Hay días que amanece sin esperar a nadie. Hoy, por ejemplo,
en cuanto he conseguido desprender de las retinas los escombros del último
sueño, descubro que la claridad ha madrugado. Hoy es una claridad tamizada de
lluvia fina; es decir, impregnada del último éxito de Luís Landero, uno de los
libros de mayor éxito del año que termina y que yo no he leído. Los títulos
parecen importantes porque nos llaman y lo hacen por nuestro nombre, que es
como el título del libro que somos todos. Casi todo tiene ya nombre y, ni que
decir tiene, eso le da existencia. Oí decir que la depresión existe porque
tiene nombre, cosa muy de pensárselo a raíz de que vivimos permanentemente a
lomos de conjeturas y torres más altas han caído. Sin ir más lejos, hoy se hace
público el premio otorgado a una joven (Marithania Silvero) por refutar una conjetura matemática de hace
treinta años. Una idea que establecía la creencia de que dos familias de nudos matemáticos
eran equivalentes. Le hubieran preguntado a cualquier hijo de vecino y se
habrían cerciorado de que nunca dos familias han sido equivalentes. ¿O ustedes
cenan con la familia consanguínea con la misma gracia que con la política? Esta
es otra muestra de los efectos que tiene la política sobre cualquier cosa que
toca.
El propio nombre de “conjetura” debió inaugurar el día de su
invención un abismo cósmico y una terrible ignorancia universal que, sin
embargo, en vez de caer en el saco del relato mistérico, aparece en el de la
aceptación científica, no sé si se han dado cuenta. En su raíz etimológica
lleva algo de “lanzar” o de “arrojar” como quién tira una moneda hacia atrás en
la Fontana de Trevi, sin reparar en que el efecto característico consiste en
volver y no en quedarse. A mí me parece que absolutamente todo debiera
pensarse, hablarse, escribirse o clasificarse bajo el inmenso título de “conjetura”.
Ese sería el título de un libro en blanco que escribiera para lectores
autodidactas. Y como tiene nombre de mujer sería perfecto, conjeturo.
Toda inteligencia despierta con la mañana, dicen los Vedas.
La mañana llega cuando estoy despierto y hay en mí un amanecer. Tal vez, algún
fragmento de los escombros del último sueño, sin desprenderse aún, llevaba el
dibujo de un amanecer levemente lluvioso y he confundido el sueño con la
vigilia como Descartes cuando fundó el método. El desasosiego de la conjetura
se hace extremo al mirarme al espejo, dónde compruebo que algún impostor se ha
apoderado de mi imagen reflejada y, al verme, me devuelve una conversación
imposible, un carácter desconocido, un sentimiento anómalo, una emoción
invisible y unas ideas ajenas. No puedo probar nada de lo que digo y no puedo
dejar de estar seguro. La conjetura así vista es una variante del síndrome de
Capgras, pero aplicado a ese otro que me imita en el espejo y que he
descubierto en cuanto le he quitado el nombre. Peor es el impostor que no necesita
espejo, pienso. Sin espejo y sin nombre a ver quién aguanta su biografía. Los
objetos y las personas son más interesantes fuera de sus lugares propios y los
nombres son lugares donde unos días llueve finamente y otros días hay nudos que
me son muy familiares cuando están en la garganta. Conjeturas, digamos.
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