Bajo el señuelo de la tradición se nos cuela la antigüedad y
el antaño. Hay una distancia insalvable entre lo simbólico y lo costumbrista.
Lo primero alude, apunta, sugiere y se expande en la conciencia, buscando, si
cabe decirse así, el tamiz subjetivo y
personal. Lo segundo impone, dogmatiza, impregna y, sobre todo, acusa y condena
su transgresión. Buscar, por tanto, en las raíces, aquellos botones de muestra
que ilustren, enseñen y expliquen el “status” social contemporáneo parece
obligatorio en una sociedad sana. Traer a la modernidad las esquirlas de la
historia es hacerle el relato de su existencia y es mostrarle el camino que se
ha hecho ya y que por haberse superado, puede mirarse así desde el hoy. Es esa
una de las misiones de la tradición. Sin embargo, cuando lo que se sustancia es
el retorno de comportamientos cuya pretensión es modelizar valores agotados
hace tiempo, estamos en otro asunto que bien puede llamarse retroceso. La
sociedad que pierde perspectiva sobre los abundantes matices que cuelgan del
término “tradición” ya no es tan sana. Cuando se permite la visibilidad de la
imagen de una Virgen, eso es tradición; pero cuando se le condecora, es
antigüedad y reacción. Sobre todo es despropósito que obvia el doloroso mensaje
que le llega a toda mujer, en cuanto a la exaltación de lo que fue en su día
una coacción sexual contra la condición femenina. Si se recuperan los discursos
que devalúan a una mujer frente a otra por el hecho de haber roto la telita
vaginal, alguna regresión estamos soportando; las mujeres más. Y cuando las
mujeres regresan un peldaño, los hombres regresamos dos, como dicta la
casuística de la historia. Pudiera ser que, como efecto colateral, se vayan
sutilmente instalando hábitos de recriminación, sanción moral e incluso, como
en el caso reciente de una soldado arrestada por no asistir a los actos
religiosos del día de la “Inmaculada Concepción”, sanción reglamentaria. No
resulta aceptable admitir sin una mínima voz de repulsa la difusión, sacada del
oscurantismo medievo, de una moralina que por alabar una condición –la
virginidad- está degradando lo que jamás debió degradarse. El poderoso
patrimonio pedagógico de la tradición no puede esconder sibilinamente arcaísmos
y anacronismos de otras generaciones y no porque su tiempo esté agotado, sino
porque la sensibilidad común debe estar a la altura de los tiempos. Siendo
verdad que los miembros de una generación no tienen como carácter distintivo el
ser contemporáneos (el vivir en el mismo tiempo), sino el de ser coetáneos (de
vivir del mismo modo el tiempo), la tarea de la sociedad sería la de incorporar
los símbolos y las tradiciones a la generación coetánea y no a la inversa: que
las tradiciones nos lleven al modo de
vivir de sus épocas.
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