Trátese o no de un sueño, padezco recuerdos de
acontecimientos que jamás han ocurrido. Son tan nítidos y tan explícitos que no
se distinguen en nada de los verdaderos. No sé cuándo son de una clase o de
otra y, a decir verdad, esta excentricidad me permite tener un pasado extraordinario.
Tampoco puedo saber si tener un pasado extraordinario me hace bien o me hace mal.
Sí que me pregunto si el pasado forma parte de la realidad o de la fantasía. En
la misma medida que todo pasado no está, no puedo tocarlo, no lo vivo ahora y
aquí, tiene algo de fantástico con independencia de si ha tenido lugar o no. Le
basta constituirse en presente para adquirir vida. Y no sólo adquiere vida lo
que del pasado se recuerda, haya o no pasado, sino lo que no se recuerda del
pasado. Tiene el presente, por tanto, una porosidad inherente; es decir, unos
vacíos que, al rellenarse, le dan volumen. Cuántos más recuerdos, más gordo es
el presente. Otra cuestión es si es de obesidad mórbida o simple corpulencia. Consciente
de tal fenómeno, cabe preguntarse si, de vez en cuando, nos van cambiando adrede
nuestros propios recuerdos y, de esta forma, propiciarnos un presente ajustado
a ellos. A los efectos, nada importa que hayan pasado o no. Lo que importa es
lo útil que puede resultar.
Algo así me sucede
con las ideas. No sé si son propias o ajenas. Si, por ejemplo, no me hubieran dado
a conocer un calendario, me sería imposible reconocer un domingo o un miércoles.
Se nota que es domingo –digo- y se nota por la simple suma de personas que lo
notan a raíz de una imposición del domingo, pero el domingo no es natural, no
brota de ningún manantial ni cae de ningún cielo. Así es también el “cólico
frenético” en el que se ha convertido el tiempo de navidad. Este presente que,
como todos, es neutro, si no fuera por la porosidad o, lo que es lo mismo, por
la imposición, nadie lo notaría distinto. Los comportamientos y las actitudes
se adoptan por efecto de “algo” que nos es dado –no sólo es calendario- y que
se inocula a través del deseo humano de medir, de contar o de clasificar, pero
el último día del año pinta igual que el primero y, sin embargo, no se felicita
el año un 7 de junio. Eso quiere decir que nos preparan para que, cuando suene
el pito, hagamos todos lo que corresponda.
En estas fechas lo que corresponde es desear felicidad
usando, como por costumbre se usa, el plural expresivo: “Felicidades”. Pero es
que el término viene revisándose continuamente al margen de la propia
experiencia. La felicidad ya incluye el sufrimiento necesario para tomar
consciencia cierta de ella y, además, la propia y somera consciencia es ya
felicidad. Las distintas derivas definitorias no te dejan ser infeliz. Se trata
de una felicidad “académica”, no de una felicidad del hombre de carne y hueso,
del hombre que trabaja, que ama, que envejece, que come, que vive. Así como lo
académico no permite que quede alguien al margen de la inteligencia y ha creado
distintos tipos para que nadie quede excluido: “inteligencia cognitiva”,
inteligencia emocional”, inteligencia ejecutiva”, etc., con la felicidad sucede lo mismo. Prescindo de
las distintas intenciones con las que se felicita. Yo, por ejemplo, no me dejo
felicitar si no es en presencia de mi abogado y, todo el mundo sabe que,
llegado el seis de enero por la tarde, todo mortal queda en “felicidad
provisional y con cargos". Sean Felices, no se lo piensen, no lo sueñen, no lo
recuerden: ¡sean!
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