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domingo, 23 de febrero de 2025

DOMINGO


  Es temprano y es domingo. Se nota que es domingo por el ruido. Este día de la semana suena distinto. Le cuesta amanecer. El pleno día es el pleno ruido. Manuel Vilas dice que llegará un día en el que el silencio nos costará dinero. Habrá que pagar el silencio. Sólo los pertenecientes a la clase social adinerada se podrán permitir ese lujo. El resto nos volveremos locos por tener que vivir en medio de un ruido ensordecedor. Hay algo de misticismo en los domingos. Sobre todo a primera hora. Puede ser que hoy estén dormidas todavía muchas más personas que en otros días. Puede ser que, de alguna manera, los sueños de toda esa gente se diluyan dentro del aire y, todos respiremos ese aire y también esos sueños. 

En mi casa, la larga noche prolonga sus brazos en todas las habitaciones. Aunque la luz asome a través de los cristales, la oscuridad de la noche deja sombras pegadas en el silencio. Suena un interrogante. La soledad, el silencio y la oscuridad son hermanos, hijos de una misma deidad. Cuando se alargan, adquieren forma de preguntas. Si hoy muriera alguien, se contestaría esa pregunta. La muerte es una respuesta. 

El domingo por la mañana es una promesa. Me cuesta pensar qué voy a hacer con todo el día. Querer no obliga a seguir queriendo. No he querido decir eso. Lo que he querido escribir es que nadie está obligado a querer. En cambio, cuando quieres, has adquirido una obligación. Nadie habla de que las semanas desembocan en un domingo obligatorio, cosa que le quita “dominguez” al domingo. No se puede hacer nada con eso. No depende de nadie ni de nada que durante veinticuatro horas todo quede empañado de domingo. Hasta los espejos -ese artículo que tantas buenas metáforas ha servido para gloria de la filosofía y la literatura- reflejan antes que el rostro la tozuda peculiaridad. ¿Quién no ha escuchado el ladrar cansado de los perros en domingo? Pues hoy es ese día. Es más suave que los otros. Es más lento. 

Naturalmente que amar es un suceso, pero, si amas, deja de ser un accidente y es un empleo donde no existen los domingos. Aunque hay mucho de domingo en el amar. Lo digo por el silencio, lo digo por la lentitud, lo digo por la suavidad. No hay domingo sin su lunes; esa va a ser su desdicha. La lucha consiste en perseverar en la misión mientras nos dure el festivo, pese a que la pelea festiva es el combate de la calma contra la serenidad. Nos da igual vencer que ser vencidos. 

Ahora mismo se acaba de romper el silencio con un ruido del siglo XIX o, todo lo más, de mediados del XX. Un coche de caballos hace sonar sus ritmos de trote bajo mi ventana. Esta vuelta al pasado dura unos segundos, lo que tarda en marcharse (no sabemos a qué otro siglo), pero deja toda su época en la atmósfera y por eso es domingo también. No ocurre los días ordinarios. Todo está en calma. Yo mismo estoy aquejado de calma, de ahí que mi cerebro renquee a estas horas y se esfuerce en poner en claro lo que está pensando. El domingo me ha contagiado. Me digo, sin la menor convicción, que el amor es más calma que tempestad y, sin embargo, deseamos la pasión. La deseamos mientras no nos toque, eso también. Hay algo diabólico en eso. Tiene su lógica. Nada existe si no tiene su contrario. No tiene sentido la ausencia si no hemos experimentado la presencia. El sentido de las cosas viene de su contrario. 

Sigue siendo en este momento un domingo absoluto, distinguido por sus flancos laborables. ¿Cuáles son los flancos del amor? Es una pregunta tonta, pero no hay ninguna respuesta tonta a esta pregunta. La pasión es un modo de amar, el odio también. Da la sensación de que no tiene contrario. Se puede parecer mucho a la inexistencia. Lo contrario de amar es no existir. Me temo que esto lo estoy pensando en domingo, en el epicentro del domingo y todo cambiaría para el miércoles. Hasta el pulso ha contraído este apaciguamiento de los días festivos. 

El aleteo de una tórtola, de repente, me enseña que seguía en silencio. Sirve para subrayarlo. En el papel pautado los compositores escriben con un signo un silencio, el silencio. En los libros, los escritores no anotan el silencio, no hay renglones con silencios escritos. Hay entrecomillados, hay paréntesis, hay negrillas, hay cursivas, pero nada, ningún signo viene a decir: esta palabra, esta frase te la callas, léela para alimentar el silencio, léela para borrarla inmediatamente de la lectura. El silencio fecundo es el que no calla nada, es en el que se dicen todas las cosas decibles, pienso. Luego está el otro silencio que es un callarse. El amor es silencio nuclear. Todos los grandes pensadores, todos los grandes espiritualistas, han querido explicar su gramática, la gramática del amor, pero faltan los signos ortográficos para atrapar al silencio. La música sí lo hace y lo deja en secreto. 

Se acaba de marchar la tórtola. El sol está bañando de oro los metales y los ruidos de la calle. Los domingos baña de lado. Los demás días puede que también, pero no me he fijado. Dicen que las tórtolas anuncian algo y son más precisas que el calendario. No creo en los calendarios. No creo en el color rojo que marca a los días festivos. Sí creo en la calma. Sí creo en el silencio. Sí en la suavidad. 

Debe haber alguien ahí detrás del telón. Mañana subirán el telón, pero eso no quiere decir que hoy no haya nadie. Están todos en su domingo, que es una espera sin angustia. Ahora un perro ladra solo una vez, igual que un campanario da la una. Se me ha quedado el coche de caballos dentro del bolígrafo y por eso estoy escribiendo al trote, cuando mi deseo es escribir al paso. Tiene que haber un modo de atrapar la lentitud y entregarse a ella. Tiene que haber un modo de emparentar estos días con el más allá. Los domingos tienen algo del más allá. Lástima que algunos piensen que es por el rojo del calendario. ¡Es por la tórtola, idiotas! Está tan claro que resulta ridículo escribirlo. Es tan ridículo escribir tantas cosas…, con la falta que hace, de una vez por todas, inventar el silencio en la escritura. Pasaríamos los domingos, alongados en nuestro diván, leyendo silencios con un libro en nuestras manos y algún vuelo de tórtola y algún siglo XIX que trotara y, sobre todo, flanqueados, muy flanqueados, ahí en el sitio, intemporales y flanqueados. 

miércoles, 4 de diciembre de 2019

SOLEDAD


A menudo he creído sentir que la soledad se emparentaba con el silencio, con la oscuridad o con el vacío. Unas veces hija de algún aislamiento y otras veces hermana de alguna quietud de espíritu, la soledad se ha presentado como una especie de abandono. No es que haya ido hacia ella, sino que, como una bruma sutil ha emparamado todos los trozos de realidad que están a la mano, haciéndolos ajenos y desconocidos. Los objetos con los que se convive huyen de su propio aspecto y se van quedando huecos y desleídos. He tenido la sensación de que todo cuánto hay fuera de uno mismo se desata en una feroz batalla por conseguir la desaparición y la indiferencia de la persona en soledad. Pero también he pensado que esa misma pugna la libran, con igual ferocidad o mayor, todos los mundos que han venido orbitando en el universo interior de cada cual. Hay una desbandada masiva de “yoes” en retirada que persiguen descoser la red que somos y que hemos ido anudando “ego a ego”.
No creo que estas disquisiciones sobre la soledad hayan pertenecido en algún momento al gobierno del entendimiento o al de algún  razonamiento de tipo proposicional, sino que atiende más bien a una inconsistente forma de negligencia o de pereza de ánimo. Es una vaguedad, por así decirlo, que no se ha detenido a pensar por qué el pensar se detiene.  Tiene lugar en el contexto líquido o gaseoso de los espacios que van dejando las verdaderas ideas. Éstas, como cuerpos físicos y consistentes, numerosas o escasas, establecen líneas de relación entre ellas, sin poder evitar las ranuras o huecos que tales trabazones propician. Ahí es donde anidan las roñas de la flojera mental, que comportan la fuente de la sabiduría de tópicos o la umbría del conocimiento. Por eso, a veces, se cree creer en algo o se tienen sensaciones, como la que he descrito sobre la soledad.
No es verdad que los objetos persigan conseguir una indiferencia del solitario. Lo cierto es que, al contrario, se convierten en proyecciones íntimas del observador que, provisto precisamente de una radical intimidad, se incapacita para establecer un diálogo con el objeto y, en su lugar, establece un monólogo. De tal manera que, todo cuanto acontece alrededor queda mudo en beneficio del relato interior, desvivido en hablarse a sí mismo y en endosar a cada pedazo de realidad el cuerpo histórico de su vida en relación al objeto. Cada cosa va a experimentar su existencia sólo en la medida que recupere la parte más honda de su vínculo con el sujeto, lo que la va a convertir en única e inefable. Por eso, la soledad, lejos de constituir un aislamiento, es una relación tan profunda con las sensaciones y sentimientos que se despiertan, ya sean tristes o alegres, que son indecibles y, por eso mismo, solitarios. De una verdadera emoción de arte o de belleza emanan soledades, como emanan soledades de una enfermedad o una desgracia. No significa que se esté solo, sino que se es solo. En cuanto la conciencia se hace lúcida; es decir, abierta a la luz, quedan completamente iluminadas todas las soledades y ellas son los “yoes” y las voces que, paradójicamente, nos dan compaña.       

martes, 19 de noviembre de 2019

EL SILENCIO INHUMANO


A poco que se ausculte un silencio descubrimos que, allí donde hay algo callado, tiene lugar una verdad. Hay que prestar, entonces, atención a lo que se oye cuando nada se hace oír, incluyendo la escucha de uno mismo. No importa si ese silencio ha de deber su entidad moral a su persistencia como silencio o, por el contrario, ha de cesar para alcanzarla. Lo que ahora importa es la naturaleza del silencio en relación con la verdad. No existe vínculo alguno entre el silencio y la mentira porque nadie fabrica una mentira para callarla, eso es contrario a su condición más íntima (algún día hablaremos de la intimidad de las mentiras). El silencio no puede mentir. ¿Acaso el silencio incrustado en la piedra de las catedrales no conforma una verdad solemne? ¿Puede el silencio profundo de una casa ordenada encubrir el frío de la estancia? ¿No es el Maestro el silencio mismo que, allí donde está, todo deja de sonar indiscretamente? Maeterlinck escribió acertadamente que “lo que se recuerda de un ser al que has amado profundamente no son las palabras que ha dicho, sino los silencios que se han vivido juntos”.
La importancia del silencio, que va más allá de la aniquilación del ruido, es gracias a la relación amorosa que tiene con la verdad. No parece casual que el género del silencio sea masculino y el de la verdad femenino. Es verdad también que todo silencio alberga su verdad; pero no toda verdad tiene su silencio, lo que da medida de la superioridad de lo femenino en cuanto a su naturaleza independiente. No sabemos quién engendra en quién, pero el fruto es siempre de una heroicidad de combate, como corresponde a las verdades desnudas. A partir de ahí, la tensión entre el silencio y la verdad es a muerte: paradoja que siempre se resuelve bien cuando la verdad no basta para el fin de la bondad.  
Yo, que entro en mí de puntillas para no despertar a nadie que me habite, si por algún traspiés de repente despierto a alguien le digo lo que Kafka le dijo al padre de un amigo al que despertó al entrar en casa: “Por favor, considéreme usted un sueño” y continuo en silencio buscando mis verdades. Una vez halladas –sólo se manifiestan en modo silencio o en modo pregunta- me como la carne que rodea al hueso y rápidamente planto la semilla para ver si crecen más silencios o más verdades, es decir; si tienen vidas, porque las verdades muertas no cuentan, como no cuentan los silencios muertos.
El silencio no pertenece a lo humano. Reparemos en el silencio del dolor, de la noche, del desierto, del erotismo, del frío, de la distancia o del color azul, por ejemplo, y señalemos que todos son el mismo secreto anidado en el tuétano de todas las cosas que no somos nosotros. Ni siquiera el lenguaje carece de una carga de silencio, y no porque lo trascienda, sino porque lo sustenta. El silencio es el suelo del ruido, la profundidad de todo lo que ya estaba, el lugar del que venimos y, necesariamente, el eterno destino que es como decía Rilke “un silencio como cuando cesa un dolor”. Es, por tanto, el hogar que solo es sentido como tal cuando ya es demasiado tarde: cuando ya se ha perdido.  No nos pertenece, como no nos pertenece la verdad que la ceremonia del silencio nos hace conocer. ¿Y si no es humano, qué es? Guardaré silencio.