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miércoles, 25 de octubre de 2023

LENGUAJE FATAL

Al final todas las novelas son de terror. A la vida no le hace falta pensarse como un destino. Ya se encarga la fatalidad de ir alfombrando el pasillo hasta el punto final. ¿Pero cuántos finales tiene una vida? Venimos al mundo poniendo fin a la morada materna. Ahí se acaba una confortable estancia ya para siempre. En cierto modo es un final y, en clave emocional, el bebé lo sabe y por eso llora. La vida como sucesión de acabamientos es difícilmente abarcable. Numerosísimos actos son finales. Unos triviales como dejar cerrada esta frase; otros trascendentes como la innombrable.

De entre todos, hay un acabamiento importantísimo para el ser humano. En los primeros días de vida, el bebé no encuentra ningún modo de comunicarse con eficiencia que no sea el llanto. De repente llega un momento en que descubre que un determinado balbuceo puede sustituirlo. Un simple sonido parecido a una palabra le resulta mucho más eficaz y empieza a decir “ta, ta, ta”. Hasta entonces recurría al llanto para pedir alimento, o para cambiar de postura, o para quitar el dolor de la barriguilla. Ahora se vale de algo mucho más útil: el lenguaje. Desde el primer balbuceo se comenzará una larguísima carrera para adquirir la lengua. Dejemos claro que, desde esta perspectiva, la primera función del lenguaje es sustituir el llanto. Hablamos para no llorar o, lo que es lo mismo, para ponerle fin al llanto.

La primera palabra es el ruego, pero el primer ruego tiene forma y fondo de llanto. La segunda palabra puede ser el amparo y, en cualquier caso, ruego y amparo desvelan una incomodidad, un dolor, un anhelo. El lenguaje va adquiriendo complejidad y, sin embargo, no abandona su origen, es decir; su condición de tapadera de la herida. En algún sentido estamos al corriente de esta función cuando decimos que la palabra es curativa, pero obviamos que lo es de nuestros propios males, pues la palabra es ante todo consuelo de uno mismo porque, de no existir, nos echaríamos a llorar inconsolablemente.

Las palabras tapan y resulta lícito pensar que para una persona feliz, sin incomodidades ni deseos, sin frustraciones ni quejas, no es necesario el lenguaje para nada, porque no precisa sustituir un llanto que no existe. Las personas felices –este es un hecho contrastable- no suelen ser muy habladoras y buscan el silencio en calma. “En todas las cimas hay calma”, decía Goethe, y toda calma es ya una cima se podría decir. Quizás el silencio del bebé es la cima metafísica que se describe como “ataraxia”; un estado absoluto de intangibilidad y de bienestar en cuanto ausencia de males. Pero el ser humano es un ser hablador. En toda suerte de circunstancia se habla como primer modo de consideración del otro. También esta función ha sido eclipsada por la principal, que es la comunicación. Sin embargo, anterior a esta finalidad vemos cómo, mediante el lenguaje, aspiramos a la aproximación con la otra persona. Es, por tanto, el reconocimiento del otro un objetivo de la lengua anterior al objetivo de entendernos. El lenguaje en la persona feliz, cuyo uso no por innecesario suprime, es un amparo, como se dijo. Mediante su uso, se acerca y propicia que el interlocutor pueda hablar o, sustituyendo la expresión por categorías iguales, pueda llorar, llorar locuazmente y así consolar.

A diario vivimos bajo una abigarrada nebulosa conversacional. En la casa, en el trabajo, en la universidad, con los amigos y en esa jurisdicción abrupta que es la política, la palabra cubre el terreno de la desolación. No otra cosa son todas las manifestaciones, sino una expresión compleja de la herida original. Un político no tendría nada que decir si no deseara un mundo mejor a sabiendas de que el mundo en el que vive le molesta, le hace dolerse. Sabe que si no llora, no mama.

Incluso, cuando el uso del lenguaje es necesario para la adquisición de conocimientos, no se hace otra cosa que admitir el enorme dolor que supone la ignorancia. Otra vez tapadera del llanto. Al igual que hacemos con un bebé que llora, lo cogemos, lo abrazamos, le ofrecemos alimento, lo mecemos hasta que damos con el origen, así debemos tratar a los charlatanes, buscando el origen del llanto. ¿Cómo sería el mundo si diéramos con la causa del llanto de todos los hablantes? Hablando se entiende la gente, decimos. No es verdad: hablando se confunde la gente. Es llorando como nos entendemos. Cuando has entendido a alguien es que has entendido su herida. ¿Entonces por qué lloramos? Es sencillo: porque no encontramos palabras.   
 

jueves, 14 de mayo de 2020

EL NOMBRE SALVAJE DE LAS COSAS


Estamos a un paso de llamar a las cosas por su nombre. Es el paso que media entre la civilización y el salvajismo, entre la contención educada y la barbarie. Todas las cosas tienen un nombre salvaje y un nombre culto. La distancia es la misma que va del gruñido al imperativo. Lo primero, a pesar de su primitivismo, tiene la fuerza de la naturaleza de su parte y, así, pone en el bufido un recurso de alivio indiscutible. La vida suele gritar ante una herida. Los practicantes de artes marciales saben, también, que alguna fuerza de más se añade al golpe si se acompaña de algún alarido. De modo que, el daño que sentimos y el que hacemos sentir, suele conducirse de un chillido tan original como el pecado de los fieles. Lo segundo, el uso del imperativo, puede ser una escultura del grito, una alfarería que tornea el barro del ruido para hacerlo sonido e investirse de la dignidad de contar con el otro, aunque sea para mandarle.
Del grito a la palabra es tanto como de la realidad al símbolo, de los hechos a su representación. Habíamos inventado el contexto para desenvolvernos dentro del medio alegórico. No es sólo un modo de perspectiva que subjetiva la realidad y la personaliza, sino un instrumento al servicio del confort, la paz y la fraternidad. A fin de cuentas, como dijo alguien, la cultura sirve para no gritar cuando el avión se está cayendo, acción que dice bastante del pasajero al mismo tiempo que no desquicia a los acompañantes. Hablando se confunde la gente porque cada persona ha troquelado el nombre de las cosas en función de sus vivencias, sus aprendizajes y sus decisiones. Pero es una confusión de culto que, mientras nos tiene aturdidos en una red de significados y significantes, destila sus efectos sedantes que acostumbran a venir de la mano de los matices. Los matices son como los muelles del colchón, preparados para amortiguar la caída y adaptarse al cuerpo que lo presiona. Los matices tienen también la función amable de tapar el gruñido. A cambio, la naturaleza permanece inalterada mientras que los humanos creemos que la herida es menor o que la herida no existe. Algunos matices pinchan, como algunos muelles, pero no matan.
Ahora, sin embargo, estamos situados a la orilla de las cosas, observándolas, contemplándolas. Roto el espejismo de los nombres, destruida la elasticidad de los matices, apenas queda nada que sirva de asidero para hacernos las preguntas necesarias. Nos hemos vuelto seres más reales que simbólicos cuando lo propio del arte es no tolerar lo real. Si el anhelo imperial no resiste la mentalidad provinciana, el aullido del “homo lupus” aún menos y, si la apelación a la humanidad fue un ardid para desocuparnos del humano, también hay que admitir que durante siglos nos hemos cobijado con su abrigo. Hay un retorno de las cosas. Cada vez es más desleído el colorido hasta un punto tosco de grises. Nos va quedando la incertidumbre de las cosas que, a base de gruñidos, están emergiendo llamadas por su nombre. La herida es más herida cuando sangra que cuando se la nombra. El golpe es siempre más fuerte cuando impone su criterio de ley natural despojado de matices. Todas las cosas tienen, insisto, un nombre salvaje y un nombre culto. A fuerza de heridas y de golpes, sobre todo de golpes, muchos son los que pretenden llamar a las cosas por su nombre salvaje. Tal vez, una melodía de aullidos esté afinando un canto. Atentos.     
  

      

jueves, 11 de julio de 2019

LA VERDAD NECESARIA.


           
Es tiempo de inquietud radical por temor a que en cualquier momento las matemáticas nos den el susto definitivo. La vacua esperanza desmedida que tiene Occidente en el pensamiento binario, en el maniqueísmo, en el racionalismo simple, puede fracturarse de repente en cuanto el universo nos dé una nueva orden.  Jacques Derrida alertaba de que las matemáticas no son lógicamente ciertas. Ponía ejemplo: 12 x 0 = 0 y 13x 0 = 0, de lo que lógicamente se sigue que 12 = 13. Hasta en las matemáticas se han instalado “verdades necesarias”. Curiosa expresión ésta de “verdad necesaria” cuyo último significado pone el protagonismo en la necesidad antes que en la verdad.
            Cierto paralelismo de inquietud lo hay con la gramática, cuyas galerías encierran cortes y delimitaciones de la realidad. Las palabras llevan dentro una vocación de constreñir y, sólo cuando el receptor se acerca a ellas con la intención de expandir el significado, sirven como una mera aproximación. Pero, digámoslo claro, la realidad se queda fuera. Tal vez, debamos prestarle más atención a la realidad del lenguaje en lugar de a la realidad que pretende describir. Algo así son las preocupaciones de Sánchez Ferlosio en toda su obra. Por eso es tan difícil entenderle si no es con la mente de todo el cuerpo.
            En el caso de las matemáticas, la preocupación emergente, tal y como nos ha apuntado Noah Harari en su obra “21 lecciones para el siglo XXI”, tiene por objeto lo que el desarrollo simplista de la ciencia y la tecnología puede alcanzar sobre las emociones humanas, por ejemplo. Mi regla de tres es que “la ciencia es a la cultura lo que las matemáticas es a la erudición”. Es decir; si la futura regencia va a descansar en algoritmos externos capaces de comprender y manipular las emociones humanas con incluso más tino que lo hiciera Shakespeare, no queda más amparo humanitario que acudir a la Cultura para resguardarnos y al concepto de “verdad necesaria” para salirnos de él. La Ciencia, escrita así con mayúscula, debe venir en nuestra ayuda con la implacable determinación de poner el “cero” de Derrida en el sitio que le corresponde: expandido en lo que llamamos universo.  
            En el territorio del lenguaje, sin embargo, el orden dominante de la realidad ha quedado históricamente a las puertas de palacio. Las cosas son los límites del hombre, como dijo Nietzche. Quitando las cosas, el hombre no tiene límites y puede ser todo lo romántico que la Ciencia le ordene. Por eso hay un lenguaje que tiene la misión, no sólo de rehuir la realidad, sino de crearla y ponerla al servicio de la humanidad. La propuesta consiste en enfrentar el cuatro del dos más dos porque, en verdad, no siempre necesitamos ese resultado. Mendelssohn dijo, en 1765, que “si la prosa satisface la razón”, la poesía quiere otra cosa”. Me parece intuir que “esa cosa” que quiere la poesía es salvarnos; hagámoslo.