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martes, 2 de mayo de 2023

¡Lectores del mundo, uníos!

Que Cervantes, hombre que pasa por culto sin haber leído El Quijote antes de escribirlo, nos dé una lección de lo que es un escritor, no nos extraña. Tendríamos que desprestigiar una de las mejores obras de la literatura universal para hacer caer la figura de escritor gigantesco que representa. Entre otras notas que caracterizan a una obra clásica, voy a fijarme en la que, convendrán conmigo, puede ser la más llamativa. Una obra clásica es una obra viva. Desde su nacimiento ha ido alimentándose de las lecturas que se han hecho y, por supuesto, de las aportaciones que cada gran lector ha dejado gracias a la obra, enriqueciéndola. El Quijote no es el mismo antes de la “Meditaciones del Quijote” de Ortega y Gasset.  Quien se acerque a la obra tan reputada en estos días, debe saber que, siendo el mismo libro que fue publicado en 1.605, ha experimentado un continuo crecimiento desde entonces. Cervantes, al escribir El Quijote, está elaborando una interpretación de los libros de caballería que ha leído. Y, como lector de esos libros, nos regala su visión dentro de la gran obra que escribe. Antes lector que escritor.   Las mil formas de abordar el Quijote no salen de la nada, ni de ningún protocolo de lectura que nos aconsejara su autor. Son perspectivas, si bien es verdad que de personas instruidas, enjaezadas desde la condición de lector. Aquí es donde quería llegar; al lector. Los grandes figurones literarios de la historia han gozado de gran reputación gracias al demostrado virtuosismo de su ingenio, de su arte o de su inventiva y que ha quedado reflejado en sus respectivas obras. Conviene hacer notar lo siguiente: la buena literatura es el resultado de un buen texto en conjunción con un buen lector. Es hora ya, quizás la mejor hora, dadas las circunstancias, de darle al lector su posición hegemónica en la larga cadena libresca. En España, solo conozco este fenómeno en España, el delirio editorial y el delirio “amateur” de los escritores de poca monta se nos ha subido a la chepa. Un disloque que tiene lugar bajo una atmósfera enturbiada donde no hay nadie con capacidad de sacrificio suficiente para decir que, esta o aquella obra, es un auténtico bodrio. Dar la vida por la patria, bien, pero soportar un linchamiento seguro de la mano de la legión de los mediocres, a ver quién es el lector que lo aguanta. Parece que es obligatorio dar las correspondientes genuflexiones y espaldarazos para no quedar mal. Es lo que viene llamándose “buenrollismo literario”.

Mucho antes que Ortega, y al margen suyo, se puede formular la siguiente idea: la literatura es una filosofía mayor porque encumbra el pensamiento a la categoría de “cambiante” y el filósofo no suele darse cuenta. E.M. Cioran lo escribe con mucho más gracejo. “A veces hago afirmaciones totalmente insensatas y me lo echan en cara. Puedo decir perfectamente: mire, también digo lo contrario; basta con que pase la página”. En la buena literatura se dan la mano el escritor y el lector. Hay que precisar, también, que el binomio escritor-lector es una dialéctica que tiene ya lugar en la sola figura del escritor. Dicho de otro modo, es muy difícil encontrar un buen escritor que no sea buen lector. La plaga de nuestro tiempo es que han caído de no se sabe dónde, escritores como langostas, que harían muy bien en seguir escribiendo para sí o para sus allegados, pero que no nos estorbaran en las librerías. No porque no tengan derecho a escribir, sino porque tienen la obligación de leer y se les nota que no. Esa literatura como “filosofía mayor”, que es producto de una licencia lingüística que me permito, suele ir bordando el paño de Penélope con dejación de numerosos hilos de donde tirará el lector avezado o, como establece la mitología, esperará a la noche siguiente para hacer la nueva lectura que tiene un paño nuevo. Y, como todo es movimiento, en una buena obra no habrá ninguna idea estática mientras haya un lector que impulse el dinamismo inherente. Para eso, la buena literatura debe acopiarse de buenos lectores que no den por cerrado ningún pensamiento. A veces, la filosofía pura, crea unos tratados monumentales inconmensurables a partir de una primera frase, que tienen que explicar y no contradecir en ningún momento. Ocurre lo contrario en la literatura, no hay que forzar ninguna coherencia y ningún pensamiento queda cerrado, sino expuesto a la visión culta de quien se acerque a la obra y la interprete a su manera. Hay que empezar a hacerse fotos con los lectores; escasean y ya van teniendo mucho más mérito que los escritores.      

 

sábado, 27 de febrero de 2021

Se subrayan libros a domicilio.


 

Cuando empiezo a escribir este texto, no sé muy bien si hablar de libros o de lectores. Quizás un libro sin lector no sea libro, y hablar de lo primero es hablar de lo segundo, se quiera o no. Puede pensarse, -muchos lo están haciendo- que en realidad sólo existe un libro en el mundo y esos volúmenes que se venden o caen en nuestras manos son advocaciones. Es una idea casi religiosa del libro que tiene proporciones de verdad muy altas. Lo que me interesa de ellos en este escrito, es su munición. Todo libro lleva su tambor repleto y, más aún, de principio a fin sus páginas no son más que cananas y cananas de palabras. Toda palabra espera su momento adecuado para convertirse en disparo y, no siempre lo hace a la primera. A veces hay que salir a cuerpo de la trinchera mental en la que todos estamos a cobijo y exponerse con los brazos en cruz al fuego a discreción.

A mí los libros que me gustan son los que me disparan desde el principio. Los hay que me acribillan y todos me matan. Por eso adopté desde muy joven la manía de subrayar lo que iba leyendo. En la montaña, en el paredón, sobre todo en la carretera, suele señalarse con placas, con cruces o con flores el lugar donde alguien, injusta o accidentalmente, encontró su muerte. Mis subrayados también sirven, tiempo después, para saber dónde tuvo lugar el disparo, la herida o la muerte. Todas esas cicatrices que marcan las páginas, dan testimonio del estilo de mi lectura; van escribiendo otro relato encima del libro y es un relato que habla de mí. Queda reproducido un diálogo entre el autor y yo que se circunscribe al tiempo exacto en que tiene lugar la lectura. Pero en la relectura lo que los subrayados propician no es tanto un diálogo como una tertulia, donde nos sentamos varios. Mis subrayados representan un yo antiguo que habla a través de sus marcas y se defiende frente a un yo nuevo que también ha tomado asiento. Pero es que el autor tiene la osadía de desdoblarse en función del desdoble del lector y, a lo que dijo en aquella lectura, añade lo que dice en esta nueva. Somos cuatro en la sala.

Lo que quiero defender es el subrayado como apropiación debida y no sólo del texto. Es cierto que cada raya proviene de un criterio diferente, porque cada proyectil entra por un sitio distinto y no siempre se está en disposición de exponer la misma parte de uno. Los que entran por la razón, al cabo de un tiempo, no se reconocen como disparo y es que, lo que fue una refutación novedosa o la instalación de una nueva idea hasta entonces desconocida, no nos pilla descuidados en la relectura, y la sorpresa o la emoción desaparecen. A veces tuvimos la suerte de encontrar el argumento que nos descabalgó de alguna certeza equivocada, pero transcurrido un tiempo, esa idea se instala y se hace tan nuestra que, en el subrayado, no encontramos más que una confirmación o un refuerzo de lo que pensamos.

Otras balas entran directamente por el corazón. Las líneas que provienen de ahí, a poco que se observen, muestran el temblor del estremecimiento en el mismo trazo y, lo común es volver sobre el mismo sentimiento una y otra vez, tantas veces como se lea.  No queda en ese punto la cuestión porque, como sucede con la poesía, lo que nos conmovió un día, si torna a herir de nuevo, delata que el núcleo de lo que somos permanece inalterable, a pesar de los continuos cambios de ideas y de pensamientos. Todo lo más, es que, el cúmulo de vida que media entre una y otra lectura, haga sus estragos e intensifique lo que experimentamos aquella primera vez. Es la ubicación en el paso de nuestra vida la que hace crecer al libro en este caso. Por eso, los libros leídos y subrayados, van adquiriendo importancia con los años y nos van hablando de lo que un día fuimos, ahí alongados en el diván de sus páginas.