Cumplir
años es una vulgaridad tan ordinaria como cualquier función orgánica
indispensable para continuar vivo. Incluso, si se me apura, el mismo hecho de
estar vivo es una vulgaridad. Es transitoria, eso sí, pero vulgaridad al fin y
al cabo. Es decir; es una impertinencia de menor cuantía si la comparas con la
vulgaridad de no estar vivo. Porque esa es otra; la ordinariez de la muerte no
impide la ordinariez del temor que nos suscita, cuando a mi entender lo
verdaderamente inquietante puede ser un verso a destiempo. No digamos ya una
indiferencia inesperada o una promesa vacía; esas sí son marcas en el agua de
extraordinario valor inquietante. No solemos anotarlas ni aún en los días de
balance. Eso no es nada grave si se cae en la cuenta de que debemos recordar siempre
que las peores cosas han de olvidarse, unas veces por activa y otras por
pasiva.
Cumplir
años no tiene mérito alguno frente al mérito de cumplir con lo prometido o
cumplir un sueño inalcanzable o, más aún, cumplir con la extraordinaria tarea que
nos exige el sentido común de incumplir de vez en cuando, como corresponde a un
mínimo de condición humana. El tiempo no nos hace y, por eso, no es causa de
existencia, sino consecuencia de ella y, de cada cual depende teñir el tiempo
que instaure de un solo color o de muchos. Por eso, cuando llega el día de un
cumpleaños, lo que sí felicito es saberme uno de los colores de su tiempo; pero
eso ocurre sin fecha, sin tiempo y sin vulgaridad. A veces, lo celebro siempre.
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