Estoy convencido de que la antinoticia constituye la
realidad. Y que esta realidad es justamente lo que no se ve, lo que no se
piensa, lo que no se tiene en cuenta, sino la que nos tiene en cuenta. Una
antinoticia es que, con el desaire y la indiferencia de los indolentes,
presiono el interruptor y se enciende la luz. Una y otra vez al cabo del día
(el día es otra antinoticia), hago este gesto y muchos otros que vienen a ser
el contexto de una vida corriente. Una antinoticia es Galdós, que retrata la
realidad sin salirse de ella, ni por el lado de los accidentes ni por el de la
imaginación. Una antinoticia es también ese Galdós fuera del foco de los
aniversarios, ese que anduvo al alcance de miles de lectores mientras la
actualidad no le prestaba la más mínima atención, pero que era realidad viva,
contante y sonante.
Apabulla la realidad igual que al boquerón le apabulla el
océano. ¿Qué será el agua?, le decía un boquerón a otro. Y nosotros andamos
como los boquerones en medio de una realidad de la que conocemos partículas
aisladas, pero que no dan medida del medio en el que respiramos. Cada una de
esas partículas lleva en su corazón la fuerza abolicionista de la realidad y se
impone su parcialidad ocultando todo lo demás, que siempre es más grande y más
importante. Tal vez, para lo que estamos desentrenados es para mirar detrás de
cada acontecimiento el lado antinoticia que lleva adherido. El mundo de la
comunicación nos está venciendo como jamás había ocurrido, porque lleva la
diabólica aspiración de convertirse en océano cuando sus límites no lo hacen
más grande que una charca. El coronavirus, si algo tiene de bueno es que ha paralizado
el cambio climático. Es una parálisis virtual, se entiende, porque la realidad
sigue su curso al margen de los focos y los taquígrafos. Es más, la fuerza de
la antinoticia viene dada por la noticia misma, que una vez se proclama
anomalía da fuste a la realidad: “la excepción confirma la regla”. Y la “regla”
es el contexto, la realidad, el océano.
Situados en esta perspectiva, toda la crónica política, social,
cultural, etc., se erige en distracción, más o menos intencional sobre la gran
masa de consumidores. Probablemente, nunca han ejercido esa función derogatoria
de la realidad como en este tiempo, cuya característica ordena que, nada que no
esté en las redes o en los medios existe. Y, sin embargo, la mayor cantidad de
existencia, es la que queda fuera, a la espalda de la noticia o, quizás, lo que
verdaderamente existe es lo que queda derogado por la virtualidad. La
antinoticia es contrapunto dialéctico que se subyuga, es la pugna vigorosa que
la naturaleza plantea contra la sociedad y queda aparentemente derrotada. Pero
no es así. Lo que consumimos es realidad, no virtualidad. Lo que nos contiene
es la parte no visible de las cosas: la salud como presupuesto de enfermedad,
la paz como cubículo de cualquier alteración, la seguridad como ley conculcable,
la solvencia como estatus vulnerable, la alegría como superficie serena donde
pueden caer las piedras de la tristeza. Y, para tristeza, saber que, como
boquerones, no nos es dado saber lo que es el agua si no nos sacan de ella y
morimos de pura asfixia porque nos falte la realidad para respirar como
respiramos.
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