Es conocida la mordacidad con que respondió Borges a la
pregunta de cómo se llevaba con su cuñado Guillermo de Torre: “Muy bien, ni yo
lo veo ni él me oye”. Con esa extraordinaria disfuncionalidad, el embroque se
perfecciona, -válgame la metáfora del embroque-. En una democracia
cuñadológicamente plena, tiene un sentido muy ajustado la genialidad de Borges.
Lo mejor para llevarse bien es una forzosa desconexión de algún canal de trato, y enraíza
muy bien en un tiempo en el que los cuñados han arribado en la cima de la mala
prensa, desbancando al “suegrerismo” clásico. Ahora es mucho peor tener un
cuñado que un suegro y tiene su porqué: tener un suegro te dejaba en yerno,
pero tener un cuñado te convierte en lo mismo y eso duele. Es una concreta
relación emponzoñada por la política. Si tengo un hermano, lo quiero mucho;
pero si al hermano le pongo detrás la palabra “político”, ya no lo quiero
tanto.
Lo cierto es que hay una cuñadología institucional muy
acusada. Lo normal es referir el término a las relaciones particulares, donde,
a mi juicio, no cabe una simplificación de tanta enjundia. Las personas suelen
relacionarse entre sí con una profundidad muy entrenada y competente. Incluso
cuando las naderías “nadean” entre ellos, siempre se establecen conexiones en
múltiples niveles y suelen propiciarse convergencias de cuyos hilos se
entreteje la gran madeja que es la sociedad. Sin embargo, en las relaciones
institucionales, para llevarse bien, uno tiene que hacerse el sordo y el otro
el ciego o viceversa. La cuñadología, en este circuito por donde se va y se
viene de la Administración al ciudadano y del ciudadano a la Administración, es
un juego de roll, en el que cada cual pretende saber más que el otro y quedar
por encima.
Lo peor del sistema no consiste en tener que “hacerse” el
sordo o el ciego, sino en que la sordera o la ceguera son el “status quo” y de
ellas pende el programa político en las democracias cuñadológicas. Es obvio que
las opiniones mayoritarias se forman, cada vez más, sobre informaciones
imprecisas y vagas. El grueso de las presiones multitudinarias tiene causas
viscerales, impulsivas y deformadas. Los expertos a duras penas consiguen
intercalar sus conocimientos y, cuando lo hacen, se arriesgan a un descrédito
popular y a un linchamiento despiadado. Pese a que la insolencia del ignorante
ha existido siempre, lo esperpéntico es que, ahora, la suma de esos insolentes
conforma una opinión general que, ciegamente, será escuchada por el poder. Y se ha pasado de un poder que era totalmente
consciente de esto, a otro que actúa de oídas, siendo como es, totalmente sordo
a tanta ceguera visionaria.
El culmen de esta feria de atrocidades, es la “cuñalada”
trapera. Las personas somos los fundadores del Estado, los artífices de la
creación de Instituciones, Leyes, Poderes, etc., que responden a la necesidad
de convivencia, de protección y armonía. Lo normal sería confiar en lo que, en
ningún caso, perseguiría volverse contra quienes lo gestaron. Pero la
casuística doblega ese supuesto y a la entrada de cada institución han colgado
la leyenda que había en el Infierno de Dante: “Abandonad toda esperanza”. No
contentos con que el poder nos haya robado el poder, cerramos los ojos para no
tener que verlo y, mientras tanto, él se pasea con un cubata en la mano mascullándole
a la oreja de la suegra, que también se hace la sorda: verás tú qué risas. Para
llevarse bien, lo mejor es no ver a quien no nos oye, y leer a Borges, siempre
leer a Borges.
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