esa
ingenuidad todo lo que puede quedarnos es pura técnica que aspire a fabricar
sonetos perfectos escritos desde una inteligencia artificial. ¿Diremos que es
también artificial la emoción que provoquen?
De la italiana anónima
Elena Ferrante se dijo que “lo maravilloso de no conocer su identidad es que te
puedes centrar en sus novelas”. A mi estupefacta mirada, lo que le parece
maravilloso es justamente lo contrario, que por conocer la identidad o identidades
de Carmen Mola, uno puede centrarse fuera de sus novelas en un relato
fantástico que no tiene nada de fantástico, y que me está provocando la idea de
recomendar que lean la obra de tres en tres, como está mandado.
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