A menudo he creído sentir que la soledad se emparentaba con
el silencio, con la oscuridad o con el vacío. Unas veces hija de algún
aislamiento y otras veces hermana de alguna quietud de espíritu, la soledad se
ha presentado como una especie de abandono. No es que haya ido hacia ella, sino
que, como una bruma sutil ha emparamado todos los trozos de realidad que están
a la mano, haciéndolos ajenos y desconocidos. Los objetos con los que se
convive huyen de su propio aspecto y se van quedando huecos y desleídos. He
tenido la sensación de que todo cuánto hay fuera de uno mismo se desata en una
feroz batalla por conseguir la desaparición y la indiferencia de la persona en
soledad. Pero también he pensado que esa misma pugna la libran, con igual
ferocidad o mayor, todos los mundos que han venido orbitando en el universo interior
de cada cual. Hay una desbandada masiva de “yoes” en retirada que persiguen
descoser la red que somos y que hemos ido anudando “ego a ego”.
No creo que estas disquisiciones sobre la soledad hayan
pertenecido en algún momento al gobierno del entendimiento o al de algún razonamiento de tipo proposicional, sino que
atiende más bien a una inconsistente forma de negligencia o de pereza de ánimo.
Es una vaguedad, por así decirlo, que no se ha detenido a pensar por qué el
pensar se detiene. Tiene lugar en el
contexto líquido o gaseoso de los espacios que van dejando las verdaderas
ideas. Éstas, como cuerpos físicos y consistentes, numerosas o escasas,
establecen líneas de relación entre ellas, sin poder evitar las ranuras o
huecos que tales trabazones propician. Ahí es donde anidan las roñas de la
flojera mental, que comportan la fuente de la sabiduría de tópicos o la umbría
del conocimiento. Por eso, a veces, se cree creer en algo o se tienen sensaciones,
como la que he descrito sobre la soledad.
No es verdad que los objetos persigan conseguir una
indiferencia del solitario. Lo cierto es que, al contrario, se convierten en
proyecciones íntimas del observador que, provisto precisamente de una radical
intimidad, se incapacita para establecer un diálogo con el objeto y, en su
lugar, establece un monólogo. De tal manera que, todo cuanto acontece alrededor
queda mudo en beneficio del relato interior, desvivido en hablarse a sí mismo y
en endosar a cada pedazo de realidad el cuerpo histórico de su vida en relación
al objeto. Cada cosa va a experimentar su existencia sólo en la medida que
recupere la parte más honda de su vínculo con el sujeto, lo que la va a
convertir en única e inefable. Por eso, la soledad, lejos de constituir un
aislamiento, es una relación tan profunda con las sensaciones y sentimientos
que se despiertan, ya sean tristes o alegres, que son indecibles y, por eso
mismo, solitarios. De una verdadera emoción de arte o de belleza emanan soledades,
como emanan soledades de una enfermedad o una desgracia. No significa que se
esté solo, sino que se es solo. En cuanto la conciencia se hace lúcida; es
decir, abierta a la luz, quedan completamente iluminadas todas las soledades y
ellas son los “yoes” y las voces que, paradójicamente, nos dan compaña.
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