En mi casa, la larga noche prolonga sus brazos en todas las habitaciones. Aunque la luz asome a través de los cristales, la oscuridad de la noche deja sombras pegadas en el silencio. Suena un interrogante. La soledad, el silencio y la oscuridad son hermanos, hijos de una misma deidad. Cuando se alargan, adquieren forma de preguntas. Si hoy muriera alguien, se contestaría esa pregunta. La muerte es una respuesta.
El domingo por la mañana es una promesa. Me cuesta pensar qué voy a hacer con todo el día. Querer no obliga a seguir queriendo. No he querido decir eso. Lo que he querido escribir es que nadie está obligado a querer. En cambio, cuando quieres, has adquirido una obligación. Nadie habla de que las semanas desembocan en un domingo obligatorio, cosa que le quita “dominguez” al domingo. No se puede hacer nada con eso. No depende de nadie ni de nada que durante veinticuatro horas todo quede empañado de domingo. Hasta los espejos -ese artículo que tantas buenas metáforas ha servido para gloria de la filosofía y la literatura- reflejan antes que el rostro la tozuda peculiaridad. ¿Quién no ha escuchado el ladrar cansado de los perros en domingo? Pues hoy es ese día. Es más suave que los otros. Es más lento.
Naturalmente que amar es un suceso, pero, si amas, deja de ser un accidente y es un empleo donde no existen los domingos. Aunque hay mucho de domingo en el amar. Lo digo por el silencio, lo digo por la lentitud, lo digo por la suavidad. No hay domingo sin su lunes; esa va a ser su desdicha. La lucha consiste en perseverar en la misión mientras nos dure el festivo, pese a que la pelea festiva es el combate de la calma contra la serenidad. Nos da igual vencer que ser vencidos.
Ahora mismo se acaba de romper el silencio con un ruido del siglo XIX o, todo lo más, de mediados del XX. Un coche de caballos hace sonar sus ritmos de trote bajo mi ventana. Esta vuelta al pasado dura unos segundos, lo que tarda en marcharse (no sabemos a qué otro siglo), pero deja toda su época en la atmósfera y por eso es domingo también. No ocurre los días ordinarios. Todo está en calma. Yo mismo estoy aquejado de calma, de ahí que mi cerebro renquee a estas horas y se esfuerce en poner en claro lo que está pensando. El domingo me ha contagiado. Me digo, sin la menor convicción, que el amor es más calma que tempestad y, sin embargo, deseamos la pasión. La deseamos mientras no nos toque, eso también. Hay algo diabólico en eso. Tiene su lógica. Nada existe si no tiene su contrario. No tiene sentido la ausencia si no hemos experimentado la presencia. El sentido de las cosas viene de su contrario.
Sigue siendo en este momento un domingo absoluto, distinguido por sus flancos laborables. ¿Cuáles son los flancos del amor? Es una pregunta tonta, pero no hay ninguna respuesta tonta a esta pregunta. La pasión es un modo de amar, el odio también. Da la sensación de que no tiene contrario. Se puede parecer mucho a la inexistencia. Lo contrario de amar es no existir. Me temo que esto lo estoy pensando en domingo, en el epicentro del domingo y todo cambiaría para el miércoles. Hasta el pulso ha contraído este apaciguamiento de los días festivos.
El aleteo de una tórtola, de repente, me enseña que seguía en silencio. Sirve para subrayarlo. En el papel pautado los compositores escriben con un signo un silencio, el silencio. En los libros, los escritores no anotan el silencio, no hay renglones con silencios escritos. Hay entrecomillados, hay paréntesis, hay negrillas, hay cursivas, pero nada, ningún signo viene a decir: esta palabra, esta frase te la callas, léela para alimentar el silencio, léela para borrarla inmediatamente de la lectura. El silencio fecundo es el que no calla nada, es en el que se dicen todas las cosas decibles, pienso. Luego está el otro silencio que es un callarse. El amor es silencio nuclear. Todos los grandes pensadores, todos los grandes espiritualistas, han querido explicar su gramática, la gramática del amor, pero faltan los signos ortográficos para atrapar al silencio. La música sí lo hace y lo deja en secreto.
Se acaba de marchar la tórtola. El sol está bañando de oro los metales y los ruidos de la calle. Los domingos baña de lado. Los demás días puede que también, pero no me he fijado. Dicen que las tórtolas anuncian algo y son más precisas que el calendario. No creo en los calendarios. No creo en el color rojo que marca a los días festivos. Sí creo en la calma. Sí creo en el silencio. Sí en la suavidad.
Debe haber alguien ahí detrás del telón. Mañana subirán el telón, pero eso no quiere decir que hoy no haya nadie. Están todos en su domingo, que es una espera sin angustia. Ahora un perro ladra solo una vez, igual que un campanario da la una. Se me ha quedado el coche de caballos dentro del bolígrafo y por eso estoy escribiendo al trote, cuando mi deseo es escribir al paso. Tiene que haber un modo de atrapar la lentitud y entregarse a ella. Tiene que haber un modo de emparentar estos días con el más allá. Los domingos tienen algo del más allá. Lástima que algunos piensen que es por el rojo del calendario. ¡Es por la tórtola, idiotas! Está tan claro que resulta ridículo escribirlo. Es tan ridículo escribir tantas cosas…, con la falta que hace, de una vez por todas, inventar el silencio en la escritura. Pasaríamos los domingos, alongados en nuestro diván, leyendo silencios con un libro en nuestras manos y algún vuelo de tórtola y algún siglo XIX que trotara y, sobre todo, flanqueados, muy flanqueados, ahí en el sitio, intemporales y flanqueados.
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