domingo, 29 de diciembre de 2019

FELICIDAD PROVISIONAL Y CON CARGOS.


Trátese o no de un sueño, padezco recuerdos de acontecimientos que jamás han ocurrido. Son tan nítidos y tan explícitos que no se distinguen en nada de los verdaderos. No sé cuándo son de una clase o de otra y, a decir verdad, esta excentricidad me permite tener un pasado extraordinario. Tampoco puedo saber si tener un pasado extraordinario me hace bien o me hace mal. Sí que me pregunto si el pasado forma parte de la realidad o de la fantasía. En la misma medida que todo pasado no está, no puedo tocarlo, no lo vivo ahora y aquí, tiene algo de fantástico con independencia de si ha tenido lugar o no. Le basta constituirse en presente para adquirir vida. Y no sólo adquiere vida lo que del pasado se recuerda, haya o no pasado, sino lo que no se recuerda del pasado. Tiene el presente, por tanto, una porosidad inherente; es decir, unos vacíos que, al rellenarse, le dan volumen. Cuántos más recuerdos, más gordo es el presente. Otra cuestión es si es de obesidad mórbida o simple corpulencia. Consciente de tal fenómeno, cabe preguntarse si, de vez en cuando, nos van cambiando adrede nuestros propios recuerdos y, de esta forma, propiciarnos un presente ajustado a ellos. A los efectos, nada importa que hayan pasado o no. Lo que importa es lo útil que puede resultar.
Algo así  me sucede con las ideas. No sé si son propias o ajenas. Si, por ejemplo, no me hubieran dado a conocer un calendario, me sería imposible reconocer un domingo o un miércoles. Se nota que es domingo –digo- y se nota por la simple suma de personas que lo notan a raíz de una imposición del domingo, pero el domingo no es natural, no brota de ningún manantial ni cae de ningún cielo. Así es también el “cólico frenético” en el que se ha convertido el tiempo de navidad. Este presente que, como todos, es neutro, si no fuera por la porosidad o, lo que es lo mismo, por la imposición, nadie lo notaría distinto. Los comportamientos y las actitudes se adoptan por efecto de “algo” que nos es dado –no sólo es calendario- y que se inocula a través del deseo humano de medir, de contar o de clasificar, pero el último día del año pinta igual que el primero y, sin embargo, no se felicita el año un 7 de junio. Eso quiere decir que nos preparan para que, cuando suene el pito, hagamos todos lo que corresponda.
En estas fechas lo que corresponde es desear felicidad usando, como por costumbre se usa, el plural expresivo: “Felicidades”. Pero es que el término viene revisándose continuamente al margen de la propia experiencia. La felicidad ya incluye el sufrimiento necesario para tomar consciencia cierta de ella y, además, la propia y somera consciencia es ya felicidad. Las distintas derivas definitorias no te dejan ser infeliz. Se trata de una felicidad “académica”, no de una felicidad del hombre de carne y hueso, del hombre que trabaja, que ama, que envejece, que come, que vive. Así como lo académico no permite que quede alguien al margen de la inteligencia y ha creado distintos tipos para que nadie quede excluido: “inteligencia cognitiva”, inteligencia emocional”, inteligencia ejecutiva”, etc.,  con la felicidad sucede lo mismo. Prescindo de las distintas intenciones con las que se felicita. Yo, por ejemplo, no me dejo felicitar si no es en presencia de mi abogado y, todo el mundo sabe que, llegado el seis de enero por la tarde, todo mortal queda en “felicidad provisional y con cargos". Sean Felices, no se lo piensen, no lo sueñen, no lo recuerden: ¡sean!

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