sábado, 29 de junio de 2019

Las fronteras del español.


           
Ni por virtud de ninguna ley ni por dictado de ningún pretexto, me suelo tomar de vez en cuando unos tragos con el “Embajador de Frontera”, sino que lo hago por puro capricho. Este es un empleo nada antojadizo que deriva del estudio concienzudo de un alto cargo. Descubrió que sumando las líneas fronterizas de todo el planeta, ocupaban mayor extensión que muchos países y hubo que nombrar Embajador sin más remedio.
            Hay que tenerle mucho respeto a este encargo de funambulista, pues un pequeño traspiés lo convertiría en transfronterizo y eso no es del gusto de nadie y lo podrían acusar de intrusismo o injerencia ilegítima. Él se asusta mucho, pero no le deteriora el aspecto de holganza aristocrática que tienen los embajadores, dicho sea con la mejor de las intenciones.
            El caso es que es nuestra costumbre ponernos a dar tragos mientras contemplamos, como si fuéramos afrancesados, el “rosaclear”. Al fin y al cabo el Rey es francés, aunque no ´”guturalice” mucho. Lo compensamos con verborrea hispánica y eso nos tranquiliza. Al igual que la coloración, que va de la hora azul a la dorada, la conversación, como las tertulias del siglo XX, no hay por dónde cogerle el rabo. No obstante, hablamos de la nacionalidad de los españoles.
            Yo estoy convencido, dice, de que todos los españoles tienen una nacionalidad más allá de las fronteras; lo que me cuesta mucho soportar dada mi jurisdicción. Un español es un ruso en invierno y un cubano en verano, es un italiano en la verdulería y un holandés en el pub. Más aún: un español es alemán a las nueve de la mañana y argentino a las siete de la tarde. Es triste, mi querido amigo, no pillarlo en el momento exacto de españolismo. Deben ser pocos esos instantes. Apura el trago, mientras se cuida de no caer hacia ninguno de los dos lados de la línea fronteriza.
            Y cuando, por algún azar, -prosigue- se aquieta en su nacionalidad, es un ser notable de cualidades fantásticas. Para empezar en él se dan tanto los “ya te lo dije yo” de cualquieras madres, como el “ya te lo estuve diciendo en navidad” de cualquier cuñado. Padecen todos la maldición de Casandra. A Casandra los dioses le concedieron el don de la adivinación y, a cambio, nadie le creería.
 Se le identifica con rapidez no por su particularismo, al decir de Ortega, sino por su circuntancialismo, que no lo diría Ortega. Y es que, entrenado como estaba Ortega en estrujar ideas, ésta se le pasó. El “circunstancialismo”, amigo mío, -aquí volvió a llenar la copa de nuevo- es una verdadera invención política de los españoles. No ha cuajado porque no hay españoles, como podrás entender, pero es el futuro. Cada persona explica y defiende sus circunstancias a un “ente rector” del Estado y, éste, analizadas y estudiadas, dicta una Constitución, unas Leyes y unos Reglamentos particulares para cada “circunstancialista”. Luego, claro está, hecha estas leyes, habrá que personalizar las trampas.

              

               

                  

             

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