De las muchas misas que me dieron, recuerdo con particularidad muy pocas. Sucede que, de mucho repetir la misma ceremonia, uno deja de prestar la preceptiva atención. En cambio, a pesar de que transcurra mucho tiempo, si vuelve a la misma ritualidad, se sorprenderá recordando, paso por paso, todo cuanto va representándose.
Suele entrar el sacerdote, bien desde algún lateral o por el camino central, ataviado con sus paramentos y haciéndose compaña de algún monaguillo o coadjutor que le procesione la cruz. Al mismo tiempo queda envuelto el momento por un canto o una música solemne. Los feligreses se ponen de pie para respetar y elevar el inicio de la ceremonia. Investido el Templo de la sacralidad inaugural, el cura dice unas cuantas palabras a modo de principio y manda sentar a la feligresía. Los parroquianos permanecen en actitud aplicada, pero si debo juzgar por lo que a mí me pasa, creo que es ahí cuando uno se pone a pensar en sus cosas. La retahíla subsiguiente, rezada o entonada como una tabla de multiplicar, suena a mantra y poco apunta a la significación que debiera.
La abuela pensará en su nieto y en la pieza de hueso que le falta para el puchero y que, de camino a casa, habrá de comprar en la tienda de Miguel, que los tiene mejores que en la carnicería porque, desde que ya no están los padres, despachan peor género por tal de ganar más sin darse cuenta de que están perdiendo la clientela de toda la vida.
El señor, que al entrar olvidó la vieja cortesía de descubrirse y por eso fue demandado, se toca una y otra vez el bolsillo preparando la calderilla que depositará en el cepillo. Se está dejando llevar por una duda neurótica y no sabe si echar más o echar menos, se debate entre la exhibición de un billete y la practicidad de una moneda pequeña. Todavía no ha comprado el periódico. Es decir, no ha comprado su costumbre dominical que se completa con otras añadiduras como el vermut de media mañana y un papelito de almendras. Lo que persigue con estas cavilaciones es resolver el asunto de la prevalencia entre la satisfacción del mundano deseo de tomarse el vermut, o la descarga de conciencia por ayudar al sostenimiento de, nada más y nada menos, la Santa Iglesia y todo lo que eso conlleva.
El cura sigue en lo suyo entre cierres y despliegues de abanicos españoles que, haciendo el ruido de persianas, están entregados a la misión de hacer pequeños vientos individuales que, juntos, hacen brisa y dan alivio tangente.
Dos niños, obligados de pura obligación, acaban de ser separados por su madre que los ha tenido que colocar uno a cada costado para que se aquieten. Se pisaban los zapatos relimpios apoyados encima del reclinatorio y, aparte de estar mancillando los betunes recién untados, ya habían llegado a los empujones y pellizcos, con algún que otro gemido y llamada de atención incluida. Así que los dos están ajenos a lo que la ceremonia les ofrece y muestran sus marcas enfurruñadas por todo el cuerpo.
Una muchacha joven se hace la devota y pone cara de estar comprendiendo la simbología de los actos. Es una muchacha buena por herencia y devota por tradición. No deja que el leve roce del novio exprese la menor eroticidad por inocente que venga. Le aparta la mano una y otra vez de la suya. Si el roce fuera un suave trámite de religiosidad o bien una promisoria intención de unión espiritual, no sería rechazado. Pero la buena moza no es capaz de entender que el sello que las pieles dan cuando se acoplan, transciende el aspecto erótico y el sentido instintivo. El rechazo de la caricia delata el error de pensamiento. El novio no presenta reclamo, sino docilidad y, está, digamos, con presencia de ánimo solamente por dar complacencia y se recoge de buen grado. Lo que ocurre es lo mismo que nos sucede en el pie cuando escuchamos una canción pegadiza. Se nos pone solo a marcar el ritmo, como en un llamado al resto del cuerpo para que lo siga. Pues así, el novio, con pequeñas y cortitas aproximaciones, deja ver un deseo musical intenso que le descubre queriendo bailar toda la pieza, que son llamados a la mística.
Detrás mía hay una señora que reza. Tiene los ojos cerrados y habla una oración dentro de un monótono susurro. Le importa muy poco el curso de la misa. No la vimos ponerse en pie al paso de la comitiva. Su misión, eso parece, es respirar la santidad. Se parece a “La Pasionaria”. No se ven muchos jóvenes. Era de esperar.
Llega otra parte del acto y hay que volver a levantarse. Los bancos de madera dan sus crujidos a viva voz y el ruido, que dura muy poco en su trajín, tapa la palabra del cura y la misma palabra de Dios. Los hombres suelen cerrarse la chaqueta y agarrarse las manos por delante, modositos como niños buenos. Las mujeres dejan el bolso sobre el asiento. Suenan las asas metálicas, las pulseras, los abalorios, y los abanicos hacen las veces de chivatos de los distintos grados de impaciencia. Hay una legión de feligreses que solo mueven los labios y no se saben los rezos. Pronuncian un galimatías de sílabas anárquicas que les deben servir como los comodines de la baraja. Sirven para un “lo tenemos levantado hacia el Señor” como para un “con tu espíritu”. Y es la réplica cabal de cuando dicen en casa: “Mari, apaga la olla que se nos quema”. Lo que sí suena con profundidad de trueno es el “amén”. El amén va cerrando etapas y acelerando el proceso, por eso conviene estornudarlo bien claro.
Metido entre importancias, se trivializa el paso del cepillo, cuya función celestial, entiéndase, no es recaudatoria según las escrituras, sino fomentar la caridad en papel moneda, eso sí. Un cristiano pone su caridad enrolladita, que se vea bien, que se vea que va en pliego y no en metal. Una señora no encuentra la moneda en el último momento y, cuando la cestita está dando su requerimiento dos bancos más atrás, la hace retroceder para depositar “urbi et orbi” bajo el foco de la excepcionalidad, su simpática piedad y su espectacular “qué bien estoy quedando”. Un niño le pide a su madre una o dos monedas de las atribuidas ya al fondo eclesial y, depositándolas, ve cumplida su entidad como persona, partícipe en plano de igualdad con los adultos. Rumia su virtud en recogida postura en su sitial, visiblemente satisfecho.
Después podemos ir todos en paz y buscar la huida con caritas de Santos.
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