Voy a
intentar escribir a ciegas y a ver qué veo con los ojos cerrados. Mucho me temo
que pasará por una vaga excentricidad de criaturita inconsistente en una mañana
de reyes. Y quién así lo piense, dará en el clavo. Sin embargo, aquí en lo
oscuro, amén de los sinuosos meandros de mis renglones, el asunto se pone muy
negro y me está negado leer lo que escribo. “Total, para lo que hay que leer”, me
digo justamente cuando la punta del renglón se ha saltado el bordillo del
papel. La fatalidad de estos derrapes es que no puedes volver al rescate de las
palabras despeñadas; una vez extraviadas hay que darlas por perdidas. Lo
importante en la oscuridad no es lo que ves (que no ves nada), sino lo que
miras atentamente para que no sea y, así, cuando fijas la vista en lo que no
ves, el objeto contemplado recobra una existencia nunca vista, dicho sea con
los ojos cerrados, claro.
Lo que me
está resultando aleccionador es descubrir que, para hacer visible el otro lado
de las cosas, baste con hacerlas invisibles y entonces ellas solas se abren
impúdicamente a una luz desconocida que es la oscuridad. A veces hay que cerrar
los ojos para no estar a ciegas –acabo de verlo-. Y, mientras a tientas sigo
escribiendo en líneas torcidas, sin la posibilidad de volver sobre lo escrito,
pienso que lo importante es estar siempre de ida y que estar de vuelta es un
fracaso. Eso quería decir, antes de abrir los ojos.
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